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jueves, 22 de noviembre de 2012

La continencia periódica. Juicio moral.




Los diversos métodos de “regulación de la prole” funda­dos en el uso del matrimonio en los días agenésicos, es decir, aquellos en que la mujer es natu­ralmente infecunda, se han di­vulgado y difundido de modo masivo.
Somos testigos de una propa­ganda descontrolada en favor del control de la natalidad bajo el nombre de “planificación fami­liar”, “maternidad consciente”, “paternidad responsable”. etc. A pesar de su aparente verdad, las razones presentadas como im­periosas por esta propaganda,, son generalmente motivos senti­mentales, cuando no mentiras. En vez de hablar tanto de la “paternidad responsable”, mejor sería hablar de la “responsabi­lidad de la paternidad”; y en lu­gar de la “maternidad consciente”, de la “conciencia de la materni­dad”.

¿Qué dice la moral?

El problema que la llamada continencia periódica plantea en sus relaciones con la moral cató­lica no puede resolverse de una manera simplista. Se pueden sentar principios fundamentales, pero también se deben conside­rar todas las circunstancias que rodean cada caso particular para poder emitir un juicio certero y justo.
Existe un texto fundamental, que debe servir de punto de partida de todo estudio y análisis. Se trata del luminoso discurso de S. S. Pío XII a las obstetras de Roma, el 29 de octubre de 1951 (A. A. S. 43, 850 ss.). Leamos los pasajes principales del gran pon­tífice en el que se refiere a este asunto:
Ley fundamental de las relaciones conyugales

“Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó de nuevo solemne­mente la ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de los cónyuges en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, atentado que tenga por fin privarlo de la fuerza a él inherente e impedir ¡a procreación de una nueva vida, es inmoral; y que nin­guna «indicación» o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamen­te inmoral en un acto moral y lícito (cfr. A. A. S., vol. 22, págs. 559 y sigs.).
“Esta prescripción sigue en ple­no vigor lo mismo hoy que ayer, y será igual mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley natural y divina.
“Sean Nuestras palabras una norma segura para todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado exigen de nosotras una determinación clara y firme.

La cuestión de los períodos agenésicos.

“Se presenta, además, estos días el grave problema de si la obligación de la pronta disposición al servicio de la maternidad es conciliable y en qué medida con el recurso cada vez más difundido a las épocas de la esterilidad natural (los llamados pe­ríodos agenésicos de la mujer), lo cual parece una clara expresión de la voluntad contraria a aquella dispo­sición (...)
(...) “Es preciso, ante iodo, con­siderar dos hipótesis:
“1º) Si la práctica de aquella teoría no quiere significar otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial también en los días de esterilidad-natural, no hay nada que oponer; con esto, en efecto; aquéllos no im­piden ni perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Pre­cisamente en esto la aplicación de la teoría de que hablamos se distingue esencialmente del abuso antes seña­lado, que consiste en la perversión del acto mismo.
“2º) Si, en cambio, se va más allá, es decir, se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atenta­mente.
“Y aquí de nuevo se presenta a Nuestra reflexión dos hipótesis:
“a) Si, ya en ¡a celebración del matrimonio, al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la inten­ción de restringir a los tiempos de esterilidad el mismo «derecho» ma­trimonial y no sólo su «uso», de modo que en los otros días el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho a exigir el acto, esto impli­caría un defecto esencial del con­sentimiento matrimonial que lleva­ría consigo la invalidez del matri­monio mismo, porque el derecho que deriva del contrato matrimonial es un derecho permanente, ininte­rrumpido, y no intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro.
“b) Si en cambio, aquella limita­ción del acto a los días de esterilidad natural se refiere, no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecha, la validez del matrimonio queda fuera de discusión; sin embargo, la licitud moral de tal conducta de ¡os cónyu­ges habría que afirmarla o negarla según la intención de observar constantemente aquellos tiempos estuviera basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros.

La Ley del Estado Matrimonial.

“La razón es porque el matrimo­nio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cum­plimiento de una obra positiva que mira al estado mismo. En este caso se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida si graves motivos, independientes de la buena voluntad de aquellos que están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna o prueban que no se puede pretender equitativamente por el acreedor a tal prestación (en este caso el género humano).
“El contrato matrimonial que confiere a los esposos el derecho de satisfacer la inclinación de la natu­raleza, les constituye en un estado de vida, el estado matrimonial; ahora bien a los cónyuges que meen uso de él con el acto específico de su estado, la Naturaleza y el Creador les impo­nen la función de proveer a la con­servación del género humano. Esta es la prestación característica que constituye el valor propio de su es­tado, el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del matrimonio fecundo. Por lo tanto, abrazar el estado ma­trimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte, substraerse siempre y deliberadamente sin un grave motivo a su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.

Existencia o no de graves motivos.

“De esta prestación positiva obligatoria pueden eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la du­ración entera del matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada “indicación” médica, eugenésica, económica y social. De aquí se sigue que la obser­vancia de los tiempos infecundos puede ser “lícita” bajo el aspecto moral; y en las condiciones mencio­nadas es realmente tal. Pero si no hay, según un juicio razonable y equitativo, tales graves razones personales o derivantes de las cir­cunstancias exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundi­dad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de de­rivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas”.

Principios.

Los principios fundamentales que establece esta enseñanza son:

1) Existe una diferencia radi­cal entre “impedir la procreación de una nueva vida” y la “limitación del acto a los días de esterilidad natu­ral”. Lo primero es absoluta e intrínsecamente inmoral y no hay ni habrá jamás razón para autori­zarlo. Lo segundo, en cambio, es de suyo lícito, ya que el acto, en lo que depende del hombre, se rea­liza con toda corrección y nor­malidad, sobreviniendo la falta de generación únicamente por razones naturales.

2) Es perfectamente lícito el uso del matrimonio tanto en los días agenésicos como en los días fecundos, cuando no se hace nin­guna discriminación entre ellos.

3) El uso del matrimonio ex­clusivamente en los días agenésicos, evitándolo delibera­damente en los días fecundos, es lícito si hay causas suficientes para ello.
Las causas suficientes señala­das por el papa Pío XII son;

a) Por indicación médica. Es decir, el temor fundado de que un nuevo nacimiento ponga la vida o la salud de la madre en grave peligro.
Es evidente que solamente un médico calificado y concienzudo puede dar una tal indicación. Hoy en día los médicos son de­masiado impetuosos y absolutos al recomendar evitar los hijos.

b) Por indicación eugenésica. Existe cada vez que los esposos tienen una casi certeza de engen­drar hijos con taras físicas o psí­quicas.

c) La angustia económica. No hay que entender el simple temor de no poder constituir una familia más numerosa, ni la pers­pectiva de verse comprometido en el plano económico por un nuevo nacimiento. Por indica­ción económica hay que enten­der una situación que de hecho obligue a los esposos a compro­bar que, en el estado actual de su condición económica, moralmente no deben tener un nuevo hijo.

d) Serías razones de orden social. Presentamos, como ejemplo, un caso bien concreto que exige seria meditación para no caer por temeridad o por pusilanimidad en ningún error.
La familia numerosa exige una serie de condiciones que no son siempre realizables; entre ellas se encuentran, no sólo la salud física de la madre, sino también las cualidades espiri­tuales de ambos progenitores: prudencia, espíritu de decisión, fuerza de carácter, equilibrio nervioso, calma, etc.
El fin primario del matrimo­nio es la procreación y educación de la prole. La Iglesia reco­noce el beneficio de la educación, especialmente de la formación cristiana, que sobrepasa infinita­mente al del simple nacimiento.
La doctrina católica no adop­ta de ninguna manera las tesis natalistas a ultranza; de tal suer­te que la prudencia puede des­aconsejar a veces nacimientos demasiado seguidos que obsta­culizarían la educación.
Por otra parte, no hay que olvidar que la familia numerosa ofrece un medio de suyo favora­ble para la adquisición y práctica de las virtudes: abnegación, amor al trabajo, pobreza, ayuda mu­tua, corrección fraterna, etc. La familia de uno o dos hijos no favorece la educación cristiana.
Existe un equilibrio virtuoso que debe ser establecido (confor­me a las condiciones físicas y espirituales de los esposos, así como también a las circunstancias en las que la sociedad moderna anticristiana “obliga” a vivir a las familias católicas) teniendo sola­mente en vista la mayor gloria de Dios y la salvación de sus almas y la de sus hijos. Evidentemente que en esto, más que en otros casos, es necesario el consejo de un sacerdote.
Dios solo, porque es el autor de la vida y quien da la fecundi­dad y la esterilidad, puede limi­tar el número de los nacimientos en un hogar en que los esposos hacen uso del matrimonio; los cónyuges no deben hacerlo. Ellos deben tener todos los hijos que Dios quiere que tengan, y no necesariamente todos los hijos que puedan tener; la diferencia es muy importante.
La voluntad de Dios en el do­minio de la procreación se ma­nifiesta a los esposos por todos los acontecimientos de su vida doméstica, que no escapan a la Divina Providencia.
En resumen, según que tal acontecimiento providencial se traduzca por una dificultad de orden médico, eugenésico, eco­nómico o social, los esposos re­conocerán en él la voluntad de Dios sobre ellos; permitiéndoles, en ese caso, y mientras dure, una continencia periódica, compati­ble con la ley de Dios.

4) La continencia periódica practicada sin razón suficiente, o sea, por puro egoísmo y sen­sualidad, deriva de “una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas”.
En efecto, el fin primario del matrimonio es la procreación y educación de los hijos, y el deber de fecundidad tiene una impor­tancia y grandeza capital, tanto para las sociedades religiosa y civil, como para los mismos es­posos.
Es necesario distinguir bien entre ESTADO DE VIDA CON­YUGAL y ACTO CONYUGAL, cada uno con su propia ley.
La esencia del acto conyugal ha sido instituida por el Creador, y el hombre no tiene nunca el derecho, bajo ningún pretexto, de desnaturalizarla o profanarla. Es un deber negativo que obliga “siempre y en cada caso”.
Por el estado de vida conyu­gal los esposos deben contribuir a la perpetuación del género hu­mano. Se trata de un deber posi­tivo que no obliga “siempre y en cada caso”.
Por eso Pío XII dice: “Abrazar el estado matrimonial, usar conti­nuamente de la facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte, substraerse siempre y delibe­radamente sin un grave motivo a su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal. De esta prestación positiva obligato­ria pueden eximir serios motivos, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio”.

Aplicación.

Los esposos que tienen legíti­mos motivos para espaciar o li­mitar los nacimientos pueden, sin ningún pecado, realizar el acto matrimonial exclusivamente en los días infecundos. Ellos están en regla coa la doble ley, la del acto conyugal y la del estado de vida conyugal.
Si los esposos no tienen moti­vos válidos para limitar o espa­ciarlos nacimientos y mantienen relaciones normales, limitándo­se a los días infecundos, ellos están en regla con la ley del acto conyugal, pero no lo están res­pecto de la ley del estado conyugal.
Sobre si esta práctica consti­tuye pecado mortal o pecado venial, no hay uniformidad en­tre los moralistas.
Pío XII dice que “no puede menos de derivar de una falsa apre­ciación de la vida y de motivos extra­ños a las recias normas éticas”; pero no aclara la especie del pecado.
Unos moralistas sostienen que siempre y en todo caso sería únicamente pecado venial, con tal que el acto se realice correcta­mente, sea cual fuere la intención de los cónyuges.
Otros estiman que constitui­ría un pecado mortal.
Dicho pecado no sería contra la castidad (puesto que el acto se realiza correctamente entre legí­timos esposos), sino contra el propio deber de estado y la obli­gación de contribuir al bien co­mún. Sería un pecado contra la justicia legal.

¿Cada acto así realizado sería pecado mortal?

Como en los pecados de in­justicia el más o el menos cambia la especie teológica del acto (transformándole de venial en mortal), en nuestro caso consti­tuiría de suyo materia grave aquella cantidad de nacimientos impedidos que infiera un daño notable al bien común, que que­daría seriamente comprometido sí pudiera realizarse sin culpa grave esa clase de actos. En efec­to, la Iglesia y el Estado tienen derecho de esperar de los espo­sos el fruto que debería seguirse del uso del matrimonio.
Puestos a precisar la cantidad de hijos impedidos que se debe alcanzar para constituir materia grave podemos decir que:

a) si el uso exclusivo del ma­trimonio en los días agenésícos obedece a un propósito delibera­do de evitar perpetuamente la generación de los hijos, sin más razón que el propio egoísmo y sensualidad, por el que se quiere gozar del matrimonio sin acep­tar las cargas inherentes al mis­mo, se comete efectivamente el pecado mortal ya desde el pri­mer acto conyugal realizado con esa intención.

b) cuando se hace uso del matrimonio exclusivamente en los días infecundos sin intención de evitar perpetuamente la ge­neración de la prole, habrá peca­do mortal cuando dos o tres hijos no hayan sido dados a luz como consecuencia de esa práctica.

Conclusión.

Como conducía práctica an­tes de llegar a la continencia pe­riódica, los esposos, además de consultar a un sacerdote, deben interrogarse lealmente delante de Dios: ¿tenemos una razón legítima para evitar un nuevo nacimiento?; ¿estamos seguros de no obrar por debilidad, falta de esfuerzo, egoísmo, comodidad?; ¿estamos en regla con el gran deber de la fecundidad que impone el estado matrimonial?
En todo caso, el uso sistemáti­co de los períodos infecundos supone, para no caer en el he­donismo denunciado por Pío XII, una verdadera generosidad ma­nifestada por una especie de disgusto por no poder procrear prudentemente nuevos hijos.

Apéndice.

¿Qué hacer cuando un nuevo embarazo debe ser absolutamen­te evitado? También a este inte­rrogante respondió magistral-mente Pío XII en su discurso a las obstetras, antes citado. He aquí sus palabras:

“Ahora bien, acaso insistáis, observando que en el ejercicio de vuestra profesión os encontráis a veces ante casos muy delicados en que no es posible exigir que se corra el riesgo de la maternidad, lo cual tiene que ser absotutamente evitado, y en los que, por otra parte, la ob­servancia de tos períodos agenésicos o no. da suficiente seguridad o debe ser descartada por otros motivos. Y entonces preguntáis cómo se puede todavía hablar de un apostolado al servicio de la maternidad. Si, según vuestro seguro y experimentado juicio, las condiciones requieren ab­solutamente un «no»; es decir, la exclusión de la maternidad, sería un error y una injusticia imponer o aconsejar un «sí». Se trata aquí verdaderamente de hechos concretos y, por lo tanto, de una cuestión no teológica, sino médica; ésa es, por lo tanto, competencia vuestra. Pero en tales casos los cónyuges no piden de vosotras una respuesta médica nece­sariamente negativa, sin la aproba­ción de una «técnica» de la actividad conyugal asegurada contra el riesgo de la maternidad. Y he aquí que con esto sois llamadas de nuevo a ejercitar vuestro apostolado en cuanto que no tenéis que dejar ninguna duda sobre que, hasta en estos casos extremos, toda maniobra preventiva y todo atentado directo a la vida y al desa­rrollo del germen está prohibidlo y excluida en conciencia y que sólo un camino permanece abierto: es decir, el de la abstinencia de toda actuación completa de la facultad natural. Aquí vuestro apostolado os obliga a tener un juicio claro y segura y una tranquila firmeza.
“Pero se objetará que tal absti­nencia es imposible, que tal heroís­mo es impracticable. Esta objeción la oiréis vosotras, la leeréis con fre­cuencia hasta por parte de quienes, por deber y por competencia, deberían estar en situación de juzgar de modo muy distinto. Y como prueba se aduce el siguiente argumento: «Na­die está obligado a lo imposible, y ningún legislador razonable se pre­sume que quiera obligar con su ley también a lo imposible. Pero para los cónyuges la abstinencia durante un largo período es imposible. Luego no están obligados a la abstinencia. Le ley divina no puede tener este senti­do».
“De este modo, de premisas par­ciales verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse de ello basta invertir los términos del argumento: «Dios no obliga a lo imposible. Pero Dios obliga a los cónyuges a la abstinencia si su unión no puede ser llevada a cabo según las normas de la Naturaleza. Luego en estos casos la abstinencia es posible». Como confirmación de tal argu­mento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento, que en el capítulo sobre la observancia necesaria y po­sible de los mandamientos, enseña, refiriéndose a un pasaje de San Agustín: «Dios no manda cosas im­posibles, pero cuando manda advier­te que hagas lo que puedes y que pidas lo que no puedes y El ayuda para que puedas»”.

R.P. Juan Carlos Ceriani, tomado de la revista Iesus Christus.