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martes, 8 de enero de 2013

El combate contra los errores dentro de la Iglesia.




“Los progresos de las ciencias, intentan sustraerse a la dirección del magisterio sagrado, y por ese motivo se encuentran en peligro de apartarse insensible­mente de la verdad revelada y de hacer caer a otros consigo en el error” (A. A. S., 42, pág. 564).

Este es el origen natural de los errores y de las crisis de que nos ocupamos. Importa, sin embargo, considerar no sólo las deficiencias de la naturaleza caída, sino también la acción del demonio.
A éste fué dado hasta el fin de los siglos el poder de tentar a los hombres en todas las virtudes y, por consiguiente, también en la virtud de la Fe, que es el propio fundamento de la vida sobrenatural. Así, es claro que hasta la consumación de los siglos la Iglesia está expuesta a los internos brotes del espí­ritu de la herejía, y no hay progreso que la inmu­nice de modo definitivo contra este mal.
Cuánto se empeña el demonio en provocar tales crisis, superfluo es demostrarlo.
Así, el aliado que él consigue implantar dentro de las huestes fieles, es su más precioso instrumento de combate. La experiencia de nuestros días nos en­seña que la quinta columna supera en eficacia a los más terribles armamentos. Formado en los medios católicos el tumor revolucionario, las fuerzas se divi­den, las energías que debían ser empleadas entera­mente en la lucha contra el enemigo exterior, se gastan en las discusiones entre hermanos. Y si, para evitar tales discusiones, los buenos cesan en la oposi­ción, mayor es el triunfo del infierno, que puede, en el interior mismo de la ciudad de Dios, implantar su estandarte y desenvolver rápida y fácilmente sus conquistas. Si el infierno dejase de intentar en cierta época maniobra tan lucrativa, sería el caso de decir que esa época el demonio habría dejado de existir. Este es el doble origen natural y preterna­tural de las crisis internas de la Iglesia.
Corno veis, estas dos causas son perpetuas y per­petuo será su efecto. En otros términos, la Iglesia tendrá que sufrir siempre la embestida interna del espíritu de las tinieblas. Para esclarecimiento de vuestro apostolado, importa recordar las tácticas que él adopta. A fin de que su acción se conserve oculta, la hace disfrazada. El embuste es la regla fundamental de quien obra a ocultas en el campo del adversario. El demonio sopla, pues, para llegar a su fin, un espíritu de confusión que seduce a las almas y las lleva a profesar el error, hábilmente disi­mulado con apariencias de verdad.
No creáis que en esta lucha el adversario lanzará sentencias claramente contrarias a las verdades ya definidas.
Sólo lo hará cuando se juzgue enteramente señor del terreno. Las más de las veces hará “pulular o germinar errores ocultos bajo una apariencia de verdad... con una terminología pretenciosa y oscu­ra” (Carta de la Sagrada Congregación de Seminarios al Episcopado Brasileño, A. A. S. 42, p. 839).
Y la manera de extender este brote de errores, será velada e insidiosa. El Santo Padre Pío XII, la des­cribe así:

“Estas nuevas opiniones, ya nazcan de un repro­bable afán de novedad, ya de una causa laudable, no son propuestas siempre en el mismo grado, con igual claridad y con las mismas palabras, ni siempre con un consentimiento unánime de sus autores; en efecto, lo mismo que hoy es enseñado por algunos más encu­biertamente y con ciertas cautelas y distinciones, mañana será propuesto por otros más audaces con claridad y sin moderación, no sin escándalo de mu­chos, principalmente del clero joven, ni sin detri­mento de la autoridad eclesiástica. Y si se suele obrar con más prudencia en los libros impresos para el público, se habla ya con mayor libertad en los opúsculos privadamente distribuidos, en las lecciones y en los círculos de estudio. Tales opiniones no se divulgan solamente entre los miembros del clero secular y regular en los seminarios y en los institutos religiosos, sino aun entre los seglares, especialmente entre los que se dedican a la educación e instrucción de la juventud”. (Enc. “Humani Generis”, A. A. S. 42, pág. 565.)

Así, pues, no os debéis asustar si algunas veces fueseis de los pocos en distinguir el error en propo­siciones que a muchos parecerán claras y ortodoxas o, por lo menos, confusas, pero susceptibles de buena interpretación. O, si os encontraseis en ciertos ambientes donde las medias tintas sean hábilmente dispuestas para que se difunda el error, pero se dificulte el combate.
La táctica del adversario fué calculada precisa­mente para colocar en esta posición embarazosa a los que se le opusiesen. Con esto, él atraerá a veces contra vosotros hasta la antipatía de personas que no tienen la menor intención de favorecer el mal. Os tacharán de visionarios, de fanáticos, tal vez de calumniadores. Eso fué precisamente lo que dijeron en Francia contra San Pío X los acérrimos segui­dores del “Sillón” y de Marc Sangnier.
¿Por miedo a estas críticas retrocederéis delante del adversario? ¿Dejaréis abiertas las puertas de la ciudad de Dios?
Por cierto, debéis evitar con cuidado delante de Dios cualquier exageración, cualquier precipitación y cualquier juicio infundado. Pero igualmente debéis gritar, siempre que el adversario, vestido de piel de oveja, se presente delante de vosotros, sin cederle una pulgada de terreno por miedo a que él os impute excesos de los que vuestra conciencia no os acusa.
Obrando así obedeceréis a las expresas normas del Santo Padre.
En todos los documentos que ha publicado relativos a este asunto, el Romano Pontífice gloriosamente reinante viene recomendando a los Obispos y a los Sacerdotes de todo el orbe, que instruyan diligente­mente a los fieles para que no se dejen engañar por los errores que ocultamente circulan entre ellos. La Instrucción deseada por el Santo Padre ha de ser preventiva y represiva.
No juzgue un sacerdote en cuya parroquia el error parezca que no ha penetrado, que está dispensado de trabajar. Dado el engaño en que se desenvuelven estos errores, teniendo en cuenta los procesos de difusión, a veces casi impalpables, de que se sirven sus autores, pocos son los párrocos que pueden tener la certeza de que todas sus ovejas están inmunizadas. Además, el buen Pastor no se contenta con remediar, sino que está gravemente obligado a prevenir.
No seamos como el hombre de quien nos habla el Evangelio, el cual dormía mientras el enemigo sembraba la cizaña en medio de su trigo. La simple obligación de prevenir justificaría los esfuerzos que empleéis en este sentido.
Los errores de que nos ocupamos tal vez tendrán mayor intensidad en un país que en otro; sin embar­go, su difusión en el orbe católico, es bastante grande para que el Santo Padre se haya cuidado de ellos en documentos dirigidos, no a esta o aquella nación, sino a los Obispos de todo el mundo.
Pues vivimos hoy en un mundo sin fronteras en el cual el pensamiento se extiende veloz por la prensa, y, sobre todo, por la radio, hasta los últimos extremos de la tierra. Una sentencia falsa que se ha sostenido, por ejemplo, en París, puede en el mismo día ser oída y captada en los centros más distantes de Australia, de India o de Brasil. Y si algún lugar pequeño hay, en el cual la mucha igno­rancia o el grande atraso opone obstáculos a la penetración de cualquier pensamiento falso o verda­dero, nadie podrá incluir en este caso a los centros más poblados de nuestra amadísima Diócesis, al frente de los cuales se halla nuestra ciudad episcopal, ilustre en todo el Brasil por el valor cultural de sus hijos, por la influencia decisiva que siempre se glorió de ejercer en el escenario político nacional.

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Ahora, una palabra sobre el método que adopta­mos. En su carta al Episcopado Brasileño la Sagrada Congregación de Seminarios habló de una plaga de errores; y como, en efecto, son muy numerosos, una explanación y censura en forma discursiva de los principales sería excesivamente larga. Preferimos, pues, la forma esquemática. Y así elaboramos un pequeño catecismo de las verdades más amenazadas, acompañada cada cual del error opuesto, y de un rápido comentario. Por mera conveniencia de expo­sición, hacemos anteceder la sentencia falsa a la verdadera, pero vuestro esfuerzo en denunciar el error debe llevar a cada fiel al conocimiento exacto de la verdadera enseñanza de la Iglesia.
Sólo así habremos hecho una obra positiva y durable.

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Una observación final acerca del medio en que vienen enunciadas en el Catecismo las sentencias falsas o peligrosas. Procuramos exponerlas con la mayor fidelidad, sin quitarles las apariencias y hasta las partes de verdad que encierran. Sólo así sería útil el Catecismo, porque sólo así se dan a conocer los modos de decir en que el error suele ocultarse y las apariencias con que procura atraer las simpatías de los buenos.  Pues lo más importante en esta materia, no consiste en probar que cierta sentencia es mala sino que cierta doctrina falsa está contenida en ésta o en aquélla fórmula de apariencia inofensiva hasta simpática. Por esto también, repetimos diversas fórmulas más o menos equivalentes.
Es que tratamos de atraer vuestra atención hacia algunas fórmulas en que el mismo error puede ocultarse. No siempre incluimos entre las proposiciones meras tesis doctrinales. Encontraréis también, for­muladas en proposiciones, maneras de obrar directamente provenientes de la falsa doctrina.
Como es fácil ver, tuvimos la preocupación de seguir el consejo del Apóstol: “Probad todas las cosas y conservad lo que es bueno” (Tess. I. 5, 21).
Por esto, en las refutaciones deseamos señalar en toda su extensión la parte de verdad que las tenden­cias impugnadas tienen. Es que la Iglesia es Maestra paciente y prudente, que condena con pesar y que considera patrimonio suyo cualquier verdad, donde­quiera que se encuentre. Conviene acentuar este punto. Las verdades aquí recordadas no son patri­monio, ni son propiedad de ninguna persona, grupo o corriente.
La ortodoxia es un tesoro de la Iglesia, del cual todos deben participar y del cual ninguno tiene el monopolio; por esto nuestros amados cooperadores, al difundir las enseñanzas que aquí se encuentran preséntenlas siempre como son en realidad: fruto maduro y exclusivo de la sabiduría de la Santa Iglesia.
No es difícil observar que estos errores en su mayor parte manifiestan en términos que parecen correctos, doctrinas que alcanzaron la mayor influen­cia en el mundo actual y que constituyen los rasgos típicos del neopaganismo moderno: el evolucionismo panteísta, el naturalismo, el laicismo, el igualitarismo.

Mons. De Castro Mayer, Problemas del apostolado moderno. Carta pastoral con un compendio de verdades oportunas que se oponen a los errores contemporáneos”, 1959.