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martes, 5 de junio de 2012

Los que no son Caridad están desnaturalizados.



¿Cómo no vamos a amar a quien tanto nos ha amado?

Cada vez que recemos o cantemos el Credo, acordémonos de este llamamiento a nuestro amor y a esta caridad que le debemos a Dios. Esforcémonos en sentir este llamamiento a orientarnos siempre con mayor profundidad a amar verdaderamente a Dios, a agradecerle, a darle gracias y a hacer todas las cosas para que su amor por nosotros no sea en vano.
La vida íntima de la Santísima Trinidad es el primero de nuestros dogmas, el dogma de base y esen­cial de nuestra fe. Es imposible ser católico y cristiano si no se tiene fe en Nuestro Señor y, por con­siguiente, en la Santísima Trinidad. ¿Quién es Nuestro Señor sino una de las Personas de la Santísima Trinidad? No podemos tener fe sólo en Nuestro Señor sin tenerla en la Santísima Trinidad y por eso mismo, no creer en la Santísima Trinidad es no creer en Nuestro Señor.
Por eso realmente podemos decir que no tenemos más que un solo Dios: Nuestro Señor Jesucristo, puesto que Nuestro Señor es Dios Hijo y Dios Hijo no se está nunca separado de Dios Padre ni de Dios Espíritu Santo, con quienes no forma más que un solo Dios. Lo que creemos de Dios, lo proclama­mos de Nuestro Señor Jesucristo: Tu solus sanctus, tu solus Dominus, tu solus Altissimus, Jesu Christe. Tú eres nuestro único Señor, que es lo que dice también San Pablo en su epístola a los Efesios (4, 5): “Unus Dominus, una fides, unum baptisma”: Un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo. No tene­mos dos o tres señores, porque tenemos un solo Señor; no tenemos dos o tres dioses porque tenemos un solo Dios: Nuestro Señor Jesucristo, es decir, Dios Hijo con el Padre y el Espíritu Santo. Es un misterio: el misterio de Nuestro Señor Jesucristo.
Dios es Caridad
“Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene: et nos credidimus caritati. Dios es amor, y el que vive en amor, permanece en Dios y Dios en él”. Conviene meditar este pasaje de la epístola de San Juan preguntándole a Santo Tomás de Aquino qué es la caridad.
Santo Tomás define la cualidad particular de la caridad con estas palabras: bonum est diffusivum sui. Así como el bien tiende a difundirse y a comunicarse, la caridad sale, en cierto modo, de sí misma, de la persona, de sí. La caridad se da. Sería contrario a la caridad que se retuviese, puesto que es exactamente lo contrario del egoísmo. Tiende a dar lo que tiene y lo que es. Si esto es preci­samente la caridad y Dios es caridad, comprendemos mejor, en cierta medida, que Dios haya engen­drado al Hijo y que del Padre y del Hijo proceda el Espíritu Santo.
Puesto que Dios es caridad, es casi imposible que no se dé. Al darse, lo hace de tal manera que Dios Padre no retiene nada de sí mismo y el Hijo engendrado desde toda la eternidad es igual a Él mismo, al Padre. No podemos tildar al Padre de egoísmo o de darse sólo parcialmente, no. El Padre se da de tal modo a su Hijo que desde toda la eternidad engendra un Hijo igual a sí mismo, sin nin­guna diferencia y sin ninguna desigualdad. La única distinción es precisamente que el Hijo proviene, procede del Padre, pero como el Padre le da todo desde toda la eternidad, el Hijo es exactamente igual al Padre.
Evidentemente, es un misterio, pero la Escritura misma nos invita a estudiar la caridad en Dios ya que define a Dios como caridad y que lo propio de esta virtud precisamente es darse. Dios es caridad, el Hijo es Dios y así hay caridad en Él y no sería normal que no procediese nada de Él, que Él mismo no se dé. El Padre es caridad y si del Hijo no procediese ninguna otra Persona de la Trinidad, podrí­amos decir: sí, el Padre es caridad, pero el Hijo no, no es realmente caridad, a pesar de lo que dice el Evangelio.
Puesto que Dios es caridad, también el Hijo es caridad. Y del Hijo, precisamente, procede otra per­sona, la que representa a4 amor del Padre y del Hijo entre sí: la tercera Persona que es el Espíritu Santo. Realmente es el ejemplo más perfecto de la caridad entre el Padre y el Hijo. Y esta tercera Persona, que es el Espíritu Santo y que procede de las otras dos, es igual al Padre y al Hijo.
Esta es, en el interior de la Santísima Trinidad, la expresión más perfecta que se pueda imaginar de una caridad. Esta caridad trinitaria está admirablemente expresada en la liturgia de la fiesta de la Santísima Trinidad: “Caritas Pater est, gratia Filius, communicatio Spiritus Sanctus, o beata Trinitas”. Estas consideraciones basadas en el mismo Evangelio y en la simple noción de lo que es la cari­dad nos dan a entender que toda la misión que se le da al Hijo y al Espiritu Santo es una misión de caridad. Si Dios es caridad, ¿qué puede hacer sino difundir la caridad que está en Él, no sólo ad intra, al interior de sí mismo, sino también en la operación ad extra, al exterior, es decir, en toda la creación y con la creación, en la Encarnación y la Redención?

Semejantes a la Caridad

Todo lo que Dios ha dado a sus criaturas no puede ser sino expresión de la caridad. Sería incom­prensible que la creación no fuese la obra de la caridad y que las criaturas, y sobre todo las criaturas espirituales que Dios ha creado, no estuviesen también en esta realidad de la caridad.
Así pues, si queremos realmente ser semejantes a la Santísima Trinidad, estar más cerca de la Santísima Trinidad, sólo seremos más semejantes a Dios en la medida en la que nosotros mis­mos seamos caritativos, en que seamos caridad y en que se nos pueda definir como caridad.
Es sencillo, pero es todo un programa y por esto nuestra ley fundamental y esencial es una ley de caridad. Es la ley que Dios ha inscrito en nuestros corazones y en nuestra naturaleza; es una ley de caridad que nos ha enseñado Nuestro Señor. Todos los mandamientos se resumen en dos: amar a Dios y amar al prójimo. Eso es la caridad. En la medida en que cumplamos con esta ley de caridad que se halla en nosotros seremos realmente una imagen de la Santísima Trinidad, que es Dios y que es cari­dad. ¡Ojalá todos los hombres pudiesen comprender que tienen una misión! Tenemos que admirar­nos al pensar que Dios nos ha creado como almas inteligentes, voluntarias y conscientes de la misión que debemos cumplir en la tierra. Incluso si se trata de una misión muy pequeña, que parece insigni­ficante ante los ojos de los hombres, es una misión que ha sido querida de toda eternidad por Dios, en la Persona del Verbo y en la unión con Nuestro Señor Jesucristo. Es admirable.
No podemos ser nada más que caridad. Los que no son caridad están desnaturalizados. No ser caridad es contrario a la naturaleza. Obrar por egoísmo, para nuestra satisfacción, para darnos gusto, por orgullo o amor propio, es contrario al fin para el que hemos sido creados y, con mayor razón, al fin por el que hemos sido redimidos. Tenemos que volver a poner constantemente la caridad en noso­tros y colocarnos en la perspectiva en la que Dios ha querido crearnos. Es toda la explicación de la vida espiritual, ya que, en la medida en que no amamos a Dios suficientemente y en que no ama­mos suficientemente a nuestro prójimo, nos desnaturalizamos. Es evidente que esto proviene del pecado, que ha puesto en nosotros el espíritu de desobediencia, de ruptura con Dios y de alejamiento de Dios. Cuando, después de haber sido redimidos y de haber recibido el bautismo del Espíritu Santo, el amor de Dios, el sacerdote dice: "Sal de este alma, espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo ", hay que dejar el lugar a la caridad de Dios, es decir, el lugar que tiene que ocupar en el alma. Se trata, pues, de conservar esta caridad y eso es lo difícil. Esto nos da una luz verdadera de lo que somos, de dónde venimos y a dónde vamos.
Esta caridad que nos ordena hacia Dios tiene que tener por objeto darse. Darse primero a Dios e incluso, cuando nos damos a nuestro prójimo, siempre en razón de Dios, a causa de Dios. En el fondo. sólo hay una caridad. No hay dos caridades, una para Dios y otra para el prójimo. El objeto formal de la caridad es Dios y el de la caridad al prójimo es también el mismo Dios. En cierto troco hay ¿es objetos materiales, Dios y el prójimo, pero un sólo mandamiento: amar a Dios. Amamos al prójimo precisamente en la medida en la que proviene de Dios, va a Dios y está unido a Dios. No pode­mos ni tenemos que amar más que en esta perspectiva.
No tenemos derecho a amarlo en la medida en que esté separado de Dios y se halle en pecado. No podemos amarlo sino porque es una criatura que proviene de Dios y que está destinada a Dios y por­que Dios está en ella o para que Dios esté en ella por la gracia. Por esto tenemos que amar a quienes han recibido la gracia, más que a los que no la tienen. Tenemos que amar a los demás para darles a Dios, puesto que es a Dios a quien amamos en el prójimo. No amamos al prójimo por sí mismo sino que lo amamos por Dios. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Todo está en esta corriente de caridad y de amor. Es la grandeza y la hermosura de nuestra vida.

Mons. Marcel Lefebvre, Extractos de su libro “El Misterio de Nuestro Señor Jesucristo”.