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lunes, 17 de septiembre de 2012

Sermón: El sentido del sufrimiento.



Estimados fieles, el viernes celebramos la fiesta de N. Señora de los Siete Dolores, de la Madre de Dios que sufre en el Calvario. Recordemos, entonces, algunas verdades acerca del sufrimiento.

La primera verdad que conviene recordar es que ES IMPOSIBLE EVITAR EL SUFRIMIENTO.
Cristo dice que vamos a sufrir. ¿En qué lugar de los Evangelios se nos promete una felicidad completa o estable en esta vida?  Al contrario, dice, en el sermón de las Bienaventuranzas: bienaventurados los que sufren en la tierra porque serán felices en el Cielo. ¿Dónde dice que vamos a estar libres de tribulaciones?  Al contrario,  las promete cuando dice: en el mundo tendréis tribulación pero -agrega- ¡ánimo, Yo he vencido al mundo!  Si no podemos evadir el sufrimiento, de lo que se trata, entonces, es de saber llevar la cruz, se trata de saber sufrir. El que quiera venir en pos de de Mí -dice N. Señor- niéguese a sí mismo, tome su Cruz y sígame.

Segunda verdad, consecuencia de la primera: HAY QUE ACEPTAR EL SUFRIMIENTO.

Tengo muchos amigos que dicen amarme, pero que en el fondo me aborrecen porque no aman mi Cruz. Tengo muchos amigos de mi mesa, pero muy pocos de mi Cruz, dice la Imitación de Cristo (II, c 2, n 1). Cabe preguntarnos si vivimos como amigos o como enemigos de la cruz de Cristo. Porque el mundo nos arrastra a buscar siempre el bienestar, la comodidad y el placer, y a evitar y a detestar todo sufrimiento. Si  esta es nuestra actitud habitual, no sabemos sufrir y somos enemigos de la cruz de Cristo.
Se trata de sabe sufrir: una poesía de San Luis María Grignón de Montfort (o citada por él) dice:

Elígete una cruz de las tres del Calvario;
elige con cuidado, ya que es necesario
padecer como santo o como penitente
o como réprobo que sufre eternamente.

Luego, hay 3 maneras de sufrir: como santo sufría Cristo, como penitente sufría Dimas y como réprobo sufría Gestas (el mal ladrón). Los tres sufrían el mismo tormento. De los dos ladrones, de los dos pecadores del Calvario, uno en la cruz se salvó y el otro en la cruz se condenó. Y Cristo en la cruz por la cruz nos salvó.

Sufrimos en justo castigo del pecado original y personal y para ser purificados. Pero a veces nos vemos tentados a preguntarnos ¿por qué a mí? ¿Qué he hecho para merecer tal o cual sufrimiento? Dice Mons. Lefebvre (“La Misa de Siempre”, Ed. Río Reconquista, 201º, pags. 102-106) que algunos católicos se hacen ilusiones pensando del siguiente modo: como soy cristiano, Dios me bendecirá evitándome todo sufrimiento. Pasaré mi vida sin sufrimiento ni sacrificio. Como amo a Dios, no querrá que yo sufra. Si N. Señor Jesucristo nos dio el ejemplo del sufrimiento redentor, tenemos que desear sufrir y sacrificarnos con Él.

Y acá nos encontramos con la tercera verdad, que implica dar un paso más, o mejor, un salto al infinito. Este paso es algo totalmente incomprensible y una locura para los mundanos, pero es un paso de amor heroico para los católicos: HAY QUE AMAR EL SUFRIMIENTO.

Tenemos que llegar a no considerar el sufrimiento como un mal o como un dolor insoportable, sino unir nuestros sufrimientos a los sufrimientos de N. S. Jesucristo. ¿Cómo? No es cosa fácil. No es fácil estar sonrientes y serenos en la Cruz. ¡Pero Cristo no nos pide eso! Desde antes de la crucifixión, Él sufría angustias de muerte en el monte de los Olivos, hasta el extremo de sudar sangre. ¿Cómo hay que hacer, entonces, para unir nuestros sufrimientos a los de Cristo? Responde Mons. Lefebvre: mirando a la Cruz y asistiendo a la Santa Misa, que es la continuación de la Pasión de N.S. Eso es todo lo que Dios nos pide cuando sufrimos: que con sencillez y humildad, y entre sangre, sudor y lágrimas; nos acordemos de él en su Cruz y asistamos con fe al Santo Sacrificio de la Misa, renovación del Sacrificio de Cristo en el Calvario.

Cuando se comprende el sufrimiento -sigo citado a Monseñor- éste se convierte en una alegría y se vuelve un tesoro. Nuestros sufrimientos unidos a los de N. Señor y a los de todos los mártires, a los de todos los santos, a los de todos los católicos, a los de todos los fieles que sufren en el mundo y a la Cruz de N. Señor, se convierten en un tesoro inexpresable e inefable y alcanzan una eficacia extraordinaria para la conversión de las almas y la nuestra.

Y esta es la cuarta verdad y misterio de misterios: ¡el barro se convierte en oro!: EL SUFRIMIENTO DEBE SER AMADO PORQUE UNIDO A LA CRUZ DE CRISTO SE VUELVE REDENTOR.

También sufrimos para salvar almas. Por eso el mundo, hoy más que nunca y cada vez más, odia la cruz de Cristo, odia el sufrimiento que, unido al de Cristo crucificado, adquiere un valor infinito y se hace redentor, porque Cristo nos ha querido redimir a través del sufrimiento.

La Sma. Virgen sufrió un martirio auténtico por medio de la compasión, esto es, por padecer con Cristo. Tened el deseo de sufrir con N. Señor y con la Sma. Virgen -dice Monseñor- para la salvación de vuestra alma y de todas las almas. Decía Mons. Lefebvre que Santa Teresita del Niño Jesús, en su Carmelo –sin hacer nada a los ojos del mundo, crucificada como toda verdadera carmelita-, salvó millones de almas. ¡Millones de almas! Por eso se dijo -y es verdad- que es la santa más grande de nuestros tiempos. En lugar de quejarnos tanto y tan amargamente cuando nos toca sufrir, ¡salvemos almas! ¿Hay algo más noble que eso? Por eso san Luis María Grignión de Montfort, en su “Carta a los Amigos de la Cruz”, dice que nada hay tan necesario, tan útil, tan dulce y tan glorioso como padecer.
Pasa con el sufrimiento como con el agua de las lluvias. A veces llueve: a veces hay que sufrir, quien más quien menos, quien de una forma, quien de otra. Si se deja escurrir el agua de las lluvias, termina en el mar, donde se hace inútil, se pierde. Esto sucede con el sufrimiento que es desaprovechado: no sirve de nada, se pierde. Pero si encauza esa agua y se la embalsa, sirve para regar las plantas y obtener frutos: y este es el sufrimiento que aceptamos y unimos a Cristo sufriente. Que nuestras lágrimas no lleguen al mar, que sean como esa gota de agua que, en la Misa, el celebrante mezcla con el vino que será la Sangre de Cristo. Que nuestras lágrimas no se pierdan, sino que caigan dentro del cáliz y se unan a la Sangre Redentora de N. Señor, por la oración, la comunión y la asistencia al Santo Sacrificio de la Misa.
Encontramos en  Colosenses 1, 24, estas sorprendentes palabras de San Pablo en: Yo, al presenteestoy cumpliendo en mi carne lo que queda por padecer a Cristo por su cuerpo místico, que es la Iglesia. Y Santo Tomás nos explica que no hay que entender estas palabras: lo que queda por padecer a Cristo, en el sentido de que la Pasión de Cristo fue insuficiente para la redención, por lo que necesitaría ser completada con los sufrimientos o pasiones de los cristianos. Tal interpretación sería herética, porque la Sangre de Cristo es suficiente para la redención de infinitos mundos. La verdad es que Cristo y su Iglesia son una persona mística, cuya cabeza es Cristo y cuyo cuerpo es el conjunto de los justos, y Dios dispuso la cantidad de méritos que debe haber en toda la Iglesia, tanto en la cabeza, como en los miembros. Por eso dice: completo en mi carne lo que falta por padecer a Cristo, esto es, a la Iglesia toda, cuya cabeza es Cristo. Faltaba, que así como Cristo había padecido en su cuerpo, así padeciese en San Pablo y en todos los católicos hasta que se acabe el tiempo. Faltan nuestros sufrimientos. ¿Le diremos que no a Cristo?

Estimados fieles: después de N. Señor, quien más ha sufrido en toda la historia, es la Sma. Virgen María. Recurramos cada día a ella mediante el Santo Rosario, que empieza en la Cruz y termina en la Cruz, para que por su intercesión creamos en la luz infinita que se oculta en la oscuridad del sufrimiento cristiano.

¡Ave Maria Purissima!

Mendoza 16 de septiembre del 2012.