miércoles, 26 de enero de 2011

1. La ley de la naturaleza humana. Por C.S. Lewis.


Existe, en la corriente atea, una doctrina que dice que la ley moral ha sido inventada por las diferentes sociedades y culturas del mundo. Que todo es invento del hombre. Lewis dice “sé que algunos dicen que la idea de que existe una ley de la naturaleza o de la conducta decente que todos los hombres conocen no tiene sentido, puesto que las diferentes civiliza­ciones y las diferentes épocas han tenido muy diferentes moralidades.
Pero esto no es verdad. Ha habido diferencias entre sus procedimientos morales, pero nunca han llegado a una dife­rencia total”.
En respuesta a tales objeciones es que publicamos estos breves pensamientos apologéticos de éste gran apologista que ha sido C.S. Lewis.

1. La ley de la naturaleza humana. 

Todos hemos oído a dos personas discutiendo. Algunas veces suena chistoso y algunas otras sencillamente desagradable; pero suene como suene, creo que podemos aprender algo escuchando las cosas que se dicen. Dicen cosas como estas: “¿Qué dirías si alguien hiciera lo mismo contigo?” “Esta es mi silla; yo la agarré primero”. “Déjalo, no te está haciendo ningún mal”. “¿Por qué me empujaste primero?” “Dame un pedazo de tu naranja; yo te di de la mía”. “Vamos; tú me lo prometiste”. Todos los días la gente dice cosas como éstas, ya se trate de personas educadas o no, de niños o de personas mayores.
Lo que a mí me interesa en cuanto a estas expresiones es que quien las dice no está expresando solamente que no le agrada la manera de proceder de la otra persona. Está apelando a cierta clase de regla de conducta que supone que la otra persona debe conocer. Rara vez el otro replica: “Al diablo con tus reglas”. Casi siempre trata de argumentar que lo que hace no va en realidad contra las reglas, o que si las transgredió tiene para ello una excusa especial. Pretende hacer ver que hay una razón especial en este caso particular para que la persona que tomó primero la silla no la conserve, o que las cosas eran algo distintas cuando se le dio el pedazo de naranja, o que algo sucedió que le impidió cumplir la promesa. Parece como si en efecto ambas partes tuvieran muy en mente alguna especie de ley o regla de juego limpio, o conducta decente o de moralidad o de cualquiera otra cosa por el estilo, con la cual todos están de acuerdo. Y lo están. De no ser así, claro, pelearían como animales, pero no discutirían. Discutir es tratar de mostrar que la otra persona está equivo­cada. Y no habría sentido alguno en tratar de hacer esto a menos que haya alguna especie de acuerdo en cuanto a lo que es lo correcto e incorrecto; como tampoco tendría sentido el decir que un jugador de fútbol ha cometido una falta a menos que exista algún acuerdo en cuanto a las reglas del fútbol.
Esta ley o regla en cuanto a lo correcto y lo incorrecto se conoce como ley de la naturaleza. Hoy día, cuando hablamos de las “leyes de la naturaleza”, por lo general nos referimos a cosas como la gravedad, la herencia o las leyes de la química. Pero cuando los pensadores antiguos llamaron a la ley de lo correcto y lo incorrecto “ley de la naturaleza”, se referían a la ley de la naturaleza humana. La idea era que así como todos los cuerpos se hallan gobernados por la ley de la gravi­tación y los organismos por las leyes biológicas, la criatura llamada hombre también tiene su ley, con esta gran diferen­cia: un cuerpo no puede escoger entre obedecer la ley de la gravitación o no, mientras que el hombre puede escoger obe­decer la ley de la naturaleza o desobedecerla.
Podemos decir esto en otra forma. Cada hombre se halla sujeto en todo momento a varias leyes, pero sólo hay una de ellas que él puede determinar desobedecer. Como cuerpo, se halla sujeto a la ley de la gravitación y no puede desobede­cerla; si se le deja sin soporte alguno en el aire, no tiene más alternativa de caer o no caer que una piedra. Como organis­mo, está sujeto a varias leyes biológicas que no está en mayor capacidad de desobedecer que un animal. Esto es, no puede desobedecer aquellas leyes, que comparte con otras cosas; pero la ley que es peculiar a su naturaleza humana, la ley que no comparte con los animales o los vegetales o las cosas inorgánicas, la puede desobedecer si así lo prefiere.
A la ley se le dio el nombre de ley de la naturaleza porque la gente pensaba que todos la conocían por naturaleza y no había necesidad de ser enseñada. Por supuesto que esto no significaba que no se pudiera encontrar aquí y allá algún indi­viduo raro que no la conociera, tal como hay gente que no puede distinguir los colores o no tiene oído para la música. Pero tomando la raza como un todo, pensaban que la idea humana de la conducta decente era obvia para todos. Y creo que estaban en lo cierto. Si no, todas las cosas que decimos en cuanto a la guerra carecen de sentido. ¿Qué sentido hubie­ra tenido el decir que el enemigo estaba equivocado a menos que lo correcto sea algo que los nazis en el fondo conocían tan bien como nosotros y debían poner en práctica? Si no tenían noción alguna de lo que consideramos correcto, aunque de todos modos hubiéramos peleado contra ellos, no podríamos haberlos inculpado por lo que hicieron más de lo que podríamos haberlos inculpado por el color de su cabello:
Sé que algunos dicen que la idea de que existe una ley de la naturaleza o de la conducta decente que todos los hombres conocen no tiene sentido, puesto que las diferentes civiliza­ciones y las diferentes épocas han tenido muy diferentes moralidades.
Pero esto no es verdad. Ha habido diferencias entre sus procedimientos morales, pero nunca han llegado a una dife­rencia total. Si alguien se toma el trabajo de comparar las enseñanzas morales de, digamos, los egipcios, los babilonios, los hindúes, los chinos, los griegos y los romanos antiguos, lo que lo dejará realmente asombrado es la semejanza que existe entre cada una de esas enseñanzas y las nuestras. Algu­nas de las evidencias de esto las he coleccionado en el apéndi­ce de otro libro titulado The Abolition of Man; pero para nuestro propósito de ahora baste pedirle al lector que piense en qué significaría una moral totalmente diferente. Piense en un país donde la gente admirara a quienes desertaran del campo de batalla, o donde un hombre se sintiera orgulloso de engañar a todos los que hubieran procedido bien con él. Es como tratar de imaginarse un país donde dos y dos fueran cinco. Los hombres pueden diferir en cuanto a con quiénes se debe proceder sin egoísmo (con los miembros de nuestra pro­pia familia, con nuestros connacionales o con todo el mundo). Pero siempre han estado de acuerdo en que uno mismo no debe ponerse en el primer lugar. El egoísmo nunca ha sido admirado. Los hombres han diferido en cuanto a si se puede tener sólo una esposa o cuatro; pero siempre han estado de acuerdo en que no se puede simplemente tener la mujer que a uno le venga en gana.
Pero lo más notable es lo siguiente. Cuando uno se topa con alguien que dice que no cree que exista lo correcto y lo incorrecto, algo más tarde se verá que el mismo hombre echa mano de este principio. Puede que no cumpla la promesa que hizo; pero si se trata de no cumplirle lo que se le ha prometido, se quejará de que no es justo en menos de lo que un mono se rasca una oreja. Puede darse el caso de que una na­ción diga que los tratados no importan; pero casi en el mismo instante se contradice al decir que quiere romper un tratado particular porque no es justo. Si los tratados no importan, y si nada es correcto ni incorrecto (en otras palabras, si no hay ley de la naturaleza), ¿cuál es la diferencia entre un tratado justo y otro injusto? ¿No dejan al gato fuera de la bolsa al mostrar que, digan lo que digan, conocen la ley de la natura­leza como todos los demás?  Parece, entonces, que nos vemos forzados a creer que existe lo correcto y lo incorrecto. Puede que algunas veces las gentes se equivoquen en cuanto a esto, tal como algunas veces suman mal; pero no es un asunto de gusto u opinión, como tampoco lo son las tablas de multiplicación. Si ya estamos de acuerdo en cuanto a esto, pasaré al punto siguiente, el cual es el siguiente. Nadie es completamente fiel a la ley de la natura­leza. Si hay alguna excepción entre mis lectores, les pido disculpas. Les traería mayor utilidad leer otra obra cualquie­ra, pues nada de lo que voy a decir tiene que ver con ellos. Y ahora, tornando a los seres humanos normales que quedan:
Espero que nadie interprete mal lo que voy a decir. No estoy predicando, y Dios sabe que no pretendo ser mejor que nadie. Estoy sólo tratando de llamar la atención a un hecho: que en este mismo año, en este mismo mes, y con toda proba­bilidad en este mismo día, no hemos puesto en práctica la clase de conducta que esperamos que los otros practiquen. Puede ser que encontremos toda clase de excusas. Cuando no procedimos, bien con los niños fue porque nos hallábamos muy cansados. Aquella vez que procedimos un poco obscu­ramente en cuanto a asuntos de dinero (ya casi lo hemos olvidado) era que nos hallábamos acosados por alguna necesidad. En cuanto a lo que prometimos hacer a favor de Perano, nunca lo habríamos prometido si hubiéramos sabido cómo íbamos a estar de ocupados. Y en cuanto a nuestro proceder con la esposa o el esposo, la hermana o el hermano, si hubiéramos sabido lo irritantes que ellos son, no nos admi­raríamos tanto de los resultados. (Y ¿quién diablos soy yo? Soy lo mismo que ellos.) En otras palabras, no hemos cumplido muy bien la ley de la naturaleza; y cuando alguien nos dice que no la estamos cumpliendo, de inmediato encontra­mos una impresionante sarta de excusas. Lo que ahora inte­resa no es si son o no válidas. El punto que se destaca es que son una prueba más de cuán profundamente, ya sea que nos guste o no, creemos en la ley de la naturaleza. Si no creemos en la conducta decente, ¿por qué entonces debemos mos­trarnos tan ansiosos de presentar excusas por no habernos comportado decentemente? La verdad es que creemos tanto en la decencia, sentimos tanto, la presión de la ley, que no podemos enfrentarnos al hecho de que la estamos quebrantando, y por lo tanto, tratamos de zafarnos de la responsabilidad. Porque se notará que es a nuestro mal comportamiento al que le hallamos todas estas explicaciones. Es nuestro mal temperamento lo que pretendemos excusar al decir que estábamos cansados, preocupados o hambrientos. Sólo para nosotros mismos reconocemos que tenemos un temperamento irritable.
Hay entonces dos puntos que he querido destacar. Primero, que todos los seres humanos sobre la tierra tienen esta idea curiosa de que debieran comportarse en cierta forma, y no pueden quitársela de la mente. Segundo, que en realidad no se comportan en esa forma. Conocen la ley de la naturaleza; la quebrantan. Estos dos hechos son el fundamento de todo pensar claro en cuanto a nosotros mismos y el mundo en que vivimos.

C. S. Lewis., tomado del libro “Cristianismo... ¡y nada más!” (Mere Christianity).