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jueves, 22 de noviembre de 2012

Método para oír con fruto la Santa Misa.




1. Disposiciones generales con que se debe asistir al santo sacrificio de la Misa.

1. Como indicamos ya en la instrucción precedente, fue opinión aprobada y confir­mada por San Gregorio en su cuarto Diálogo, que cuando un sacerdote celebra la Santa Misa bajan del cielo innumerables legiones de Ángeles para asistir al Santo Sacrificio. San Nilo, abad y discípulo de San Juan Cri­sóstomo, enseña que mientras el Santo Doc­tor celebraba los divinos misterios veía una multitud de esos espíritus celestiales rodean­do el altar y asistiendo a los sagrados minis­tros en el desempeño de su tremendo minis­terio. Siendo esto así, he ahí las disposicio­nes más esenciales para asistir con fruto a la Santa Misa. Ve a la iglesia como si fueses al Calvario, y permanece en presencia de los altares como si estuvieses delante del trono de Dios y acompañado de los santos Ánge­les. Considera ahora cuáles deben ser tu mo­destia, tu atención y respeto, si quieres reco­ger de los misterios divinos los frutos y beneficios que Dios se digna conceder a los que asisten a ellos con un exterior devoto y senti­mientos religiosos.

2. Leemos en el Antiguo Testamento, que cuando los israelitas ofrecían sus sacrificios, en los que sólo se inmolaban toros, corderos y otros animales, admiraba el ver la atención, el silencio y veneración con que asistían a aquellas solemnidades. Aunque el número de asistentes fuese inmenso y los ministros y sacrificadores llegasen a setecientos, parecía, sin embargo, que el templo estaba vacío; tan­to era el cuidado con que cada uno procu­raba no hacer el más pequeño ruido. Pues bien; si tanta era la veneración con que se celebraban estos sacrificios que, al fin, no eran más que una sombra y simple figura del nuestro, ¿con qué respeto, con qué devo­ción y religioso silencio no debemos asistir a la celebración de la Santa Misa, en que el Cordero sin mancha, el Verbo Divino se in­mola por nosotros? Muy bien lo comprendía San Ambrosio. Cuando celebraba el Santo Sacrificio, según refiere Cesáreo, y concluido el Evangelio, se volvía al pueblo, y después de haber exhortado a los fieles a un reco­gimiento profundo, les ordenaba que guarda­sen el más riguroso silencio, y así consiguió que no solamente pusiesen un freno a su len­gua, no pronunciando la menor palabra, sino, lo que aún es más admirable, que se abstu­viesen de toser y de moverse con ruido. Es­tas prescripciones se cumplían con exactitud, y por eso todos los que asistían a la Santa Misa sentíanse como embargados de un santo temor y profundamente conmovidos, de manera que conseguían muchos frutos y aumento de gracia.


2. Métodos diferentes para oír la Santa Misa. Primero y segundo

3. El objeto de este opúsculo es instruir, al que quiera leerlo bien, sobre el mérito del santo sacrificio de la Misa, e inclinarlo a abrazar con fervor la práctica de asistir a ella frecuentemente, siguiendo el método que me propongo trazar más adelante. Sin embargo, como hay libros piadosos, difun­didos con gran utilidad entre los fieles, que contienen diversos métodos, muy buenos y provechosos, para oír la Santa Misa, de nin­guna manera trato de violentar el gusto de nadie; por el contrario, a todos dejo en com­pleta libertad para escoger aquél que juzgue más agradable y el más conforme a su capa­cidad y a sus piadosas inclinaciones única­mente me propongo, querido lector, desem­peñar contigo el oficio de Ángel Custodio, su­giriéndote el que pueda serte más provecho­so, es decir, según mi pobre juicio, el que te sea más útil y menos molesto. A este fin pienso reducirlos todos a tres clases o tres métodos en general.

4. El primero consiste en seguir con la mayor atención y con el libro en las manos, todas las acciones del sacerdote, rezando a cada una de ellas la oración vocal corres­pondiente contenida en el libro, de suerte que se pase leyendo todo, el tiempo de la Misa. Si a la lectura se une la meditación de los santos misterios que se celebran sobre el altar, es indudable que se asiste al adora­ble Sacrificio de un modo excelente y además muy provechoso. Pero como esto pide una sujeción excesiva, puesto que es preciso aten­der a las ceremonias que se hacen en el al­tar y dirigir alternativamente la mirada al sacerdote y al libro, para leer en él la oración que corresponde a la parte de la Misa, re­sulta de aquí que es muy trabajoso en la práctica; y aun me inclino a creer que habrá pocos fieles que perseveren mucho tiempo empleando este método, por útil que sea. Es tal la debilidad de nuestro entendimiento, que se distrae fácilmente cuando tiene que atender a la multitud de acciones que el sa­cerdote ejecuta en el altar. A pesar de esto, el que se encuentra bien con este método, y consiga por él su provecho espiritual, puede continuar usándolo con la esperanza de que un trabajo tan penoso le granjeará una mag­nífica recompensa de parte de Dios.

5. El segundo método para asistir con fru­to a la Santa Misa se practica no por medio de la lectura, ni aun durante el tiempo del Sacrificio, sino contemplando con los ojos de la fe a Jesucristo clavado en la cruz, a fin de recoger en una dulcísima contemplación los frutos preciosos que caen de ese árbol de vida. Se emplea, pues, todo el tiempo de la Santa Misa en un profundo recogimiento in­terior, ocupándose en considerar espiritual­mente los divinos misterios de la Pasión y muerte del Salvador, que no solamente se re­presentan, sino que también se reproducen místicamente sobre el altar. Los que siguen este método es indudable que, si tienen cui­dado de conservar unidas a Dios las poten­cias de su alma, lograrán ejercitarse en actos de fe, esperanza, caridad y de todas las vir­tudes. Esta manera de oír Misa es más per­fecta que la primera, y al mismo tiempo más dulce y más suave, según lo experimentó un santo religioso lego, el cual acostumbraba decir que oyendo Misa no leía más que tres letras. La primera era negra, a saber, sus pecados, cuya consideración le inspiraba afec­tos de dolor y arrepentimiento, y éste era el punto de su meditación desde el principio de la Misa hasta el Ofertorio. La segunda era encarnada, a saber, la Pasión del Salva­dor, meditándola desde el Ofertorio hasta la Comunión, sobre la preciosísima Sangre que Jesús derramó por nosotros y la muerte cruel que sufrió en el Calvario. La tercera letra era blanca, a saber, la Comunión espiri­tual, que jamás omitía en el momento que comulgaba el sacerdote, uniéndose de todo corazón a Jesús, oculto bajo las especies sa­cramentales; después de lo cual permanecía abismado en su Dios y en la consideración de la gloria, que esperaba como fruto de este Divino Sacrificio. Este pobre religioso, a pe­sar de no tener instrucción, oía la Misa de una manera muy perfecta, y yo quisiera que todos aprendiesen en su escuela una ciencia tan profunda.


3. Tercer método de oír la Santa Misa.

6. El tercer método para asistir con fruto al santo sacrificio de la Misa tiene la preferencia sobre los anteriores. No exige lectura de un gran número de oraciones vocales como el primero, ni requiere un espíritu contemplativo como se necesita para seguir el segundo. Sin embargo, si bien se considera, es el más conforme al espíritu de la Iglesia, cuyos deseos son que los fieles estén unidos a los sentimientos del sacerdote. Éste debe ofrecer el Sacrificio por los cuatro fines indicados en la instrucción precedente (n° 8), por cuanto éste es el medio más eficaz de cumplir con las cuatro obligaciones que tenemos contraídas con Dios. Por consiguiente, y puesto que cuando asistes a la Misa desempeñas en cierta manera las funciones de sacerdote, debes dedicarte del mejor modo posible a la consideración de los cuatro fines indicados, lo cual te será muy fácil por medio de los cuatro ofrecimientos que voy a presentarte.
He aquí el método reducido a la práctica. Toma este pequeño libro hasta aprender de memoria estos ofrecimientos, o a lo menos hasta penetrarte bien de su sentido, pues no se necesita sujetarse a las palabras. Lue­go que comience la Misa y cuando el sacer­dote, humillándose en las gradas del altar, rece el Confiteor, haz un breve examen de tus pecados, excítate a un acto de verdadera contrición, pidiendo humildemente al Señor que te perdone, e implora los auxilios del Espíritu Santo y la protección de la Virgen Santísima para oír la Misa con todo el res­peto y devoción posible. En seguida, y para cumplir sucesivamente con las cuatro impor­tantísimas obligaciones de que te he habla­do, divide la Misa en cuatro partes, lo que podrás hacer del modo siguiente:

7. En la primera parte, desde el principio hasta el Evangelio, satisfarás la primera deu­da, que consiste en adorar y alabar la majes­tad de Dios, que es infinitamente digna de honores y alabanzas. Para esto humíllate profundamente con Jesucristo, abísmate en la consideración de tu nada, confiesa sincera­mente que nada eres delante de aquella in­mensa Majestad, y humillado con alma y cuerpo (pues en la Misa debe guardarse la postura más respetuosa y modesta), dile:

“¡Oh Dios mío! yo os adoro y reconozco por mi Señor y dueño de mi alma y vida: yo protesto que todo lo que soy y cuanto tengo lo debo a vuestra infinita bondad. Bien sé que vuestra soberana Majestad merece un honor y homenajes infinitos; pero yo soy un pobrecillo impotente para pagar esta inmen­sa deuda, por tanto os presento las humilla­ciones y homenajes que el mismo Jesús os ofrece sobre este altar.
“Yo quiero hacer lo mismo que hace Jesús: yo me abato con Jesús, y con Jesús me hu­millo delante de vuestra suprema Majestad. Yo os adoro con las mismas humillaciones de mi Salvador. Yo me regocijo y me feli­cito de que mi Divino Jesús os tribute por mí honores y homenajes infinitos”.

Aquí cierra el libro, y continúa excitándote interiormente a iguales actos. Regocíjate de que Dios sea honrado infinitamente, y en algún intermedio repite una y muchas veces estas palabras:

“Sí, Dios mío, inefable es mi gozo por el honor infinito que vuestra Divina Majestad recibe 'de este augusto Sacrificio. Me com­plazco y alegro cuanto sé y cuanto puedo”.

No te empeñes con afán en repetir a la le­tra estas mismas palabras: emplea libremen­te las que tu piedad te sugiera. Sobre todo procura conservarte en un profundo recogi­miento y muy unido a Dios. ¡Ah! ¡qué bien satisfarás a Dios de esta manera tu primera deuda!
8. Satisfarás la segunda desde el Evange­lio hasta la elevación de la Sagrada Hostia, y dirigiendo una mirada a tus pecados, y considerando la inmensa deuda que has con­traído con la divina Justicia, dile con un co­razón profundamente humillado:

“He ahí, Dios mío, a este traidor que tantas veces se ha rebelado contra Vos. ¡Ah! Penetrado de dolor, yo abomino y detesto con todo mi corazón todos los gravísimos peca­dos que he cometido. Yo os presento en su expiación la satisfacción infinita que Jesu­cristo os da sobre el altar. Os ofrezco todos los méritos de Jesús, la sangre de Jesús y al mismo Jesús, Dios `y hombre verdadero, quien en calidad de víctima, se digna todavía renovar su sacrificio en mi favor. Y puesto que mi Jesús se constituye sobre ese altar mi abogado y mediador, y que por su pre­ciosísima Sangre os pide gracia para mí, yo uno mi voz a la de esta Sangre adorable, e imploro el perdón dé todos mis pecados. La sangre de Jesús está gritando misericor­dia, y misericordia os pide mi corazón arre­pentido. ¡Oh Dios de mi corazón! Si no os enternecen mis lágrimas, dejaos ablandar por los tiernos gemidos de mi Jesús. Él alcanzó en la cruz gracia para todo el humano linaje, ¿y no la obtendrá para mí desde ese altar? Sí, sí; yo espero que por los méritos de su Sangre preciosa me perdonaréis todas mis iniquidades, y me concederéis vuestra gracia para llorarlas hasta el último suspiro de mi vida”.

Enseguida, y habiendo cerrado el libro, re­pite estos actos con una viva y profunda contrición. Da rienda suelta a los afectos de tu alma, y sin articular palabra, dirás a Jesús de lo íntimo de tu corazón:

“¡Mi muy amado Jesús! Dadme las lágri­mas de San Pedro, la contrición de la Mag­dalena y el dolor de todos los Santos, que de pecadores se convirtieron en fervorosos penitentes, a fin de que, por los méritos del Santo Sacrificio, alcance el completo perdón de todos mis pecados”.

Reitera estos mismos actos en un perfecto recogimiento, y vive seguro de que así satis­farás completamente todas las deudas que por tus pecados hubieres contraído con Dios.

9. En la tercera parte, es decir, desde la elevación del cáliz hasta la Comunión, con­sidera los innumerables beneficios de que has sido colmado. En cambio, ofrece al Se­ñor una víctima de precio infinito, a saber: el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Convida también a los Ángeles y Santos a dar gracias a Dios por ti, diciendo estas o parecidas pa­labras:

“Vedme aquí, Dios de mi corazón, cargado con el enorme peso de una inmensa deuda de gratitud y reconocimiento a todos los be­neficios generales y particulares de que me habéis colmado, y de los que estáis dispuesto a concederme en el tiempo y en la eterni­dad. Confieso que vuestras misericordias para conmigo han sido y son infinitas; sin embargo, estoy pronto a pagaros hasta el último óbolo. En satisfacción de todo lo que os debo, os presento por las manos del sacer­dote la Sangre divina, el cuerpo adorable y la víctima inocente que está colocada sobre este altar. Esta ofrenda basta (seguro estoy de ello) para recompensar todos los dones que me habéis concedido; siendo como es de un precio infinito, vale ella sola por todos los que he recibido y puedo recibir de Vos.
“Ángeles del Señor, y vosotros, dichosos moradores del cielo, ayudadme a dar gracias a mi Dios, y ofrecedle en agradecimiento por tantos beneficios, no solamente esta Misa a que tengo la dicha de asistir, sino también todas las que en este momento se celebran en todo el mundo, a fin de que por este me­dio satisfaga yo a su ardiente caridad por todas las mercedes que me ha hecho, así como por las que está dispuesto a conce­derme ahora y por los siglos de los siglos. Amén”.

¡Con qué dulce complacencia recibirá este Dios de bondad el testimonio de un agrade­cimiento tan afectuoso! ¡Cuán satisfecho quedará de esta ofrenda que, siendo de un precio infinito, vale más que todo el mundo! A fin, pues, de excitar más y más en tu co­razón estos piadosos sentimientos, convida a toda la corte celestial a dar gracias a Dios en tu nombre. Invoca a todos los Santos a quienes tienes particular devoción, y con toda la efusión de tu alma dirígeles la siguiente plegaria:

“¡0h gloriosos bienaventurados e interce­sores míos cerca del trono de Dios! Dad gra­cias por mí a su infinita bondad, para que no tenga la desventura de vivir y morir sien­do ingrato. Suplicadle se digne aceptar mi buena voluntad, y tener en consideración las acciones de gracias, llenas de amor, que mi adorable Jesús le tributa por mí en ese au­gusto Sacrificio”.

No te contentes con manifestar una sola vez estos sentimientos: repítelos a intervalos, en la firme seguridad de que por este medio satisfarán plenamente tan inmensa deuda. A este fin harás muy bien en rezar todos los días algún Acto de ofrecimiento, para ofrecer a Dios en acción de gracias, no solamente todas tus acciones, sino también las Misas que se celebran en todo el mundo.

10. En la cuarta parte, desde la Comunión hasta el fin, mientras que el sacerdote co­mulga sacramentalmente, harás la Comunión espiritual de la manera que te explicaré al terminar este capítulo. Dirige en seguida tus miradas a Dios Nuestro Señor que está den­tro de ti, y anímate a pedir muchas gracias. Desde el momento en que Jesús se une a ti, Él es quien ruega y suplica por ti. Ensan­cha, pues, el corazón, y no te limites a pedir solamente algunos favores: pide muchas, mu­chísimas gracias, porque el ofrecimiento de su Divino Hijo, que acabas de hacerle, es de un precio infinito. Por consiguiente, dile con la más profunda humildad:

“¡Oh Dios de mi alma! Me reconozco in­digno de vuestros favores: lo confieso sin­ceramente, así como también que no merezco el que me escuchéis, atendida la multitud y enormidad de mis faltas. Pero, ¿podréis re­chazar la súplica que vuestro adorable Hijo os dirige por mí sobre ese altar, en que os ofrece por mí su Sangre y su vida? ¡Oh Dios de infinito amor! Aceptad los ruegos del que aboga en favor mío cerca de vuestra Divina Majestad!; y en atención a sus mé­ritos concededme todas las gracias que sa­béis necesito para llevar a feliz término el negocio importantísimo de mi eterna salva­ción. Ahora más que nunca me atrevo a im­plorar de vuestra infinita misericordia el perdón de todos mis pecados y la gracia de la perseverancia final. Además, y apoyándome siempre en las súplicas que os dirige mi ama­do Jesús, os pido por mí mismo, ¡oh Dios de bondad infinita! todas las virtudes en gra­do heroico, y los auxilios más eficaces para llegar a ser verdaderamente santo. Os pido también la conversión de los infieles, de los pecadores, y en particular de aquéllos a quie­nes estoy unido por los lazos de la sangre, o de relación espiritual. Imploro además la libertad, no de una sola alma, sino la de to­das las que en este momento están detenidas en la cárcel del purgatorio. Dignaos, Señor, concedérsela a todas, y haced quede vacío ese lugar de dolorosa expiación. En fin, oja­lá que la eficacia de este Divino Sacrificio convirtiera este mundo miserable en un pa­raíso de delicias para vuestro Corazón, donde fueseis amado, honrado y glorificado por to­dos los hombres en el tiempo, para que todos fuésemos admitidos a bendeciros y alabaros en la eternidad. Así sea”.

Pide sin temor, pide para ti, para tus ami­gos, parientes y demás personas queridas. Implora la asistencia de Dios en todas tus necesidades espirituales y temporales. Ruega también por las de la Santa Iglesia, y pide al Señor que se digne librarla de los males que la afligen y concederle la plenitud de todos los bienes. Sobre todo no ores con tibieza, sino con la mayor confianza; y está seguro de que tus súplicas, unidas a las de Jesús, serán escuchadas.
Concluida la Misa practica el siguiente acto de acción de gracias, diciendo: “Os damos gracias por todos vuestros beneficios, oh Dios todopoderoso, que vivís y reináis por los siglos de los siglos. Así sea”.
Saldrás de la iglesia con el corazón tan enternecido como si bajases del Calvario. Dime ahora: si hubieras asistido de esta manera a todas las Misas que has oído hasta hoy, ¡con qué tesoros de gracias habrías en­riquecido tu alma! ¡Ah! ¡Cuánto has per­dido asistiendo a este augusto Sacrificio con tan poca religiosidad, dirigiendo tus miradas acá y allá, ocupado en ver quiénes entraban y salían, murmurando algunas veces, quedán­dote dormido, o cuando más, balbuceando algunas oraciones sin atención ni recogimien­to! Si quieres, pues, oír con fruto la Santa Misa, toma desde este momento la firme re­solución de servirte de este método, que es muy agradable, y que está todo él reducido a satisfacer las cuatro enormes deudas que tenemos contraídas con Dios. Persuádete fir­memente de que en poco tiempo adquirirás inmensos tesoros de gracias y méritos, y de que jamás te asaltará la tentación de decir: Una Misa más o menos ¿qué importa?

San Leonardo de Porto-Mauritzio, tomado de su obra “El tesoro escondido de la Santa Misa”.