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sábado, 16 de febrero de 2013

Ante una renuncia que nos duele.



El riesgo de lo demasiado humano    

Si en la historia de la Iglesia han existido casos de pontífices abdicantes -algunos de ellos, incluso, formalmente elevados a los altares, sin que la tal dimisión, al parecer, resultara obstáculo-; y si el mismo Derecho Canónico prevé la posibilidad de tan excepcional resolución, lo primero que con cierta simplicidad podría decirse es que la Iglesia seguirá su curso bajo un nuevo Papa, próximo a elegirse; y que nosotros, los fieles de a pie, continuaremos aportando lo nuestro hasta que Dios nos llame. No habría lugar para la aflicción o el enojo.
Pero no estamos seguros de que corresponda tanta simpleza de análisis. Por lo pronto, por el texto mismo en que Benedicto explica su actitud. Nos duele como propio el abatimiento que confiesa. Sangra nuestra misma herida al saberlo preso de la infirmitas. Desvélanos el mismo insomnio ante la encrucijada y la peripecia, y nos admira que aún así, ofrezca sus últimas fuerzas para servir a la Iglesia con la oración y la clausura. Pero todo esto es demasiado humano, y si se nos permite la franqueza, podría resultar más cálculo que pálpito, más desconfianza en la fragilidad de los años que abandono confiado a la Divina Providencia. Tal vez, incluso, podría resultar demasiado común y corriente para tratarse del Vicario de Cristo. O excesivamente ordinario para quien sabe que la silla petrina antes tiene la forma de una cruz testa al piso que la de una mecedora. Importa nada lo que piense el mundo, pero importa todo no pensar u obrar como el mundo.
Acaso por esta distinción que enunciamos se explique que dos voceros de la nadería progresista pudieron traducir a términos inequívocamente modernos y mundanos cuanto ocurre. Mejía, hablando de stress; y Bergoglio celebrando el “gesto revolucionario”, ante quienes, hasta ahora, lo acusaban de conservador a Benedicto XVI. Si el uno psicologiza y el otro ideologiza lo sucedido, no es únicamente por las sendas y burdas deformaciones doctrinales que padecen, sino por la naturaleza misma del hecho que, como decimos, trasunta una cierta perspectiva demasiado humana. Es un trono bendito el que se está abandonando. No puede ser considerado como una jubilación por invalidez. Tampoco como quien declara clausa una oficina el último día hábil de mes, en el horario de cierre, tras una despedida con aplausos y emociones a granel.

Extraños encomios a la debilidad

El segundo factor que conspira contra la llaneza del análisis es la larga serie de conjeturas que se han echado al ruedo, sin que puedan ser sofrenadas con alguna prueba contundente en sentido contrario. Diríase que a dos campos se acomodan las tales hipótesis.
En uno surge la inevitable posibilidad de una oscura maquinación palaciega que haya forzado la dimisión. Sobran las razones para pensarlo, pues en todos estos años los sectores progresistas no han hecho otra cosa más que pedirle al Papa la caducidad de su mandato. El tenebroso manifiesto de Hans Küng y los suyos, lanzado formalmente hacia el 2010, ha visto sus cláusulas cumplidas con esta penosa noticia anunciada en la festividad de la Virgen de Lourdes. ¿Era inevitable entregarles tamaño trofeo al coro enorme de tránsfugas que no cesan de festejar lo acontecido? ¿No había, no hay, entre la grey y los egregios, fuerzas suficientes para evitar el atropello? ¿No se supone, por sobre todo, que el heredero de Cefas, el fiel y rudo Pescador de Galilea, debe conducir la Barca tanto más cuanto las tempestades del mundo lo sacuden “por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”, como reza el mismo y doliente texto del desistimiento?
¿Coopera a contrarrestar este “eclipse del sentido de lo sagrado”, y estas divisiones “que desfiguran el rostro de la Iglesia y ponen en peligro su unidad”, males ambos de los que habló el pasado Miércoles de Ceniza, el que se presente el mismo Santo Padre eclipsado o doblegado por los achaques de un tiempo convulso y de una ancianidad avanzada? ¿Guarda congruencia tamaño reconocimiento, con lo dicho dos años atrás a Peter Seewald, cuando desde las páginas de la obra Luz del mundo sostuvo que “no se puede escapar en el momento de peligro y decir: que se ocupe otro? ¿Hay acaso peligro mayor que constatar el eclipse del sentido de lo sagrado?
Se equivocan quienes deifican al Papa -quienquiera sea- o quienes lo suponen nimbado de los atributos de los antiguos titanes. Se equivocan además quienes lo conciben al modo de un soberano hiératico, cuyo ánimo sería tan inconmovible y rígido como ciertos barrocos oropeles. Y rechazo grande sentimos por cuantos reclaman duro calvario al Pontífice desde el carnaval en que habitan. Los corajudos en pellejo ajeno nunca sirvieron de mucho. Pero vaya si yerran cuantos lo pretenden o justifican como al uomo qualunque, desvinculando su persona, necesariamente frágil, al igual que la de todos nosotros, de la misión que le cabe, necesariamente férrea y acerada, como la de ninguno de nosotros. Por algo decía el monje San Norberto de Magdeburgo, que “la silla de Pedro exige la conducta de Pedro”. El Papa no tiene dos naturalezas, como Aquél de quien es vicario. Pero tal vicaría, libremente aceptada, lo obliga al heroísmo. Al heroísmo cristiano, entiéndase; no al del Olimpo o el Walhalla. A un heroísmo que no busca el protagonismo o el resplandor personal, pero sí el de la Divina Persona, cuyos nudos le tocó atar y desatar en la tierra. No somos niños para ilusionarnos con  un pontífice repartiendo tiarazos al galope. Pero dado que no la calma sino la tempestad arrecia -intensa y dañina, como pocas veces- tampoco puede ser lo más aconsejable andar desmontando la cabalgadura.
Desconcierta un poco, en consecuencia, este elogio de la debilidad o de la rendición que algunos plantean. No nos resulta posible imaginar a un Cristo que se pone tres caídas como plazo máximo para subir al Gólgota. Y si amamos estremecidos aquellas desplomaduras gloriosas, es porque de todas ellas, el Caído, recuperó la vertical del cielo. Ha sido el Padre Diego de Jesús, en su notable libro Mito, plegaria y misterio, el que nos recordó un texto de Lewis, según el cual, “Dios es más que un dios; no menos”. Y comentándolo acota: “el majestuoso Logos eterno, al ingresar a nuestro opaco mundo fáctico, lo hace sin dejar colgada su divinidad en el perchero del zaguán trinitario”. Los intérpretes de esta renuncia petrina como el triunfo de la relativización del Pontificado, de la kénosis del vicario para que sólo quede la guía de Jesús, parecería que quieren dejar colgada la irrepetible y singularísima y exigente majestad de la vicaría en algún perchero sin brillo de los despachos vaticanos.

Lo estratégico por encima de lo sobrenatural

En el otro campo se mueven las conjeturas de quienes ven tras la renuncia una cuidada  estrategia  ajedrecística para asegurar la continuidad de “la misma línea”, pero en manos de un joven y vigoroso timonel. Estamos escuchando demasiado esta especie, con tanto desagrado como la de los apologistas de la responsabilidad petrina reducida no más que a la de ese hombre que cruza la calle, del que hablara Merleau Ponty.
Haría falta la capacidad y la ciencia de Malachi Martin para descifrar esta segunda clave de la renuncia pontificia. Y aunque las novelas del célebre irlandés poseen entramados auténticos y veraces, aquí la crasa realidad sobrepuja cualquier legítima figura literaria. A fe nuestra hemos de sostener que no vemos en la personalidad del Papa Benedicto XVI ningún rasgo dominante que lo acerque al perfil de un diestro maniobrador de poderes. Antes bien, sus fragilidades y defectos, con repercusiones incluso en el delicado terreno de la integridad doctrinal, más resultan ser la consecuencia de una inhabilidad para el gobierno, que de una destreza para hacerse continuar. Se lo ve tan honorablemente ajeno a la problemática del poder, diría Guardini, como puede estarlo un hombre de contemplación y de seriedad en el estudio.
Pero aún así, y si fuera cierta esta maniobra sucesoria tramada con un puñado de seguidores, el Santo Padre no puede ignorar que su retiro desata entonces algunos de los demonios de la democratización de la Iglesia, convirtiendo un sitial tradicionalmente monárquico en un puesto sujeto al voto arreglado. Una especie de fraude patriótico, reemplazando los atrios de Balvanera o Pompeya por los corrillos de Roma, de donde nunca se dijo que el humo de Satán se retirara. No queremos que suba Pío XIII por haber ganado las internas, tras estudiada táctica de Ratzinger. Queremos que El Espíritu Santo impere, sane, salve y vivifique.
Algunos entendidos, que no es nuestro caso, han hecho notar que uno es el poder del orden y otro el poder de jurisdicción; y que si el ordinis potestas fuera indeleble, y por tanto inabdicable, como todo lo indica, tendríamos, tras el próximo cónclave, el caso potencialmente anómalo de un doble pontificado virtual. Si el sucesor de Benedicto lo hereda espiritualmente, será una cosa. Si lo contraría, la bicefalidad se hará notoria, siquiera por tácito contraste. Otra vez los interrogantes nos asaltan: ¿Era necesario, en medio de tamaña crisis eclesial, como pocas veces grave y confusa, someter a la Esposa y a sus hijos a tamaño estremecimiento? ¿O es que el verdadero nombre de la crisis -y ahora se nos revela- es el estremecimiento de la Esposa, que no puede evitar siquiera su Pastor Universal? ¿O es que el otro nombre de la crisis, no menos intranquilizante, es que, a fuer de habituamiento, los bautizados crean que ella no existe y que sólo es un exageración de algunos tradicionalistas?

No ha dicho aún las últimas palabras

Conocido y útil es el principio que nos dice: interius non iudicat Ecclesia. Nadie sino Dios puede saber y pesar con justicia lo que acontece en el alma atribulada del Cardenal Ratzinger. Que se bajó de la Cruz, no podría decirse sin liviandad manifiesta. Su cuerpo y su alma, hace largo tiempo, que semejan la convexidad y la concavidad del Leño. Pero que la llevó hasta el final, tampoco podríamos decirlo; entre otras cosas, porque aún no ha sucedido ese final.
En efecto, mientras trazamos estas líneas, el Papa sigue hablando como tal; y parece querer decirnos cosas que antes no había dicho. El 14 de febrero, en el Aula Paulo VI, improvisó una jugosísima charla ante el clero de Roma, cuyo núcleo central fue el Concilio Vaticano II. Daría la misma para un análisis aparte, si estuviéramos en condiciones de hacerlo. Porque, por un lado, describió y ratificó su entusiasmo puesto desde el principio en aquella discutida asamblea. Entusiasmo provocado por objetables razones, digamos de paso. Por otro, desenmascaró valientemente la  maniobra periodística iniciada conjuntamente con el Concilio para desnaturalizarlo y tergiversarlo, hasta el punto de que “el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real”. Pero a modo de corolario, selló sus palabras diciendo: Me parece que después de cincuenta años, vemos cómo este Concilio virtual se rompe, se pierde y aparece el Concilio auténtico, con toda su fuerza espiritual”.
Es difícil ver los bienes que se han seguido de esta supuesta irrupción del Concilio auténtico, cuando es el mismo Papa el que se despide retratando con agobio que la cizaña ocupa mayor lugar que el trigo dentro de la Iglesia. Y cuando con una lucidez llamativa reconoce ésto, que no debemos perder de vista como objeto de reflexión: “En retrospectiva, creo que fue muy bueno comenzar por la liturgia [en el Concilio]. Así se mostraba la primacía de Dios, la primacía de la adoración [...]. Luego estaban los principios: la inteligibilidad, para no estar encerrados en un idioma que no se conoce y no se habla; y la participación activa. Por desgracia, estos principios a veces se malinterpretaron. La inteligibilidad no quiere decir trivialidad, ya que los grandes textos de la liturgia -aún cuando estén, gracias a Dios, en la lengua materna- no son fácilmente inteligibles; necesitan una formación permanente del cristiano para que crezca y entre más profundamente en el misterio, y así pueda entender”.
Si el sucesor recoge este breve programa: no al falso participacionismo litúrgico y a la trivialización de la inteligibilidad mistérica, no será en balde su legado. Pero si esto se pensó desde siempre, ¿por qué no se fue más categórico para impedir el conjunto de “calamidades, problemas y miserias”, como llama el mismo Santo Padre en su coloquio, a los efectos de ese predominio del “Concilio virtual”? ¿Por qué no se tiene en cuenta la posibilidad de que tales males no hayan sido sólo ni principalmente causados por los medios distorsionadores, sino por algunos de los mismos padres conciliares y del apartamiento de la ortodoxia?


Te acordarás del Viento ingobernable

Lo que juzgamos aquí, con amor filial y respeto de súbditos, son hechos; tomando la palabra juicio, principalmente en su acepción lógica. Y ese enjuiciamiento lógico de lo que sucede nos embarga de inquietud y de perplejidad.  Hubiéramos anhelado que ciertos y valiosos pasos que se dieron bajo el pontificado de Benedicto XVI para hacer respetar la Tradición, hubieran sido completados y conducidos a su plenitud. Hubiéramos deseado, simétricamente, que aquellos otros pasos vacilantes o erráticos o desencaminados, se revirtieran definitivamente. Sobre todo, porque no fueron leves esos pasos torcidos, y un fruto al menos de los mismos hoy se torna patente.  Pues es muy raro que la renuncia de un Papa sea más llorada en el Estado de Israel que entre el clero católico. Ahora sólo queda confiar en el Paráclito. Confiar y rezar intensamente; y pedir perdón por nuestros pecados, sin excluir el que podría constituir el no haber hecho lo suficiente para que las fuerzas del Pontífice no llegaran a esta extenuación.
A falta de mejores acentos, golpeados por la tristeza doblemente cuaresmal del momento, nos alimenta en algo la esperanza, el canto dedicado a Pedro del inolvidable fraile Antonio Vallejo:

“No siempre navegaba
según su arbitrio: alguna vez, un viento
de incierto origen y de humor venático,
lo arrastró a imprevisible derrotero[...].

Siendo viejo,
a punto, ya, de coronar la suma
autoridad con el honor supremo,
se acordará del Viento ingobernable[...].

Lo sentirá cimbrar; y oirá un revuelo
de águilas y de togas; y la infame
algazara del circo. En el recuerdo
adorable, también oirá, concreta,
clara, la obscura frase del Maestro:

-En verdad, en verdad te digo, Cefas:
cuando más joven, eras tu muy dueño
de ceñirte y de andar por dondequiera;
extenderás, un día, siendo viejo,
tu diestra y tu siniestra;
y otro, no tú, te habrá ceñido y puesto
donde tú no quisieras.”

         Dios le dé a Benedicto, “siendo viejo”, y a su sucesor, siendo quien fuere, la gracia de no desertar del Viento, ni del Duc in altum, ni de la pesca milagrosa. La gracia de no ser dueño de “andar por donde quiera”, sino de preferir la diestra y la siniestra ceñidas al Madero, para salvar con sangre el honor de la Verdad.

Antonio Caponnetto