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miércoles, 6 de junio de 2012

Las flores hablan.



Las grandes ciudades del hombre nos confunden, con sus enormes edificios de cemento, con sus ruidos emanados de todas partes, con la creación de la mano de los hombres, nos tapan –en cierta forma- la Creación de Dios. Ya no es tan fácil divisar aquella flor crecida en el campo que le hacía exclamar a San Ignacio de Loyola “¡calla, ya sé de quién me estás hablando!”, ya no es tan fácil ver la mano del Creador en el paisaje. Sin embargo, Dios les habla a todos los hombres sin excepción, a pesar del bullicio y miles de distracciones que produce el hombre moderno.


Las flores hablan

Dios es Ser infinito, Verdad infinita, Bondad infinita, infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Así enseña su Iglesia y la idea es grandiosa y hermosa, así no tengo objeción. Pero entonces aprendo que su Iglesia también enseña que por un pecado mortal solo, el alma puede ser condenada para toda la eternidad a rigurosos y crueles sufrimientos mas allá de toda imaginación, y eso no es tan agradable. Comienzo a objetar.
Por ejemplo, nunca fui consultado antes que mis padres decidieran traerme a la existencia ni fui consultado sobre los términos del contrato, por así decirlo, de mi existencia. Si hubiera sido consultado, bien hubiera podido objetar tan extrema alternativa entre inimaginable gloria e inimaginable tormento tal como lo enseña la Iglesia, ambos sin fin. Habría podido aceptar un “contrato” más moderado por el cual a cambio de un Cielo acortado hubiera enfrentado el riesgo de solamente un abreviado Infierno, pero no fui consultado. Una perpetuidad de ambos me parece estar fuera de toda proporción con respecto a esta breve vida mía en la tierra: 10, 20, 50, aún 90 años, hoy están aquí, mañana idos. Toda carne es como hierba verde –“que a la mañana está en flor y crece, y a la tarde es cortada y se seca” (Sal. LXXXIX, 6). Si sigo esta línea de pensamiento, Dios me parece tan injusto que seriamente me pregunto si en verdad existe.
El problema nos obliga a reflexionar. Supongamos que Dios en verdad sí existe, que El es tan justo como su Iglesia dice que El lo es, que es injusto imponer sobre cualquiera una pesada carga sin el consentimiento de esa persona, que esta vida es breve, una mera bocanada de humo comparada con lo que la eternidad debe ser, que nadie puede en justicia ser punible de un terrible castigo si él no estaba consciente de estar cometiendo un terrible crimen. Entonces, ¿cómo puede ser justo el supuesto Dios? Si El es justo, entonces lógicamente cada alma que alcanza la edad de razonar debe vivir lo suficiente al menos como para conocer la elección para la eternidad que ella está haciendo, y la importancia de tal elección. Sin embargo ¿cómo es eso posible, por ejemplo en el mundo de hoy, donde Dios está tan universalmente abandonado y desconocido en la vida de los individuos, las familias y los Estados?
La respuesta sólo puede ser que Dios viene antes que individuos, familias y Estados, y que El “habla” dentro de cada alma previamente a todos los seres humanos e independientemente de ellos, de manera que aún un alma cuya educación religiosa ha sido nula y sin valor, está consciente que está haciendo una elección cada día de su vida, que ella sola está haciendo esa elección para sí misma y que esa elección tiene consecuencias enormes. Pero nuevamente ¿cómo es eso posible dada la impiedad de un mundo que nos rodea por todos lados, tal como es el nuestro de hoy día?
Porque el “habla” de Dios a las almas es mucho más profundo, mas constante, mas presente y más atrayente de lo que puede ser el habla de cualquier ser o seres humanos. El solo creó nuestra alma. El continuará creándola durante cada momento de su existencia sin fin. Por consiguiente El está a cada momento más cercano a ella de lo que puedan estar incluso sus padres que simplemente compusieron su cuerpo – a partir de elementos materiales mantenidos en existencia por Dios solo.
Y la bondad de Dios está igualmente detrás y dentro y debajo de cada buena cosa que el alma disfrutará alguna vez en esta vida, y el alma está profundamente consciente que todas estas buenas cosas son meros derivados de la infinita bondad de Dios. “Calla”, le dijo San Ignacio de Loyola a una diminuta flor, “Sé de quién estás hablando”. La sonrisa de un pequeño niño, el diario esplendor de la naturaleza durante todos los tiempos del día, la música, las nubes que presentan siempre una obra maestra de pintura, y otras creaturas sin fin –aún amadas con un profundo amor, estas cosas le dicen al alma que hay algo mucho más o– Alguien.
“En Ti, Yahvé, me refugio; no quede yo nunca confundido” (Sal. XXX, 2)

Kyrie eleison.

Mons. Richard Williamson, “Comentarios Eleison”, Nº 255, 2 de Junio de 2012.