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jueves, 14 de febrero de 2013

La Renuncia del Romano Pontífice según la ley canónica.


RENUNCIA DEL ROMANO PONTÍFICE

1. Los precedentes históricos. 2. La posibilidad de la renuncia y sus causas. 3. El carácter constitutivo de la renuncia. 4. La libertad de la renuncia. 5. Manifestación de la renuncia. 6. Irrevocabilidad de la renuncia.

La renuncia del Romano Pontífice, llamada también abdicación o dimisión, consiste en el abandono voluntario del oficio primacial por el Papa. Dado el carácter específico de la misión del Sucesor de Pedro, no le son aplicables todas las causas jurídicas de la pérdida del oficio eclesiástico (cf cc. 184-196). Aparte del fallecimiento del Papa que conste con certeza y que se considera un modo ordinario de la cesación del Romano Pontífice en su oficio, que por su evidencia no viene explícitamente contemplado en el CIC (en cambio sí en la Const. ap. Universi Dominici gregis, de Juan Pablo II, 22.II.1996, AAS 88 [1996] 305-343), la renuncia, reconocida como un mecanismo extraordinario del cese de la titularidad del oficio primacial, es tratada en la legislación canónica como una causa paralela e idéntica en cuanto a las consecuencias jurídicas de producirse la vacante de la Sede Apostólica. La UDG en el n. 77 concreta el sentido de la sede vacante y establece de manera general que todas las disposiciones relativas al gobierno interino de la Iglesia y a la elección del Papa han de observarse también en el caso de la renuncia del Romano Pontífice. La doctrina, pero no la legislación canónica, considera también otros modos de la cesación en el papado: la pérdida cierta e incurable del uso de la razón y el caso hipotético del incurrimiento del Obispo de Roma en herejía notoria, apostasía o cisma.

1. Los precedentes históricos

En la historia de la Iglesia se indican algunos casos en las que los Sumos Pontífices renunciaron a su cargo. Algunos de estos acontecimientos son sólo legendarios, otras dimisiones eran en mayor o menor medida forzadas y por esta razón no siempre pueden calificarse como renuncias, sino más bien como deposiciones o destituciones del oficio supremo. La más conocida e incuestionable 930 fue la abdicación de san Celestino V (1294), que suscitó después fuertes discusiones doctrinales sobre si la renuncia del Obispo de Roma es posible. Estas polémicas se dieron también por los oponentes de la elección de Bonifacio VIII, que intentaban poner en duda la validez del cónclave en el que fue elegido este sucesor de Celestino V. Algunos canonistas, invocando los principios «Sancta Sedes a nemine iudicatur» y «nemo iudex in causa sua», sostenían que el Papa no podía juzgarse a sí mismo y tampoco podía dimitir porque no tenía superior que pudiera aceptar la renuncia. Otro argumento que se aducía en contra era la existencia del lazo espiritual indisoluble contraído entre cada Pontífice y la Sede Romana, a semejanza del vínculo matrimonial. El mismo Bonifacio VIII mediante una decretal (c. 1, de renuntiatione, I, 7, in VI) puso fin a esta discusión doctrinal y confirmó la legitimidad de la renuncia papal con tal de que esta se hiciera libremente. Este responsum, en cuanto normativa canónica, se hizo fuente del c. 221 del CIC de 1917, y esta prescripción sucesivamente pasó a convertirse en el actual c. 332 § 2: «Si aconteciere que el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie».

2. La posibilidad de la renuncia y sus causas

El c. 332 § 2 en primer lugar –haciéndose eco de la discusión medieval– indica claramente que el Romano Pontífice puede dimitir. Del mismo modo que el Papa es elegido por los cardenales y consiente libremente en esta elección, también puede retirar su consentimiento sobre la permanencia en el oficio supremo. No obstante, por la expresión usada en el texto del canon («si contingat ut [...] renunciet »), no se formula de modo positivo el derecho de renunciar legítimamente, como decretó Bonifacio VIII («Romanum Pontificem posse libere resignare»), sino más bien viene indicado el carácter excepcional y extraordinario de la decisión de dimitir. Consecuentemente, según la opinión de los canonistas, la causa de la renuncia del Papa debe ser proporcionada a la importancia del oficio, y por eso –en el caso del Obispo de Roma– gravísima, aunque queda a la libre valoración y a la conciencia del Sumo Pontífice. Para la validez de la dimisión no se requiere ninguna causa concreta, pero en la doctrina se  indican genéricamente: la necesidad o utilidad de la Iglesia universal y la salvación del alma del Papa mismo. En la historia se enumeraban también algunas circunstancias concretas: irregularidad canónica, pública conciencia de un delito cometido, el odium plebis que no se podía corregir o tolerar, el deseo de evitar el escándalo, la falta de discreción de juicio, enfermedad, vejez, inhabilidad para ejercer su misión, deseo de llevar la vida religiosa o eremítica. Al Romano Pontífice no se refiere formalmente la invitación a presentar la renuncia por edad avanzada (considerada como 75 años cumplidos) o por otros motivos (cf c. 401 §§ 1 y 2). La renuncia sin causa legítima o con causa leve sería ilícita y moralmente culpable, pero válida, ya que es suficiente sólo la libre voluntad del Obispo de Roma de cesar en su cargo. Tampoco la manifestación expresa del motivo es condición de validez de la renuncia.

3. El carácter constitutivo de la renuncia

La abdicación papal es un ejemplo clásico de la renuncia constitutiva, o sea aquella que produce su efecto inmediatamente, en virtud de la misma presentación de la renuncia, sin exigirse que esta sea aceptada por alguien. La razón por la cual el ordenamiento canónico excluye la aceptación de la dimisión del Papa por cualquier instancia es el rango supremo de este cargo en la Iglesia: no hay instancia superior que pudiera aceptar la renuncia. Es también una consecuencia del principio «Romanus Pontifex a nemine iudicatur» (cf c. 1404). La falta de obligación de la aceptación de la renuncia es propia de los oficios obtenidos a través de la elección constitutiva (cf cc. 189 § 3; 430 § 2) y precisamente este carácter tiene la elección del Romano Pontífice (cf c. 332 § 1). Ante todo, no están legitimados para aceptar la dimisión del Papa los cardenales electores (aunque sean ellos quienes lo elijan) –se decía explícitamente en el c. 221 del CIC de 1917– ni el concilio ecuménico.

4. La libertad de la renuncia

Los requisitos de validez de la renuncia del Sumo Pontífice expresamente indicados en el c. 332 § 2 son dos: debe hacerse libremente («libere fiat») y ha de ser debidamente manifestada («rite manifestetur»). En cuanto a la libertad de la dimisión, los comentadores remiten al c. 187 del CIC, que para la validez de la renuncia exige que esta sea efectuada por 931 quien se halla en su sano juicio («sui compos »), y al c. 188, que recoge las circunstancias que hacen inválida cualquier renuncia al oficio eclesiástico: el miedo entendido como amenaza externa y humana, que sólo puede evitarse cesando en el oficio supremo (en el caso del Romano Pontífice no puede limitarse al miedo injustamente provocado); el error substancial que consiste en el juicio equivocado sobre algún elemento esencial de la renuncia; el dolo, o sea, el engaño producido para causar la renuncia (por ejemplo, falseando el diagnóstico médico del Papa para incitarle a la dimisión) y la simonía. A estos cuatro factores causantes la nulidad hay que añadir la violencia física (vale para cada acto jurídico, cf c. 125 § 1). Algunos canonistas incluyen también la enfermedad psíquica –excluidos los intervalla lucida–; otros, no obstante, prefieren calificar esta situación como causa autónoma del cese del Papa en su oficio, o bien como una circunstancia que provoca la imposibilidad de ejercer la función primacial y en consecuencia produce el estado de sede impedida, caso en el que el c. 335 remite a las leyes especiales. En su decisión de dimitir, que es un acto personal suyo y por eso no delegable, el Papa no tiene obligación de seguir ejemplo ni es condicionado por ninguna indicación de sus antecesores, ni siquiera tiene que observar una ley especial al respecto, si esta hubiera sido eventualmente promulgada por algún predecesor suyo. Sería una cosa extremamente delicada, ardua y de consecuencias muy peligrosas para la Iglesia abrir post factum discusiones y poner en tela de juicio la validez de la renuncia del Papa, dada su situación canónica tras la dimisión (pérdida total de la potestad primacial), si ocurrieran algunas circunstancias que pudieran influir en la validez de este acto. La misma advertencia se refiere también al modo de presentar la eventual dimisión, que debe realizarse de manera inequívoca y segura para disipar cualquier duda.

5. Manifestación de la renuncia

El c. 332 § 2 exige que la renuncia del Romano Pontífice sea formalmente manifestada. No parece, como opinan algunos, que sea requerida una ley especial que regule la dimisión. No está prevista (de modo diferente que en el c. 189 § 1 para los demás oficios) ninguna forma determinada de la renuncia del Papa. Basta que sea legítimamente manifestada. El Romano Pontífice es libre para precisar cómo dar a conocer su decisión a la Iglesia. Puede hacerlo por escrito o de palabra, a través de los medios de comunicación o de viva voz, ante el colegio cardenalicio, como hizo Celestino V, o en presencia de cualquier otra persona. No obstante, en orden a la certeza y seguridad jurídicas, la voluntad de renunciar ha de ser manifestada de tal modo que haya constancia clara y unívoca de la misma, siempre posible de probar de manera que permita excluir cualquier duda. Obviamente, una renuncia dudosa e incierta sería causa de graves inconvenientes para la Iglesia. Esta misma razón hace razonable que sea el Papa mismo quien manifieste personalmente su decisión, sin mediar ningún plenipotenciario (en cambio, la renuncia de otros oficios puede hacerse por procurador). El carácter universal del oficio primacial requiere que la eventual dimisión del Sumo Pontífice tenga carácter público, de tal manera que llegue de modo inequívoco y seguro a toda la Iglesia. Tanto más cuanto que no se prevé ningún destinatario concreto de este acto, que pudiera simplemente recibir la renuncia (no en sentido de poder aceptarla o rechazarla) y comprobarla oficialmente, dando con esto inicio formal a la vacante de la Sede Apostólica, de modo análogo a como ocurre en la muerte del Obispo Romano. En todo caso, parece lógico que la noticia de la renuncia del Papa llegue en primer lugar a los cardenales, ya que son ellos quienes han de proceder a la elección de su sucesor. Particular dificultad podría comportar una renuncia presentada de modo complejo, con su eficacia aplazada en el tiempo, cuando el Papa condicionara su dimisión al concurrir algún hecho, cuya verificación se dejaría a unas personas determinadas o al colegio cardenalicio. Por ejemplo a Juan Pablo II se atribuye un escrito de renuncia, en el cual manifiesta su voluntad de dimitir en caso de enfermedad larga que se presumiese incurable y que le impidiera un suficiente ejercicio de su ministerio apostólico (cf S. ODER-S. GAETA, Perché è santo. Il vero Giovanni Paolo II raccontato dal postulatore della causa di beatificazione, Milano 2010, 130). En tal caso, a los cardenales indicados por el Papa competería comprobar si se verifica alguna de las circunstancias mencionadas. Hay que señalar en este contexto algunas dudas y dificultades que surgen con relación a este modo de presentar la dimisión. Una pri- 932 mera es la sutil diferencia, que en la práctica no siempre puede resultar tan clara y nítida, entre la mera verificación de circunstancias que harían efectiva la renuncia y la decisión sustancial al respecto, cuando la renuncia del Papa fuera verdaderamente subordinada a la decisión de otro sujeto, que en efecto podría llegar a ser una disimulada depositio. Otra segunda complicación es la imposibilidad de que el Papa retire su decisión de resignar, si el estado de salud le impidiera tomar decisiones, y en este caso podría cuestionarse la libertad de la renuncia requerida para la validez de este acto. Lo mismo podría objetarse si el Papa condicionara su dimisión al cumplimiento de una determinada edad y antes de llegar a ella hubiera caído en enfermedad mental, de tal modo que ya no hubiera podido revocar su renuncia antes de que esta hubiese quedado operativa.

6. Irrevocabilidad de la renuncia

Con la renuncia libre y debidamente manifestada, el Romano Pontífice pierde todo su poder primacial. Una vez realizada la dimisión, el Papa no puede posteriormente revocarla, pues ya ni tiene potestad de hacer este acto, ni puede recuperar la jurisdicción que tenía en cuanto Obispo de Roma y que ha perdido en el momento de presentar su renuncia. La Sede Apostólica ha quedado ipso facto vacante y el único modo válido de provisión es la elección del nuevo Romano Pontífice. Por esa misma razón no vale una renuncia del Papa bajo condición, por ejemplo hecha en favor a otro o reservándose algunas competencias por el que dimite. Del mismo modo, carece de eficacia jurídica cualquier mandato, disposición, condicionamiento, simple recomendación o deseo del Pontífice dimitido respecto al futuro cónclave o para con el próximo Papa. No obstante, en la doctrina canonística se ha discutido la posibilidad de que el Romano Pontífice pueda designar su sucesor, admitiendo algunos autores tal eventualidad. Pero no sería posible este sistema sin cambiar la regulación actual de la elección del Obispo de Roma.
¿Cuál sería la posición canónica del Romano Pontífice dimitido en la Iglesia? ¿Sería solamente un episcopus consecratus más? Parece que nada obsta que al «Papa emérito» puedan aplicarse, guardando las debidas proporciones, algunas de las indicaciones de carácter teológico del documento del la Cong Episc, Il vescovo emerito, del 2008, sobre todo en cuanto a la participación en la corresponsabilidad en la Iglesia. El Código nada dice sobre si el Papa que renunció a su oficio conserva la dignidad cardenalicia. Los autores no ofrecen respuestas concordes al respecto. Si se admitiese que el Obispo Romano tras su dimisión sigue siendo cardenal (teniendo en cuenta que se trata de una dignidad y no de un oficio), podría participar en la elección de su sucesor, con tal de que no haya superado los 80 años. Independientemente de esto, el Papa dimitido conserva la voz pasiva y –por lo menos en teoría– podría volver a ser elegido para la Sede de San Pedro.

Bibliografía

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D. SALVATORI, La cessazione dell'ufficio del Romano Pontefice, Quaderni di diritto ecclesiale 22 (2009) 275-282.
Piotr MAJER REO Vid. también: ENMIENDA DEL REO; INOCENCIA [PRESUNCIÓN DE] SUMARIO: 1. Concepto. 2. El autor del delito. 3. Delitos comunes y delitos propios. 1. Concepto Reo es todo aquel que delinque, es decir, el sujeto activo del delito. En el CIC de 1983 el término reus aparece varias veces, tanto en el libro VI (De sanctionibus in Ecclesia) como en la parte IV del libro VII (De processu poenali).
Se debe destacar, sobre todo en lo que se refiere a la parte dedicada al proceso penal canónico, que se hace uso de dicho término para designar a quien está sometido a juicio (por ejemplo, en los cc. 1720, 1º; 1723 §§ 1-2; 1724 § 2; 1726 y 1727). Es oportuno, no obstante, subrayar que, al definir al inculpado como «reo», se le atribuye, desde el mismo inicio del proceso penal,


Piotr Majer, fuente: Multimedia Opus Dei