Páginas

sábado, 30 de junio de 2012

Sermón sobre la degradación de un Obispo desertor.



El sacerdote que fue Párroco de Mater Admirabilis de Buenos Aires, Mons. Gustavo Podestá, ha pronunciado el domingo 28 de agosto del 2005, una interesante homilía en la que recuerda el rito penitencial de degradación de un clérigo apóstata. La reproducimos tal cual figuraba en su página web y que viene bien para comprender la gravedad que la Iglesia sabiamente siempre le dio a la deserción de uno de sus clérigos.
Solo podemos agregar el importante contraste que hay hoy, con las reacciones y acciones del episcopado argentino, luego de la deserción del obispo Bergalló.


Sermón del 22 domingo durante el año.

Ceremonia impresionante, que se realizaba en las escalinatas de las catedrales frente al inmenso atrio donde se reunía el pueblo. Ese mismo pueblo que había sido herido por el escándalo de un pecado público y, más, cuando se trataba de un clérigo. Peor aún si constituido en dignidad. A los crímenes públicos la Iglesia públicamente los castigaba, ya que, en verdadera caridad, restituía a los fieles la confianza en la justicia y probidad de sus autoridades, mostraba la gravedad del delito y, al mismo tiempo, estimulaba el propósito de enmienda y la penitencia y conversión del reo.
Allí, en las escalinatas que subían hacia la puerta del templo, se colocaba un asiento bajo y sin respaldo, tipo sillón frailuno, llamado 'faldistorio', en el cual se sentaba el obispo oficiante. A su lado una pequeña mesa con un mantel, en donde, en medio de cirios apagados, se colocaban las vestiduras sacerdotales junto con un trozo rectangular de vidrio en forma de cuchillo.
Traían al que, después de juicio y sentencia, había sido hallado culpable y los clérigos lo revestían, por última vez, con sus hábitos sacerdotales si era sacerdote, o pontificales si era obispo o arzobispo.
En medio de un silencio sepulcral el Obispo celebrante se ponía de pie y comenzaba:

“En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por cuanto yo (...) Obispo de tal lugar, por gracia de Dios y de la Sede Apostólica, habiendo sido probado fehacientemente de acuerdo a los sagrados cánones (o según propia confesión) el crimen del Obispo o Presbítero tal (...) resultando evidente y público el crimen cometido, y por lo tanto no solo grave y condenable, sino dañoso a la salud de los fieles, y aún enorme por la dignidad del que lo cometió, habiendo no sólo ofendido la divina Majestad sino inferido gravísima conmoción a la ciudad, y por esto haberse hecho indigno de su oficio eclesiástico, por ello, tanto por la autoridad de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como por la de nuestro cargo pastoral, mediante estos escritos lo privamos de todos su cargos y oficios y, por nuestra palabra, lo deponemos, y, según la tradición de la Iglesia, lo sentenciamos a ser degradado”.

Luego, con lágrimas en los ojos -según cuentan frecuentemente las crónicas- el oficiante se ponía de pie y, si el reo era obispo, le sacaba la mitra de la cabeza, diciendo: “Desnudamos tu cabeza de la mitra, ornato de dignidad pontifical y que enlodaste en el ejercicio de tu autoridad”.
A continuación, un acólito traía un evangelio y se lo ponía al depuesto en las manos. El oficiante entonces se lo retiraba diciendo: “Devuelve el Evangelio, porque, habiendo despreciado la gracia de Dios, te hiciste indigno del oficio de predicarlo”.

Después le sacaba el anillo: “Te arrancamos este anillo, signo de fidelidad a tu esposa la amada Iglesia de Dios, a quien temerariamente traicionaste”.

Otrosí: “Te quitamos el báculo, para que no te atrevas más a ejercer el oficio de dirigir que tan gravemente perturbaste”.

Y, finalmente, la parte más emotiva. Con el vidrio -sin filo, por supuesto- habiéndole quitado los guantes ceremoniales -las 'quirotecas'- le raspaba los dedos y las manos simbólicamente y decía: “En cuanto está en nuestro poder hacerlo, así te privamos de tu bendición sacerdotal y de tu unción episcopal, para que pierdas el honor y la gracia de santificar, bendecir y consagrar”.

También pasaba el vidrio por su frente: “Borramos de tu frente la consagración, la bendición y la unción que se te confirió, y te deponemos del orden pontifical para el cual te has hecho indigno”.

Al final, conmovido, lo exhortaba a la penitencia y al arrepentimiento y, si lo que había cometido era un delito común, lo entregaba al fuero civil.
Esta ceremonia, se encuentra en el Pontifical Romano anterior al Concilio Vaticano II. En latín. La he traducido algo libremente para Vds.
Es verdad que este rito en particular ya prácticamente no se usaba desde hacía tiempo: no era fácil que ningún obispo sinvergüenza se aviniera a someterse libremente a la degradación. (No sé si todavía se usa la degradación entre los militares, con la quita de los galones y jinetas y rotura del sable.) Pero la ceremonia, al menos en los papeles, estuvo en vigencia por lo menos hasta la aparición del nuevo pontifical de después de los setenta. Y lo cierto es que nunca se derogó, y no sería malo que de vez en cuando se utilizara.
De todos modos sí está vigente, en la parte penal del Código de Derecho Canónico, para cierto tipo de delitos aberrantes, la expulsión del estado clerical (CIC 1395). No solamente el pedido o aceptación de renuncia. La Iglesia se muestra realmente misericordiosa cuando castiga justa y medicinalmente, no cuando, por falsas solidaridades o lástimas, se hace complaciente con el delito o el pecado y disminuye su gravedad, tanto peor cuando, el que lo comete, más alto cargo y responsabilidad ocupa. Como decía el talentoso y silenciado escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila, muerto en 1994, “Lo que aleja de Dios no es el pecado, sino el empeño en disculparlo”.
Pero aunque dolidos en lo más profundo de nuestro ser de católicos, avergonzados ante el mundo, sacudidos en nuestras convicciones humanas, perplejos ante la lenidad con la cual se trata a uno de los más graves y dolorosos escándalos de la historia de la Iglesia Argentina, no podemos tampoco extrañarnos demasiado de los extremos pavorosos de las posibilidades de la indignidad del hombre. En estos tiempos ya hemos visto absolutamente de todo. Y, aunque la gracia de Cristo en su Iglesia ha producido y sigue produciendo infinidad de santos en demostración de ese poder divino capaz de salvar el abismo de todas las debilidades, para que la gracia nos alcance hemos de ponernos bajo su influjo. Ni la Braun ni la Philips ni Gillette tienen la culpa de las caras desprolijas o mal barbadas que andan por ahí; sino el que no los usa. Existen el jabón, el agua y el detergente y, mientras están al alcance de los bolsillos, no es culpa de estos elementos el que la gente ande sucia. Tampoco son Dios, ni la Iglesia, ni su doctrina y sacramentos culpables de los pecados de sus hijos.
No basta ni ser bautizado, ni ser cura, ni ser obispo, para ser buen cristiano, mucho menos santo: hay que ponerse bajo el influjo de la gracia, en oración, en penitencia, en fe, esperanza y caridad vividas. Siempre habrá católicos -incluídos sacerdotes, monjes y obispos- que se cierren voluntariamente al influjo santificante de Jesús.
Pero Cristo ya nos había prevenido que habría escándalos en su Iglesia, y reservaba para ellos metáforas que hoy parece que es políticamente imprudente mencionar.
Ahí está Pedro, en el pasaje inmediatamente siguiente al del domingo pasado, ufano de su nombramiento: Roca, Piedra de la Iglesia, intermediario de la revelación del Padre, con las llaves de mayordomo de la casa de su Señor en las manos, pavoneándose a lo mejor frente a los demás apóstoles. Y se pasa de vueltas.
En las costumbres de la época, los discípulos, frente a sus maestros, debían guardar silencio. Menos todavía pretender enseñar a nadie estando ellos presentes: "Merece recibir de Dios la muerte quien se atreve a enseñar la Ley en presencia de su maestro", dice un pasaje del Talmud. Llegar a lo de Simón: corregirlo, era inconcebible.
Pero, en su torpeza, por lo menos tuvo la precaución de llevar a su Maestro, Jesús, aparte, lejos del resto de los apóstoles. Aunque su buena intención humana fue comprensible, la desafortunada osadía de Simón tratando de apartar a Cristo de su misión divina para ahorrarle la cruz, fue casi peor que las declaraciones hechas por algunos eclesiásticos a periodistas o en cartas de lectores defendiendo, con un humanismo subhumano, lo indefendible. Y allí recibe Simón uno de los reproches y seguidilla de dicterios más terribles con los cuales la ira de Jesús haya fulminado a nadie durante su vida terrena: “¡Retírate!”, “¡Satanás!”, “¡Obstáculo!”.
El '¡retírate!', reconstruido al arameo original en el cual probablemente habló Jesús, suena algo así como ¡Halilá Iéka!, difícil de traducir, pero mucho más fuerte que ‘retírate’, porque unido a una interjección. Algo así como “¡pero! ¡ándate de aquí!” o “¡Maldición! ¡Estás despedido!”. De hecho algunos intérpretes opinan que el significado exacto de la frase era expulsarlo a Simón del grupo de los apóstoles -aunque quizá como una mera amenaza; o que Jesús, luego, lo haya tomado otra vez-. Un verdadero ex abrupto y baldazo de agua helada para el cándido Simón. Quien, ahora, de ser el que hará de la Iglesia un bastión contra el cual no podrán los poderes de la muerte, del infierno, se transforma en nada menos que en Satanás.
Y no es para menos, porque lo que aconseja Pedro a Jesús es llegar a Mesías terreno, recibiendo todos los reinos del mundo, aceptando los dictados de la carne y de la sangre, de lo puramente humano, que, ya sabemos, a la larga, conduce a lo inhumano, a lo aberrante. “Todo esto te daré si te postras y me adoras”, ya lo había tentado a Jesús, Satanás en el desierto. Todo te daré: el aplauso de la prensa, de lo políticamente correcto, de los doctores ‘deshonoris causa’, de los mitrados amigos de Judas, de las masas estólidas, de los católicos mal formados, -puro sentimentalismo sin fe-, de los maestros de este mundo, de los ancianos o senadores, de los sumos sacerdotes, de los escribas y abogados de cuanta mala causa existe, de los miembros de la Suprema Corte ... ‘si me adoras’, ‘si te apartas de la cruz’.
¡Retírate de mí! ¡“Vade retro”!
¡Tú eres para mí obstáculo!
Obstáculo. Skándalon, dice el texto griego original. Escándalo -espantosa palabra-. En griego significa trampa. Es quizá una onomatopeya que deriva del ruido ‘¡skan!’ que hacían las antiguas trampas griegas de bronce al soltarse. De esa raíz viene ‘escalón’: ese que no vemos cuando vamos caminando y nos hace tropezar o caer. En la Biblia, skandalon traduce el hebreo ‘mikeschol’, piedra saliente que uno pega sin darse cuenta con el pie, y nos hace vacilar o caer. Estamos acostumbrados a cosas parecidas los que caminamos por las veredas de Buenos Aires.
“Y yo te digo tú eres Pedro, tú eres Piedra”, “tú eres piedra de tropiezo para mí”.
¡Desdichado Simón! ¡En qué pocos instantes se ha transformado de Pedro, piedra, roca sobre la cual construir la Iglesia, en roca en la cual tropezar; en escándalo! Y no hizo gran maldad: quiso solamente actuar de acuerdo a su corazón humano. No quería ver a su maestro crucificado, no cabía en su mente el heroísmo del que todo daría por Dios y por su honor de hijo de Dios y por sus hermanos. Mucho menos comprendía que, si alguien quería seguir al Señor, tenía que tener la misma arrojada actitud de su jefe. Que no hay para el cristiano lugar para claudicaciones, cálculo, componendas, mesa de diálogo, rendiciones. Cargar la cruz y seguir al Señor no es, en labios de Jesús, soportar las minúsculas contrariedades de la vida, como a veces se interpreta piadosamente, sino ponerse el uniforme de Cristo y saber que, al menos en el último acto, sin excepción, habremos de recibir con alegría la orden de lanzarnos a la carga, con la cruz en ristre, hacia nuestro enemigo la muerte.
Como el soldado que cuando, por no perder la vida, huye o se esconde y no enfrenta al adversario, o se rinde cobardemente antes de disparar un tiro, o se sube en un "banquito", pierde su honor y, para sus camaradas y su conciencia, es un muerto viviente... ¡tanto más para el cristiano cuando se trata de estar al lado o no de Cristo en orden a la Vida verdadera! “El que quiera salvar su vida la perderá”. Tanto peor si es general, u obispo, elevado en dignidad. Y el derecho de la Iglesia afirma que es horrendamente peor el delito de un clérigo elevado en dignidad, que el de quien no lo es.
¡Pobre Pedro con su pequeño escándalo de hoy! ¡Horror de los grandes escándalos! Antes que nada los del error y la herejía, la predicación de falsedades, la ocultación desde el púlpito de la verdad divina, las liturgias profanadas, escándalos todos que hieren a la fe. Pero también los escándalos de los malos ejemplos, las celebraciones y comuniones sacrílegas hechas en estado de pecado, las dobles vidas, las conductas nefandas de quienes están vestidos de dignatarios de Cristo... “¡Ay del mundo a causa de los escándalos! -dirá Jesús en el capítulo 18 de Mateo-. Es inevitable que existan; pero ¡ay de aquel que los ocasiona!”.
Dios los ayude a convertirse, a pedir perdón, a hacer penitencia, a reparar el reguero de almas dolidas, escandalizadas, perdidas, desmotivadas, escépticas que dejan, con iglesias vacías -y, a lo mejor, groseras adhesiones tumultuosas en las calles o en los diarios- en el camino de sus culpas.
Aunque en el fuero interno nadie puede meterse, excepto Dios, que la justa pena ayude siempre en la Iglesia a la conversión del reo, y nos estimule a todos a buscar nuestra propia salvación “con temor y temblor” como dice San Pablo, esperando el día cuando, más allá de la justicia humana -y sus sentencias a veces feroces, a veces homicidamente benignas- “venga el Hijo del hombre, en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pague a cada uno de acuerdo con sus obras”.

Acuda también, con Él, María en nuestra ayuda; y Dios nos tenga piedad.

Mons. Gustavo Podestá, sermón pronunciado el 22º domingo durante el año, sobre el escándalo del obispo Juan Carlos Maccarone. 28 de Agosto del 2005.