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miércoles, 23 de septiembre de 2015

Tolkien, filo-lefebvriano.


En medios neocones se suele leer un poco de Tolkien, especialmente su obra ya clásica El Señor de los Anillos.Lectura que llega a ser tergiversada bastante de forma que ellos —los neocones— son como la Compañía del Anillo, los caballeros de Rohan o los últimos resistentes de Minas Tirith. Se lee en clave epopéyica con obvia identificación con “los buenos”.

Un poco como a Chesterton, los neocones usan y abusan de Tolkien para sus propios fines. Ved, sino, cómo aparece infinidad de veces para justificar cualquier cosa aquí. En los Estados Unidos, incluso llegaron a identificar a Irak con Mordor…

Pero así como no se ve cómo el socialismo dickeniano de Chesterton (o distributismo si preferís) puede encajar con un proyecto neoliberal como fue el de la revista Chesterton de Alex Rosal, José A. Fúster, César Vidal, Pío Mora, Pedro Trevijano, etc., gracias a Dios, ya desaparecida; tampoco vemos cómo los neocones pueden sumar para sí a quien pensaba de una forma tan radicalmente distinta, como el siguiente relato de uno de sus nietos, Simon Tolkien.

Recuerdo vívidamente ir a la iglesia con él [John Ronald Reuel Tolkien] en Bournemouth. Él era un católico devoto y fue poco después de que la Iglesia cambió la liturgia, del latín al inglés. Mi abuelo obviamente no estaba de acuerdo con esto y decía todas las respuestas muy alto en latín mientras que el resto de la asamblea respondía en inglés. Toda la experiencia me resultaba bastante torturante, pero mi abuelo no se inmutaba. Simplemente debía hacer lo que él creía era correcto. Heredó la religión de su madre, excluida de la familia posteriormente a su conversión y, luego, murió pobre cuando mi abuelo tenía sólo 12 años.

[Simon Tolkien, “Mi abuelo”, The Mail on Sunday (23 de febrero de 2003).]

Lo que se agrega a numerosos testimonios de sus biógrafos.


[InfoCaótica, 23-Mar-2013]

jueves, 23 de julio de 2015

El último libro de Juan Manuel de Prada.



El último libro de Juan Manuel de Prada

La lectura de Dinero, demogresca y otros podemonios resulta especialmente inquietante y desasosegadora para quienes vivimos en la España actual. Su autor, Juan Manuel de Prada, se ha convertido en tábano insidioso que desearíamos ver aplastado para sestear de nuevo. La tabanización es una metamorfosis voluntaria que acaece en contadas ocasiones a los más sabios, cuando en la ciudad se junta el conformismo idiota con el gobierno de los hipócritas. Todos sabemos que interrumpir la siesta es acto extremadamente arriesgado y que la vida del que lo hace corre serio peligro. Los atenienses decidieron curar con cicuta la manía socrática de despertarles. Hoy se recurre a medios menos directos, como el ninguneo, que acaba por matar de inanición al molesto autor tabanizado. Menos directo, pero igualmente eficaz.
Los Padres de la Iglesia, viendo las prendas con que Dios adornó al hombre, viendo su racionalidad, su libertad y su señorío sobre la tierra, le rendían culto agradecido y cantaban sus alabanzas. Los renacentistas, viendo esas mismas prendas, se asombraron de su propia capacidad de crearse a sí mismos y decidieron hacerlo, dando vacaciones al Creador. Los modernos, organizados y reconstruidos, no ya a imagen de Dios, sino del hombre, cuando llegan a descubrir su propia condición, sólo pueden maldecir y denostar a los causantes de ella.
Prada ofrece un panorama desolador del hombre español, que en nada se diferencia ya del ciudadano occidental ¿Qué queda de aquella racionalidad de que el hombre se envanecía? Sólo la aptitud para pulsar botones y enterarse de lo que las redes y otros medios defecan en su mente ¿Qué del libre albedrío? Dar un voto a ciegas cada cuatro años y desfogarse a través de internet, tomando parte en la lucha de todos contra todos que orquestan esos medios, dominados desde las alturas del poder (la demogresca); y luego disfrutar del sexo sin consecuencias, que sirve para relajarse tras la inútil y contienda internáutica (derechos de bragueta, como dice Prada) ¿Qué queda de su dominio sobre la tierra? Contratos basura, paro, pensiones miserables, impuestos expropiatorios, para beneficio de las grandes finanzas y de sus lacayos los políticos.
Este hombre actual, interiormente deslavazado y exteriormente desarraigado, ajeno a cualquier obligación moral, al amor, a la amistad y al compromiso, es la obra maestra de tres clases de agentes que operan a muy diferentes niveles. Los políticos, que logran prebendas millonarias y un poder enorme, a una con banqueros y grandes empresas, aparecen como culpables en primera instancia. Pero esos políticos con nombre y apellido, por alto que hayan llegado, no son sino testaferros de un poder sin sujeto responsable al que se pueda insultar: la plutocracia, o poder del dinero, que dispone a su antojo de personas y países, pero que es poder de no se sabe quién sobre algo que no es nada en sí mismo. Y, detrás de todo ello, en el libro aún se avizora otro señor más poderoso que don dinero, al que se somete el poder personal de políticos y banqueros, el organizador de toda esta farsa destructiva, que no se conforma con nuestra decadencia moral y material, sino que persigue una venganza que no alcanzará, ni aun devastando toda la tierra.
Prada presenta todo esto, y otras muchas cosas, con tan aceradas, acertadas y contundente razones, que no podemos sino abrir los ojos a la cruda realidad de nuestra triste condición. No podemos perdonárselo; la cicuta y la inanición son poco para él. Más aún si a primera vista se nos antojaba que no hay salida para la situación del hombre actual (cosa que, desde luego, no dice Prada).
¡Ah! Pero ahí están Pablo Iglesias y Podemos, un atisbo de esperanza. No porque sus propuestas de solución -el comunismo- tengan viso alguno de acierto, sino porque el desparpajo y la inteligencia de Iglesias, muy superior al de los actuales políticos de partido, han logrado probar que el gigantesco sistema que nos oprime tiene pies de barro o, por lo menos, grietas importantes. Prada, es verdad, parece creer que cuanto pueda destruir el comunismo ya lo ha hecho el capitalismo. El comunismo, sí, lo trae el capitalismo, pero no constituye sólo un paso más en la misma dirección. Es esencialmente otra cosa, y mucho peor. Hemos perdido de vista qué supone el comunismo. Pero eso es harina de otro costal.

Podrá usted mirar para otro lado y esperar, como tanto español irresponsable, que las cosas se arreglen por sí mismas. También puede leer este libro, que le dolerá como picadura de tábano, pero le sacará del sueño vicioso para traerle a la realidad. Es lo que yo le recomiendo.

Juan Manuel De Prada: El fracaso de los pro vida.


SE consumó la reformita favorecedora del aborto que impedirá abortar a las menores de edad sin el consentimiento de sus papaítos. Y digo que esta reformita de apariencia restrictiva favorece paradójicamente el aborto por la muy sencilla razón de que refuerza su consideración como acto de mera disposición de la voluntad. Cuando a una menor se le exige el consentimiento de sus papaítos para abortar se está afirmando que, para abortar, basta con tener capacidad legal, como para contraer cualquier obligación o ejercer cualquier derecho de naturaleza civil; y que, alcanzado ese requisito de la edad (o subsanado por el consentimiento paterno), abortar se constituye en un puro acto de la voluntad, como suscribir una póliza o comprarse un automóvil. Que una menor pueda o no abortar con el consentimiento de sus papaítos es un hecho irrelevante que sólo sirve (a modo de macguffin) para distraer la atención de los tontos útiles del hecho sustancial, que es la eliminación de una vida gestante. En realidad, esta reformita es una argucia para contribuir al eclipse de nuestro juicio ético, que es el fundamento sobre el que el Nuevo Orden Mundial sustenta todo su proceso de ingeniería social.
Pero los peperos no hacen sino cumplir con su cometido de obedientes lacayos, según el reparto de funciones que les asigna el Nuevo Orden Mundial. Más interesante es constatar el fracaso incuestionable del movimiento pro vida, que durante décadas ha pretendido que el aborto no es una cuestión política, esgrimiendo argumentos sentimentaloides y vacuas apelaciones al derecho natural que ya nadie entiende, precisamente porque el orden político vigente se sustenta sobre la abolición del Derecho Natural. Para combatir los presupuestos doctrinales sobre los que se sustenta el aborto hay que propugnar un orden político nuevo, que es lo que el movimiento pro vida no ha sabido hacer, pretendiendo mantenerse en un absurdo (por inexistente) ámbito de «apoliticismo», que a la postre se ha convertido en arrabal de friquismo; pues la dura realidad es que, hoy por hoy, quienes defendemos la vida gestante somos percibidos por el clima de nuestra época como friquis apestosos, amén de inhumanos.
Y es que la defensa de la vida gestante sin la postulación de un orden político que la acoja hospitalariamente resulta ininteligible. Para revolverse contra el aborto hace falta, primeramente, revolverse contra un orden económico que se funda sobre la convicción de que el mejor modo de contar con masas cretinizadas e incapaces de luchar contra unas condiciones laborales oprobiosas es conseguir que esas masas tengan pocos hijos; porque quien no tiene hijos por los que luchar acaba renunciando a la lucha. Para revolverse contra el aborto hay que explicar antes a la gente que el aborto, como todos los derechos de bragueta, son argucias del sistema para conseguir que las injusticias sociales resulten menos oprobiosas. Y que todo el sostén ideológico sobre el que el aborto se sostiene es, en última instancia, consecuencia del concepto liberal de libertad, que exhorta al hombre a deshacerse de todos los impedimentos que dificultan o limitan el proceso de fortalecimiento de su individualidad soberana. A esta idea nuclear se le incorporarían luego aderezos y perifollos como la ideología de género; pero combatir los perifollos sin atacar el núcleo es como arar en el mar.
El combate contra el aborto sólo puede ser eficaz si se inserta en un combate de naturaleza política. Todo lo demás es buscar grotescamente la «añadidura», soslayando la búsqueda primordial del «reino y su justicia». Pero a quien no busca primero el reino y su justicia la añadidura también le será negada.

Juan Manuel De Prada, ABC, 18-Jul-2015.

domingo, 31 de mayo de 2015

Cardenal J. H. Newman: Papolatría.


[Visto en Ecce Christianvs, 25-May-2015]

Si el Papa hablara contra la conciencia, en el verdadero sentido de la palabra, cometería un suicidio. Provocaría el hundimiento del suelo bajo sus pies. Su misión es proclamar la ley moral, proteger y asegurar «esta luz verdadera que, viniendo a este mundo ilumina a todo hombre» (Jn. 1, 9). Sobre la ley de la conciencia y sobre su carácter sagrado, se funda a la vez su autoridad teórica y su poder práctico (…).
La defensa de la ley moral es la razón de ser del Papa. Su misión, en realidad, es responder a las quejas de los que sufren la insuficiencia de luz natural; y la insuficiencia de esta luz que justifica su misión (…). La Iglesia, el Papa y la jerarquía, según el plan divino, responden a una necesidad urgente. Por seguras que sean las bases y las doctrinas de la religión natural para los espíritus reflexivos y serios, necesita, para influir de verdad en la humanidad y vencer al mundo, que la Revelación la sostenga y complete (…).
He aquí otra observación: la conciencia es una regla práctica; por ello, sólo es posible una oposición entre ella y la autoridad del Papa cuando éste promulga leyes, o da órdenes especiales, u otros preceptos de este tipo. Pero un papa no es infalible en sus leyes ni en sus mandamientos, ni en sus actos de gobierno, ni en su administración, ni en su conducta pública (…). ¿Fue infalible san Pedro en Antioquía, cuando san Pablo se le resistió? ¿San Víctor fue infalible cuando excluyó de su comunión a las Iglesias de Asia? ¿O Liberio cuando excomulgó a Atanasio? Y acercándonos a una época más reciente, ¿lo fue Gregorio XIII cuando hizo acuñar una medalla en honor de la matanza de la noche de san Bartolomé? ¿O Paulo IV en su conducta con Isabel (de Inglaterra)? ¿O Sixto Quinto cuando bendijo la Armada? ¿O Urbano VIII cuando persiguió a Galileo? Ningún católico pretendió jamás que estos papas fueran infalibles al obrar así. Puesto que la infalibilidad podría entorpecer el ejercicio de la conciencia, y puesto que el Papa no es infalible en el dominio en que la conciencia posee la autoridad suprema, ningún callejón sin salida (como el contenido en la objeción a la que contesto), puede acorralarnos para escoger entre la conciencia o el Papa.
Pero vuelvo a repetir, por miedo a que mi pensamiento sea mal interpretado, que cuando hablo de la conciencia, me refiero a la conciencia que merece ser llamada así. Si tiene derecho a oponerse a la autoridad del Papa, cuando ésta es suprema pero no infalible, debe ser algo distinto de ese miserable falso semblante que, como ya he dicho, toma ahora el nombre de conciencia. Si, en un caso particular, debe tomarse por guía sagrado y soberano, sus órdenes —para prevalecer contra la voz del Papa— deben haber estado precedidas de una seria reflexión, de oraciones y de todos los medios posibles para llegar a una opinión verídica sobre el asunto en cuestión. Además, la obediencia al Papa está, como se dice, «en posesión», es decir, que el onus probandi de establecer pruebas contra él, igual que en todos los casos de excepción, pertenece a la conciencia (…). Prima facie, es un deber necesario, aunque no sea más que por la lealtad, creer que el Papa tiene razón, y obrar conforme a sus preceptos.
Si esta regla indispensable se observara, los choques entre la autoridad del Papa y la autoridad de la conciencia serían muy raros. El cristiano debe sobreponerse a ese espíritu vil, estrecho, egoísta y ramplón que le impulsa —cuando se le da una orden eventual— a oponerse al superior que ha dado esa orden, a preguntarse si no se excede en sus atribuciones y a regocijarse por poder mezclar cierto escepticismo en cuestiones de moral práctica. No es necesario que haya decidido voluntariamente el pensar, hablar u obrar, exactamente a su capricho (…).
Por otra parte, dado que para los casos extraordinarios, la conciencia de cada uno es libre, tenemos la garantía y la certidumbre (si necesitamos tenerla) de que ningún papa podría forjar nunca para sus fines personales una falsa ley de la conciencia (…).
Una palabra más. Si después de una comida, me viera obligado a lanzar un brindis religioso —lo que evidentemente no se hace—, bebería a la salud del Papa, creedlo bien, pero primeramente por la conciencia, y después por el Papa.


Tomado de: Newman, J.H. Pensamientos sobre la Iglesia. Textos presentados por O. Karrer. Ed. Stella, Barcelona, 1964, pp. 119 y ss.

Comentarios introductorios sobre la importancia de la ortodoxia.


Curiosamente, nada expresa mejor el enorme y silen­cioso mal de la sociedad moderna que el uso extraordi­nario que hoy día se hace de la palabra «ortodoxo». Antes, el hereje se enorgullecía de no serlo. Herejes eran los remos del mundo, la policía y los jueces. Él era or­todoxo. Él no se enorgullecía por haberse rebelado con­tra ellos; eran ellos quienes se habían rebelado contra él. Los ejércitos con su cruel seguridad, los reyes con sus fríos rostros, los decorosos procesos del Estado, los razonables procesos de la ley; todos ellos, como cor­deros, se habían extraviado. El hombre se enorgulle­cía de ser ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se plantaba solo en medio de un erial ululante era algo más que un hombre; era una iglesia. Él era el centro del universo; a su alrededor giraban los astros. Ni todas las torturas sacadas de olvidados infiernos lograban que admitiera que era un hereje. Pero unas pocas frases modernas le han llevado a jactarse de ello. Hoy, entre risas conscien­tes, afirma: «Supongo que soy muy hereje»; y se vuelve, esperando recibir el aplauso. La palabra «herejía» ya no sólo no significa estar equivocado: prácticamente ha pasado a significar tener la mente despejada y ser va­liente. Ello sólo puede indicar una cosa: que a la gente le importa muy poco tener razón filosófica. Pues sin duda un hombre debería preferir confesarse loco antes que hereje. El bohemio, con su corbata roja, debería de­fender a capa y espada su ortodoxia. El dinamitero, al poner una bomba, debería sentir que, sea o no otra cosa, al menos es ortodoxo.
Por lo general, resulta una necedad que un filósofo prenda fuego a otro en el mercado de Smithfield por es­tar en desacuerdo con sus teorías sobre el universo. Eso se hacía con frecuencia en el último periodo de deca­dencia de la Edad Media, y se erraba por completo en el objetivo. Pero hay algo infinitamente más absurdo y poco práctico que quemar a un hombre por su filosofía, y es el hábito de asegurar que su filosofía no importa, algo que se practica universalmente en el siglo XX, en la decadencia del gran periodo revolucionario. Las teorías generales se condenan en todas partes: la doctrina de los derechos del hombre se contrapone a la doctrina de la caída del hombre. El propio ateísmo nos resulta dema­siado teológico hoy día. La revolución misma es de­masiado sistemática; la libertad misma, demasiado res­trictiva. No deseamos generalizaciones. Bernard Shaw lo ha expresado en un epigrama perfecto: «La regla de oro es que no hay regla de oro». Cada vez más nos ocu­pamos de los detalles en el arte, la política, la literatura. Importa la opinión de un hombre sobre los tranvías, so­bre Botticelli. Pero su opinión sobre el todo no importa. Puede mirar a su alrededor y explorar un millón de ob­jetos, pero no debe, bajo ningún concepto, dar con ese objeto extraño, el universo, pues si lo hace tendrá una religión, y se perderá. Todo importa, excepto el todo.
Apenas hacen falta ejemplos de esta total levedad en relación con el tema de la filosofía cósmica. Apenas ha­cen falta ejemplos para comprobar que, sea lo que sea lo que creemos que afecta a los asuntos de índole práctica, no creemos que importe que un hombre sea pesimista u optimista, cartesiano o hegeliano, materialista o espiri­tualista. Permítanme, no obstante, escoger un caso al azar. En tomo a cualquier mesa inocente, tomando un té, es fácil oír a un hombre decir: «La vida no merece la pena». Lo aceptarnos como quien acepta la afirmación de que el día es soleado. Nadie piensa que eso pueda re­percutir gravemente en el hombre o en el mundo. Y, sin embargo, si esas palabras fueran ciertas, el mundo se pondría patas arriba. A los asesinos les concederían medallas por librar a los hombres de la vida, a los bom­beros se los denunciaría por impedir la muerte; los ve­nenos se usarían como medicinas; se llamaría a los mé­dicos cuando la gente se sintiera bien, las sociedades filantrópicas serían erradicadas como hordas de asesi­nos. Y, sin embargo, nunca especulamos sobre si ese pesimista fortalece o desorganiza la sociedad, pues esta­mos convencidos de que las teorías no importan.
Esa no era precisamente la idea de quienes nos in­trodujeron a la libertad. Cuando los viejos liberales suprimieron las mordazas de todas las herejías, su idea era que, de ese modo, pudieran producirse descubri­mientos religiosos y filosóficos. Para ellos, la verdad cósmica era tan importante que todos debíamos poder aportar nuestro testimonio independiente. La idea mo­rtífera, por el contrario, es que la verdad cósmica im­porta tan poco que nada de lo que nadie diga sobre ella es relevante. Aquéllos liberaron la investigación como quien libera a un perro noble; éstos la liberan como quien devuelve al mar un pez incomestible. Jamás ha habido tan poco debate sobre la naturaleza del hombre como ahora, cuando precisamente, por primera vez, to­dos pueden debatir sobre ella. Las viejas restricciones implicaban que sólo a los ortodoxos se les permitía abordar el tema de la religión. La libertad moderna im­plica que no se permite a nadie abordarlo. El buen gus­to, la última y más vil de las supersticiones humanas, ha logrado silenciarnos allí donde el resto había fracasado. Hace sesenta años era de mal gusto ser ateo reconoci­do. Luego llegaron los seguidores de Bradlaugh, los úl­timos hombres religiosos, los últimos para quienes Dios era importante. Pero no pudieron hacer nada; hoy sigue siendo de mal gusto ser un ateo declarado. Pero su ago­nía sólo ha conseguido que hoy sea también de mal gus­to ser un cristiano declarado. La emancipación sólo ha logrado encerrar al santo en la misma torre de silencio que ocupaba el heresiarca. Y entonces hablamos de lord Anglesey y del tiempo, y decimos que esa es la absolu­ta libertad de los credos.
Con todo, hay personas -entre las que me cuento- que creen que lo más práctico e importante de los hom­bres sigue siendo su concepción del universo. Creemos que para la propietaria de una casa de huéspedes que esté pensando en aceptar a un nuevo inquilino es im­portante conocer sus ingresos, pero más importante aún es conocer su filosofía. Creemos que para un general a punto de luchar contra el enemigo es importante cono­cer la filosofía de dicho enemigo. Creemos que la cues­tión no es si la teoría del cosmos influye sobre las cosas, sino si, a largo plazo, hay alguna otra cosa que influya sobre ellas. En el siglo XV, los hombres interrogaban y torturaban a otros por predicar actitudes inmorales; en el siglo XIX, jaleamos y elogiamos a Oscar Wilde por predicar esa misma actitud, y después le rompimos el corazón al condenarlo por llevarla a la práctica. Tal vez pueda cuestionarse cuál de los dos métodos resulta más cruel, pero no cuál resulta más descabellado. La época de la Inquisición, por lo menos, no vivió la vergüenza de crear una sociedad que convirtió en ídolo a un hombre por predicar las mismas cosas por cuya práctica le con­denaron.
Hoy, en nuestro tiempo, la filosofía o la religión, es decir, nuestra teoría sobre las cosas más elevadas, ha sido expulsada, más o menos simultáneamente, de dos de los campos que ocupaba. Los ideales generales do­minaban la literatura. Y han sido expulsadas de ella al grito de «el arte por el arte». Las ideas generales tam­bién dominaban la política. Y han sido expulsados de ella en aras de la «eficiencia», al grito de lo que podría traducirse libremente por «la política por la política». Con gran persistencia, a lo largo de los últimos veinte años, los ideales de orden y libertad han menguado en nuestros libros; la ambición de ser ingeniosos y elo­cuentes ha disminuido en nuestros parlamentos. La li­teratura se ha vuelto deliberadamente menos política; la política se ha vuelto deliberadamente menos litera­ria. Y así, las teorías generales sobre la relación que existe entre las cosas han desaparecido de ambas. Y es­tamos en posición de preguntar: «¿Qué hemos ganado o perdido con esta desaparición? ¿Es mejor la literatu­ra, es mejor la política, tras haber descartado al mora­lista y al filósofo?».
Cuando todo lo que respecta a un pueblo se vuelve débil e ineficaz, se empieza a hablar de eficacia. Lo mis­mo sucede cuando el cuerpo de un hombre zozobra; en­tonces ese hombre, por primera vez, empieza a hablar de salud. Los organismos vigorosos no hablan de sus procesos sino de sus metas. No puede haber mejor prueba de la eficacia física de un hombre que cuando habla alegremente de un viaje al fin del mundo, Y no puede haber mejor prueba de la eficacia práctica de una nación que cuando habla constantemente cíe un viaje al fin del mundo, un viaje al Día del juicio y a la Nueva Jerusalén. No hay mayor señal de absoluta salud mate­rial que la tendencia a perseguir alocados ideales; es du­rante la primera exuberancia de la niñez cuando pedi­mos la luna. Ninguno de los hombres fuertes de las eras fuertes habría comprendido el significado de «trabajar para la eficacia», Hildebrand no habría dicho que tra­bajaba para la eficacia, sino para, la Iglesia católica. Danton no habría dicho que trabajaba para la eficacia, sino para la libertad, la igualdad y la fraternidad. In­cluso si el ideal de esos hombres era, simplemente, echar escaleras abajo a otros hombres de un puntapié, pensaban en las metas, como hombres, y no en los pro­cesos, como paralíticos. No decían: «Elevando con efi­cacia mí pierna derecha, usando, como constatará, los músculos del muslo y la pantorrilla, que se hallan en perfecto estado, yo...». Ellos sentían las cosas de otro modo. Se hallaban tan impregnados de la hermosa vi­sión del hombre a los pies de una escalera, que en ese éxtasis el resto seguía como un destello. En la práctica, el hábito de generalizar e idealizar no significaba en ab ­soluto sucumbir a una debilidad mundana. La época de las grandes teorías era época de grandes resultados. En la era del sentimiento y las buenas palabras, a finales del siglo xviii, los hombres eran en realidad robustos y eficaces. Quienes vencieron a Napoleón eran unos sen­timentales. Los cínicos no atraparían ni a De Wet. Hace cien años eran los retóricos quienes dirimían, triun­fantes, nuestros asuntos, para bien o para mal. Ahora, nuestros asuntos los confunden, irremediablemente, hombres fuertes y silenciosos. Y del mismo modo en que ese repudio a las grandes palabras y las grandes vi­siones ha generado una raza de hombres de escasa talla en política, también ha alumbrado una raza de hom­bres de escasa talla en las artes. Nuestros políticos mo­dernos se abrogan la licencia colosal de un césar y un superhombre, defienden que son demasiado prácticos para ser puros, y demasiado patrióticos para ser mora­les; pero el resultado de todo ello es que un mediocre llega a ministro de Economía. Nuestros nuevos filóso­fos artísticos exigen la misma licencia moral, una liber­tad para destrozar cielo y tierra con su energía; pero el resultado de todo ello es que un mediocre llega a poeta laureado. No digo que no existan hombres más fuertes que éstos, pero ¿diría alguien que existen hombres más fuertes que aquéllos de la antigüedad, dominados por su filosofía y comprometidos con su religión? Puede discutirse si el compromiso es mejor que la libertad. Pero a cualquiera le resultaría difícil negar que su com­promiso dio más frutos que nuestra libertad.
La teoría de la inmoralidad del arte se ha establecido con firmeza entre las clases estrictamente artísticas. Tie­nen libertad para producir lo que se les antoje. Tienen libertad para escribir un Paraíso perdido en el que Sa­tán venza sobre Dios. Tienen libertad para escribir una Divina comedia en la que el cielo se halle bajo el suelo del infierno. ¿Y qué han hecho? ¿Han producido, en su universalidad, algo más grande y más hermoso que las palabras pronunciadas por el aguerrido católico gibelino, por el rígido maestro de escuela puritano? Sabe­mos que sólo han creado unas pocas redondillas. Milton no sólo los supera en devoción, los supera también en su propia irreverencia. En todos sus librillos de poe­mas no hallarán un mejor desafío a Dios que el que pronuncia Satán. Ni encontrarán un sentimiento de pa­ganismo tan imponente como el que sintió aquel fiero cristiano que Farinata describió irguiendo mucho la ca­beza en desdén del infierno. Y la razón es obvia. La blasfemia es un efecto artístico, porque depende de una convicción filosófica. La blasfemia depende de la creen­cia, y se desvanece con ella. Si alguien lo duda, que se siente y trate de provocarse ideas blasfemas sobre Thor. Creo que sus familiares lo hallarán, transcurridas unas horas, en un estado de fatiga extrema.
Así pues, ni en el mundo de la política ni en el de la literatura, el rechazo a las teorías generales ha demos­trado ser un éxito. Tal vez hayan existido muchos idea­les descabellados y engañosos que, de vez en cuando, han desconcertado a la humanidad. Pero no ha existi­do, sin duda, un ideal en la práctica más descabellado y engañoso que el ideal de la practicidad. Con nada se han perdido más oportunidades que con el oportunismo de lord Rosebery. Él es, ciertamente, un símbolo viviente de esta época: el hombre que es, en teoría, un hombre práctico, y en la práctica, menos práctico que un teóri­co. Nada en el universo resulta menos sensato que esa veneración por la sabiduría mundana. Un hombre que no deja de pensar en si esta o aquella raza son fuertes, en si esa o aquella causa resultan prometedoras, es el hombre que jamás creerá en nada el tiempo suficiente como para que se imponga aquello en lo que cree. El político oportunista es como el hombre que deja de ju­gar al billar porque le han ganado al billar, que deja de jugar al golf porque le han ganado al golf. No hay nada que debilite más, en lo referido a las perspectivas de tra­bajo, que esa inmensa importancia que se da a la victo­ria inmediata. No hay nada que fracase tanto como el éxito.
Una vez he descubierto que el oportunismo fracasa, me he sentido inclinado a estudiarlo con más deteni­miento y, al hacerlo, he visto que no puede ser de otro modo. Percibo que es mucho más práctico empezar por el principio y discutir de teorías. Veo que los hombres que se mataron por la ortodoxia del homoousion eran mucho más sensatos que quienes discuten sobre la Ley de Educación. Pues los dogmáticos cristianos trataban de establecer un reino de santidad, y de definir, en primer lugar, lo que era realmente sagrado. Pero nues­tros modernos pedagogos tratan de establecer una li­bertad religiosa sin determinar antes qué es religión y qué es libertad. Si los antiguos sacerdotes forzaban a la humanidad a comulgar con un juicio, al menos, previa­mente, se tomaban la molestia de acotarlo. Perseguir a causa de una doctrina sin siquiera estipularla es algo que ha quedado para las turbas modernas de anglica­nos e inconformistas.
Por estas razones, y muchas más, yo, concretamente, he llegado a creer en el regreso a lo fundamental. Esa es la idea general de esta obra. Deseo discutir con mis más distinguidos contemporáneos, no sólo personalmente o de un modo meramente literario, sino en relación con el cuerpo real de la doctrina que enseñan. A mí no me in­teresa Rudyard Kipling en tanto que prolífico artista o personalidad vigorosa; a mí me interesa en tanto que hereje, es decir, en tanto que hombre cuya visión de las cosas tiene la osadía de diferir de la mía. No me intere­sa Bernard Shaw en tanto que uno de los hombres vivos más brillantes y más sinceros; a mí me interesa en tan­to que hereje, es decir, en tanto que hombre cuya filo­sofía es bastante sólida, bastante coherente, y bastante equivocada. Regreso a los métodos doctrinales del si­glo xiii, inspirado en la confianza general de lograr algo.
Supongamos que en la calle se produce una conmo­ción general por algo, digamos que por una farola de gas, con la que muchas personas influyentes pretenden acabar. Un monje de hábito gris, que es el espíritu de la Edad Media, es convocado para que dé su opinión, y empieza por decir, a la manera ardua de los escolásti­cos: «Consideremos en primer lugar, hermanos míos, el valor de la luz; si la luz, en sí misma, es buena...». Lle­gado a este punto, la gente, no sin excusarse, se aleja de él. Todos se acercan apresuradamente a la farola que, en cuestión de diez minutos, acaba en el suelo. Y se fe- licitan unos a otros por su practicidad nada medieval. Pero con el tiempo se ve que las cosas no resultan tan fáciles. Hay gente que ha derribado la farola porque quería instalar luz eléctrica; otros porque prefieren las viejas, de hierro; otros porque desean que reine la oscu­ridad y poder, de ese modo, obrar mal. Algunos creen que no basta con derribar una farola; otros, que ya es demasiado; algunos han actuado porque querían des­truir el mobiliario municipal; otros, porque querían destruir algo. Y en medio de las tinieblas estalla la gue­rra, y nadie sabe contra quién lucha. De modo que, gradual e inevitablemente, hoy, mañana, pasado, regre­sa la convicción de que el monje tenía razón y de que todo depende de cuál sea la filosofía de la luz. La dife­rencia es que lo que podríamos haber discutido a la luz de la farola de gas, nos vemos obligados a abordarlo a oscuras.


G.K. Chesterton, “Herejes”, El Cobre Ediciones, Barcelona 2007.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Actualidad de Santo Tomás.

Brillante síntesis del p. Leonardo Castellani sobre las dos corrientes filosóficas, dos comsmovisiones que se encuentran en constante combate en nuestra época.


Santo Tomás es sumamente actual, e irá siéndolo más y más in dies. La razón es que intelectualmente no existirán más que Hegel y Tomás de Aquino trabados en lucha a muerte, dentro de poco. Estamparé aquí una afirmación osada, que a quien le parezca disparatada o temeraria no tiene más que pedirme se la pruebe… Es ésta: en la época en que estamos, la Epoca Atómica (que yo llamaría “Parusíaca”), no habrá más filosofía. Habrá solamente Teología; la filosofía habrá retrocedido a sus raíces religiosas. Habrá una lucha religiosa a muerte entre el ateísmo y la Iglesia Católica, es decir, entre la teología de Hegel y la de Tomás de Aquino. Podemos adelantar que Hegel vencerá, pero no para siempre.

Hace ya un siglo, el gran Menéndez Pelayo exclamó (en Ideas Es­téticas, tomo 4, I): “¡No hay filósofos, y quizás no los habrá ya nunca!”, que es lo que estamos diciendo. Tampoco los hubo después del gran crítico hasta nuestros días. Pero, ¿y esa bandada de filósofos disemina­dos por todo? Aquí en Buenos Aires tenemos como cinco… No son filósofos: son profesores de filosofía. Son discípulos, seguidores, epígo­nos de Hegel. Y lo mismo se ha de decir, pese a quien pese, de Bergson, de Max Scheller, de Gentile, de Julián Marías y de Ortega, etc., etc. Son a veces brillantísimos expositores, pero filósofos no son. Son flor de un día.

El de Aquino tiene en pos de sí a quienes podemos denominar filósofos sil vous plait: Rosmini, Maritain, Marechal, Zeferino Gonzá­les, Balmes, Ramírez, Josef Pieper, Haecker, Peter Wust… y otros. Y una brillantísima falange de expositores, como Zigliara, Mercier, Gus­tave Truc, De Wulf, Descogs, Rousselot, Sertillanges, Mandonnet, Thon­nard, Mánser, Bochenski, Garrigou Lagrange, Gardeil, Gredt, Gilson, etc. Se podría llenar una página de nombres.

Vean por otro lado las numerosas “escuelas” de filósofos actuales, si no están todas (excepto las tomistas) tocadas de una manera u otra por Hegel: desde los neohegelianos puros, que son legión, hasta los ateos, marxistas, materialistas, fenomenólogos, nietzcheanos… Eso irá en aumento hasta que no queden en finiquito más que la religión en su forma más pura y el hegelismo también puro, es decir, panteísta y ateo, con sus derivados, naturalismo y modernismo.

El causante de esta polarización en marcha fue un teólogo extraño y poderoso llamado Söeren Kierkegaard –si lo quieren mejor en espa­ñol, Suero Kirkegord–. Al fin de su vida, todas sus posiciones prin­cipales (testigo su expositor, traductor y biógrafo, Knud Ferlov) coin­cidían con las de Tomás de Aquino. Sobre esto hemos escrito un libro (De Kirkegord a Tomás de Aquino).

¿Cómo lo hizo? Rebatiendo a Hegel, con una refutación definitiva que está en su Postdata no científica definitiva principalmente, y luego en el resto de su obra. Educado en Hegel y Lutero, se desprendió con energía de los dos en el largo itinerario a Dios de su corta vida. Murió a los 43 años. Si hubiera vivido más, muy probablemente se hubiese reducido a la Iglesia Católica, pues al teólogo oficial de la Iglesia, Tomás de Aquino, ya había llegado solo, a oscuras, sin conocer de él ni una línea.

El historiador idealista Kuno Fischer escribió que Hegel era la “cúspide de la filosofía”. Si hubiera añadido “moderna” estaría en lo cierto. Hegel es el final del camino antitomista abierto por Descartes. Es el anti-Aristóteles, el Aristóteles invertido, patas para arriba: el devenir en lugar del Ser. Pero tiene una potencia de pensar y sistemar comparable a la del Estagirita. Pues bien, el endiosado Kirkegord lo derrumba entero con sólo retirarle el cimiento: el comienzo del filosofar no es el Devenir, sino el Ser. Antes que Heráclito, Parménides, y mejor la síntesis de ambos: Tomás, el “Buey Mudo”.

Lo primero que conocemos son las cosas sensibles, que por abs­tracción de nuestro intelecto nos llevan a Dios, tanteado en las tinieblas de lo Sumo. El principio de no contradicción, “nada puede ser y no ser” (a la vez, en el mismo sentido), eliminado por Hegel, es inelimi­nable. Es el gozne mismo de nuestro pensar. Claro, el que elimina el principio de no contradicción puede llegar después adonde quiera: a decir que el Espíritu Absoluto es a la vez Dios y el hombre, en con­tinua evolución, por ejemplo.

La filosofía greco-latino-cristiana dijo su última palabra en el de Aquino. La filosofía antiescolástica-anticristana moderna dijo su última palabra en Jorge Guillermo Federico Hegel. Ya no queda nada que inventar: sólo se puede glosar y, si acaso, reconstruir y completar. Kir­kegord quedó sepultado casi un siglo, y lo resucitaron los alemanes, traduciéndolo del danés después de la Guerra del 14. Y Santo Tomás estuvo sepultado como seis siglos y fue resucitado por el Papa León XIII. Los dos escribieron para nuestra época, la Época Atómica; o, si quieren creerme, la Época Parusíaca.


R.P. Leonardo Castellani, visto en Ecce Christianvs, 13-Ago-2014.

jueves, 28 de agosto de 2014

Fulton J. Sheen: La Virgen de la Esperanza.


Nuestro mundo moderno se caracteriza por designios profundos.
Advertimos en nosotros miedo y ansiedades.
Los hombres de otros tiempos temían a Dios, pero era un temor distinto al que hoy sentimos; antes se preocupaban de no ofender a Dios porque le amaban. Luego vinieron las guerras mundiales, que infundieron en los hombres un terror irrechazable de unos a otros.
Hoy todos nos sentimos humillados y amedrentados, ante el elemento más pequeño del universo: ¡el átomo!
El mal de un individuo quedó convertido en el mal de toda la humanidad a partir del día en que se arrojó la primera bomba atómica. Desde entonces, la muerte es la pesadilla de la sociedad y de la civilización, y, de esta forma, la Religión se ha convertido, aun por razones políticas, en la base de la vida humana.
En la antigüedad, los babilonios, griegos y romanos se batieron en nombre de sus propias divinidades. Más tarde, el Islamismo oprimió al mundo cristiano, dejando reducidos los 750 Obispos que había en África en el siglo VII a los cinco del siglo XI. Pero el Islamismo no combatió a Dios, sino que solamente luchó contra los que creían en el Dios que se había revelado en Jesús. La diferencia de las teorías consistía en la elección de los medios para llegar a Dios, considerado por unos y por otros como el fin de la vida.
Ahora todo ha cambiado.
Ya no hay guerras de religión. Existe la lucha desencadenada contra toda fuerza, contra toda idea religiosa.
El comunismo no niega a Dios con la misma apatía que lo hace un estudiante de Bachillerato; el comunismo quiere destruir la idea de Dios; no sólo niega su existencia, sino que pervierte el concepto. A Dios quiere sustituirlo con el hombre dictador y dueño del mundo.
Hoy nos vemos forzados a escoger entre Dios y sus enemigos, y entre Democracia y Fe en Dios, y el ateísmo y la dictadura.
La preservación de la civilización y de la cultura está íntimamente ligada a la defensa de la religión. Si los enemigos de Dios fuesen a prevalecer, habría que rehacerlo todo.
Pero en el mundo moderno hay una tercera característica: la tendencia a perderse en la naturaleza.
El hombre debe mantener dos contactos estrechos para ser feliz: Uno vertical, con Dios; el otro, horizontal, con su prójimo.
En la actualidad, el hombre ha interrumpido las relaciones con Dios por medio de la indiferencia y de la apatía religiosa y ha hecho pedazos las relaciones sociales, con la guerra. Y como quiera, que sin felicidad no se puede vivir, ha tratado de compensar los contactos perdidos con una tercera dimensión de profundidad con la que espera anularse en la naturaleza. El que antes se ufanaba de estar hecho a imagen y semejanza de Dios, comenzó a jactarse de ser el creador de sí mismo y de haber hecho finalmente a Dios a su imagen y semejanza.
Con este falso humanismo empezó la bajada de lo humano a lo animal.
El hombre admitió que descendía de las bestias, apresurándose a confirmarlo en enseguida con una guerra bestial.
Más recientemente aún, el hombre se ha identificado por completo con la naturaleza afirmando que no es sino una compleja composición química.
Hace mucho se ha denominado “el hombre atómico”. De esta forma, la Teología se ha reducido a Psicología, la Psicología a Biología y ésta a Física. Ahora podemos comprender mejor lo dicho por Cournot, que en el siglo XX Dios dejaría a los hombres en poder de las leyes mecánicas, de las que Él mismo era autor.
Permitid que me explique:
La bomba atómica actúa sobre la humanidad lo mismo que el excesivo alcohol en un individuo. Si un hombre abusa del alcohol y bebe demasiado, éste se rebela y habla de este modo al alcoholizado: “Dios me crió para curar y proporcionar alegría, usado racional y moderadamente, pero tú has abusado de mí. Por eso me vuelvo contra ti. Desde ahora, tendrás jaquecas, aturdimientos, dolor de estómago; perderás el uso de la razón y te harás mi esclavo, aunque yo no he sido criado para esto.”
Lo mismo ocurre con el átomo, que dice al hombre: “Dios me creó y puso en el universo la energía atómica, y por ello alumbra el sol al mundo. La gran fuerza que el Todopoderoso encerró en mi corazón fue creada para servir a fines pacíficos, para iluminar vuestras poblaciones, para impulsar vuestros motores, para aligerar el trabajo humano. En cambio, vosotros habéis robado el fuego del cielo, como Prometeo, y lo habéis empleado la primera vez para destruir ciudades enteras. Originariamente no se empleó electricidad para matar a ningún hombre, pero, en cambio, la energía atómica la habéis empleado para matar a millares de ellos. Por este motivo me volveré contra vosotros, haré que temáis lo que deberíais apreciar, y millones de pechos de entre vosotros temblarán horrorizados ante los enemigos que vendrán a devolveros lo que habéis hecho con ellos: transformaré la humanidad en un Frankestein que se defenderá metiéndose en los refugios antiaéreos contra los monstruos que habéis creado.” No es que Dios abandone al mundo, sino que el mundo ha abandonado a Dios al unir su suerte con la de la naturaleza, separada de la naturaleza de Dios.
La bomba atómica significa que el hombre se ha hecho esclavo de la naturaleza y de la física que había creado Dios para que le sirviera.
Este estado de cosas hace surgir una pregunta: “¿Hay aún alguna esperanza?” Ciertamente que sí, y ¡una muy grande esperanza!
La esperanza última es Dios, pero la gente está tan alejada de Él, que no logra salvar de un salto el abismo que le separa de Él.
Debemos partir de cómo sea el mundo, y el mundo está absorbido por la naturaleza, cuyo símbolo es actualmente la bomba atómica. El pensamiento de la Divinidad aparece muy alejado.
¿Y no habrá en toda la naturaleza creada algo puro e incontaminado con lo que podamos reemprender el camino de regreso?
Aquí lo tenemos: es lo que Wodsworth llamaba “la única gloria de la naturaleza corrompida”. Esta gloria y esperanza es la Mujer.
No es una diosa, no es de naturaleza divina, ni tiene, por tanto, derecho de que se le adore, aunque sí de que se le venere, y salió de la materia física y cósmica, pero tan sumamente santa y buena, que cuando Dios bajó a la tierra la eligió por Madre Suya y Señora del mundo. Es en extremo interesante hacer resaltar que la Teología de los rusos, antes de que el corazón de su pueblo se helase con las teorías de los enemigos de Dios, enseñaban que Jesucristo vino al mundo para iluminarle, cuando los hombres habían rechazado al Padre Celestial. Añadía que cuando el mundo hubiese rechazado a Jesucristo, como hace ahora, de las tinieblas de la noche del pecado surgiría Su Madre, para dar luz a la oscuridad y guiar al mundo hacia la paz.
La hermosa aparición de la Virgen Bendita de Fátima, en Portugal, de abril a octubre de 1917, fue una comprobación de la tesis rusa: cuando menos hubiere reconocido el mundo al Salvador, Él nos mandaría a Su Santísima Madre para salvarnos. Y fue precisamente en el mismo mes en que estalló la Revolución bolchevique cuando hizo la Virgen su principal revelación. En otra transmisión trataremos de lo que se dijo entonces. De lo que quiero hablar hoy es de la Danza del Sol, que se verificó el 13 de octubre de 1917. Los amantes de la Madre de Nuestro Señor no necesitan pruebas ulteriores. Y como los que desgraciadamente no conocen ni al Uno ni a la Otra preferirán los testimonios de quienes rechaza, ya sea a Dios o a Su Madre, presentaré la descripción hecha del fenómeno por el articulista ateo del entonces diario anárquico portugués “O Século.”
Dicho periodista fue uno de los 70,000 espectadores que observaron el prodigio. Y lo describe así: “Un espectáculo único e increíble… Puede verse la inmensa muchedumbre vuelta al sol, que aparece libre de nubes en pleno mediodía. El astro rey semeja un disco de plata y se le puede mirar sin molestia alguna… La gente, con la cabeza descubierta y presa de terror, abre los ojos, intentando escudriñar el azul del cielo. El sol se ha estremecido y hecho unos movimientos bruscos, sin precedentes y fuera de todas las leyes cósmicas: Según expresión gráfica de los campesinos, “El sol bailaba.” Daba vueltas en torno suyo, como una rodancha o rueda de juegos artificiales, y llegó casi a quemar la tierra con sus rayos… Queda para los competentes opinar sobre la danza macabra del sol, que hoy ha hecho Fátima que los pechos de los fieles prorrumpiesen en ¡Hosanas! Y a impresionado a los librepensadores y a los que menos se preocupan por los problemas religiosos.”
Otro diario ateo y anticlerical, “A Orden,” escribió: “El sol aparece circundado en unos momentos por llamas de color carmesí, y en otros, auroleado de amarillo y matices rojizos. Pareció girar sobre sí mismo en rápido movimiento de rotación, desprendiéndose aparentemente del cielo para acercarse a la tierra, irradiando un intenso calor.”
¿Por qué se serviría Dios Todopoderoso de la única fuente de luz y de calor indispensable a la naturaleza para revelarnos el mensaje de la Virgen e 1917, en la terminación de la primera guerra mundial, si no iban a arrepentirse los hombres? Solamente podemos hacer conjeturas. ¿Quería, acaso, significar que la bomba atómica oscurecería al mundo como un sol vacilante?
No lo creo.
Tengo por más seguro que fuese una señal de esperanza y que significase que la Virgen nos ayudaría a huir de la perversión de la naturaleza realizada por el hombre.
La Sagrada Escritura nos tiene anunciado: “Después aparecerá un gran prodigio en el cielo, una mujer que tendrá al sol por manto” (Apocalipsis, 12, 1).
Durante siglos y siglos ha dicho la Iglesia en sus cantos a María, “Electa ut Sol,” bella como el sol, que da la vuelta al mundo esparciendo su luz por doquier, salvo donde los hombres se guardasen de ella, calentando lo que estuviere frío, abriendo los capullos para convertirlos en flores y dando fuerza a lo que estuviere debilitado. ¡Fátima no es una advertencia, sino una esperanza!
Mientras el hombre toma el átomo y lo desintegra para anonadar al mundo, María mueve el sol como un juguetillo colgado de su muñeca para convencer al mundo de que Dios le ha conferido un enorme poder sobre la naturaleza, pero no para la muerte, sino para la luz, la vida y la esperanza.
El problema del mundo moderno no es la existencia de la gracia, sino la existencia de la naturaleza y su necesidad de la gracia.
María es el eslabón de conjunción y nos asegura que no se nos destruirá porque la misma central de la energía atómica, el sol, es un juguete en sus manos.
De la misma manera que Cristo hace de mediador entre Dios y el hombre, la Virgen hace de mediadora entre el mundo y Cristo.
Así como un hijo desnaturalizado que se hubiese rebelado contra su padre y se hubiese marchado de la casa paterna se dirigiría a la madre, al querer volver, para que intercediese con el padre, de igual modo debemos recurrir nosotros a María, la única criatura pura y sin mancha que puede interceder entre nosotros, hijos rebeldes, y su Divino Hijo.
No es necesaria una tercera guerra mundial, y aun lo será menos si ponemos a la Mujer contra el átomo.
La ciencia ha hecho cuanto estaba de su parte para nuestra comodidad en la tierra, y ahora, por el contrario produce una cosa que podría dejarnos a todos sin hogar. Temerosos de esto, volvámonos a la Mujer, que también se vio sin techo protector porque “no había sitio en las posadas”.
Rusia es cierto que quisiera conquistar el mundo para Satanás. Pero nosotros seguimos esperando. Entre las criaturas hay una mujer que puede acercarse al mal sin que ésta la muerda. En los albores de la historia de la humanidad, cuando el diablo tentó al hombre para que le sustituyese su amor a Dios por el egoísmo, Dios prometió que el talón de una Mujer aplastaría la cabeza de la serpiente. Que en vez de una cobra roja que mate sean la hoz y el martillo, tiene poca importancia para la Mujer a través de la cual conquiste Dios la hora del mal. Empezad por rezar como no lo habéis hecho hasta el presente. Rezad el Rosario por la mañana, mientras os dirigís al trabajo, en vuestra casa cuando tengáis un rato libre y durante vuestro trabajo en el campo o en el almacén.
¡Si rezamos, no habrá más guerra! Eso es absolutamente cierto.
El pueblo ruso no ha de conquistarse mediante una guerra. ¡Demasiado ha sufrido en estos treinta y tres últimos años!
Se debe acabar con el comunismo, y esto puede lograrse mediante una revolución interior.
Rusia no tiene contra sí una bomba atómica tan sólo, sino dos. La segunda bomba es el sufrimiento de su pueblo, que gime bajo el yugo de la esclavitud. ¡Cuando explote, lo hará con una fuerza infinitamente superior a la del átomo!
Pero también tenemos nosotros necesidad de una revolución como Rusia.
Nuestra revolución debe venir desde el interior de nuestros corazones, es decir, que hemos de reconstruir nuestras vidas, del mismo modo que la revolución rusa debe comenzar por el interior, sacudiéndose el yugo de Satanás.
La revolución rusa marchará al paso de la nuestra. Pero, sobre todo, hemos de tener esperanza. Si para el mundo no hubiese esperanza de salvación, ¿hubiese enviado Jesús a Su Madre con la energía atómica del sol a sus órdenes?
¡Oh María! Hemos desterrado a tu Divino Hijo de nuestras vidas, de nuestras asociaciones, de nuestra educación y de nuestras familias. ¡Ven con la luz del sol como símbolo de Su Poder! Rompe nuestras guerras, nuestra oscura inquietud. Enfría la boca de los cañones encendidos por la guerra. Aparta nuestras mentes del átomo y nuestras almas del abuso de la naturaleza.
Haznos renacer en tu Divino Hijo a nosotros tus ya antiguos hijos de la tierra.
¡Por el amor de Jesús!


Mons. Fulton J. Sheen., visto en Ecce Christianvs, 28-Ago-2014.

jueves, 14 de agosto de 2014

Tolkien: amor, matrimonio y divorcio.


Reproducimos a continuación algunos fragmentos de una carta escrita por J.R.R. Tolkien a su hijo en marzo de 1.941 a propósito del amor, el matrimonio y el divorcio:

“En nuestra cultura, la tradición caballeresca romántica (…) empezó como un juego cortesano artificial, una manera de gozar del amor por sí mismo sin referencia (y en verdad opuesto) al matrimonio. (…) Tiende todavía a hacer de la mujer una especie de estrella conductora o divinidad (…). Esto es por supuesto fácil y, en el mejor de los casos, un artificio. (…) Evita, o cuanto menos en el pasado ha evitado, que el hombre joven vea a las mujeres tal como son: como compañeras de naufragio, no como estrellas conductoras. (…) Inculca una exagerada noción del “amor verdadero”, como fuego venido desde fuera, una exaltación permanente, sin relación con la edad, el nacimiento de hijos y la vida cotidiana, y sin relación tampoco con la voluntad y los objetivos (…).
Sin embargo, la esencia de un mundo caído consiste en que lo mejor no puede obtenerse mediante el libre gozo o mediante lo que se denomina “autorealización” (por lo general, un bonito nombre con el que se designa la autocomplacencia…), sino mediante la negación y el sufrimiento. La fidelidad en el matrimonio cristiano implica una gran mortificación (…). No hay hombre, por fielmente que haya amado a su prometida y novia cuando joven, que le haya sido fiel ya convertida en su esposa en cuerpo y alma sin un ejercicio deliberadamente consciente de la voluntad, sin autonegación. A muy pocos se les advierte eso, aún a los que han sido criados “en la Iglesia”. Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo escuchado. Cuando el hechizo desaparece o sólo se vuelve algo ligero, piensan que han cometido un error y que no han encontrado todavía a la verdadera compañera del alma. Con demasiada frecuencia la verdadera compañera del alma es la primera mujer sexualmente atractiva que se presenta. Alguien con quien podrían casarse muy provechosamente “con que sólo” (…). De ahí el divorcio, que proporciona ese “con que sólo” (…). Pero el verdadero compañero del alma es aquel con el que se está casado de hecho (…) sólo la más feliz de las suertes reúne al hombre y a la mujer que están, por decirlo así, mutuamente “destinados”, y son capaces de un amor grande y profundo. La idea todavía nos deslumbra (…) se han escrito sobre el tema una multitud de poemas e historias, más, probablemente, que el total de tales amores que han existido en la vida real (sin embargo, los más grandes de esos cuentos no nos hablan de feliz matrimonio de esos grandes enamorados, sino de su trágica desaparición; como si aún en esta esfera lo de verdad grande y profundo en este mundo caído sólo se lograra por el fracaso y el sufrimiento). En este gran amor inevitable, a menudo amor a primera vista, tenemos un atisbo, supongo, del matrimonio tal como habría sido en un mundo que no hubiera caído. En éste tenemos como únicas guías la prudencia, la sabiduría (rara en la juventud, demasiado tardía en la vejez), la limpieza de corazón y la fidelidad de voluntad (…)”


viernes, 8 de agosto de 2014

Lo que falla en el mundo.


Cuentan de G. K. Chesterton que cuando el diario The Times lo invitó, junto con otros autores eminentes, a escribir ciertos ensayos en respuesta a la pregunta “¿Qué es lo que falla en el mundo?” su contribución tomó forma de carta:

Dear Sirs,
I am.
Sincerely yours,
G. K. Chesterton

Que en castellano vendría a ser más o menos:

Apreciados Señores,
Yo.
Les Saluda atentamente,
G.K. Chesterton

El “príncipe de las paradojas” fue capaz de sintetizar de esta forma tan particular lo que, en el fondo, es la respuesta bíblica.
¿Qué falla en el mundo? ¿Dónde está el problema? Son preguntas a las que toda forma de pensamiento debe dar respuesta. Todos tenemos la sensación de que ha habido alguna clase de “fractura”, y seguro que nos hemos preguntado alguna vez porqué las cosas en nuestro mundo no son como deberían ser.
Como dijo Jesús, buscar fuera de nosotros mismos no nos dará la respuesta, sino que es de nuestro corazón que proviene toda clase de injusticias (Mateo 15:19)
Sólo el Evangelio va a la raíz del problema y produce un cambio en nuestro interior que tiene consecuencias en el exterior. Los problemas siempre suelen ser culpa de otros, nuestro dedo enseguida señala hacia los demás. Pero el Evangelio nos hace realizar un duro, pero en el fondo realista, ejercicio de autocrítica. Es verdad, somos más pecadores de lo que creíamos… pero cuando aceptamos esa verdad Jesús nos sale al encuentro para decirnos que también somos más amados por Dios de lo que creíamos.
  
(Tomado de un blog no católico)


Visto en Videoteca Reduco, 03-Dic-2013.

viernes, 21 de marzo de 2014

Soneto al hijo del antisemita.


Si quieren saber la verdad verdadera, el problema judío no tiene solución posible sino fuera y encima de los pseudo-principios del liberalismo rusoniano; y como estamos todavía de liberalismo rusoniano hasta el cogote los argentinos, el problema judío no está maduro todavía para una solución total efectiva, mientras está urgentísimo para provisiones particulares de las cuales la más obvia es la (que ya hizo Ortiz) de “cerrar la puerta”; la más primordial es “contemplarlo de frente” y la más profunda es “volvernos lo que somos”, es decir, volvernos de una vez por todas y con toda el alma cristianos.

Es difícil.

Ahora, a los antisemitas crudos y católicos (si es posible esa cruza) hay que pararlos por lo menos con la Teología, de acuerdo a aquel bárbaro soneto de Calixto el Suplente.


SONETO AL HIJO DEL ANTISEMITA

“Son una peste y una porquería”,—
—más habla en fuerte y en cristiano, ea—
“Y tienen mal olor”; —¿tu alma no hedía
antes del baño en sangre galilea?

El Bautismo te ha ungido a la pelea
tú que juraste en él caballería
y dices cada día “Ave María”
a tu Señora, aquella niña hebrea.

Consanguíneos en Dios por doble fuero
gracia nosotros y ellos bastardía
como Isaac con Ismael malquisto,

no olvides que el bastardo fue primero,
y que ambas sangres correrán un día
juntas ante el altar del Anticristo.

R.P. Leonardo Castellani, S.J.
(de “Las ideas de mi Tío el Cura”)


R.P. Leonardo Castellani, Tomado de El Blog de Cabildo, 12-En-2009.

viernes, 14 de febrero de 2014

Libro: “Sociología popular”, por Mons. José María Cardenal Caro Rodríguez.

A continuación, publicamos un pequeño libro de buena doctrina social católica, difícil de conseguir. El Cardenal Caro, ha sido un estudioso de la masonería, una de sus famosas obras sobre el tema es Elmisterio de la masonería que también tenemos editado de forma digital en nuestro sitio.


(archivo en PDF)

Mons. José María Caro Rodríguez
Cardenal de la Iglesia Romana. Arzobispo de Santiago de Chile.


El 23 de julio de 1866 nacía en la provincia de Colchagua. República de Chile, quien andando el tiem­po había de ser el primer cardenal de su patria. Re­suelto a orientar su vida hacia el apostolado de les almas, ingresó en el seminario de Santiago a los quince años de edad. Evidenciando dotes excepcionales pi­ra los estudios humanísticos y filosóficos, sus superiores le enviaron al colegio Pío Latino Americano de Roma a donde partió en 1887. La ciudad eterna fue testigo de sus triunfos estudiantiles que culminaron con el doc­torado en teología, y de su ordenación sacerdotal que recibió en las navidades de 1890. De regreso a su país tuvo ocasión de demostrar la vastedad de los conoci­mientos adquiridos durante dos lustros de prolijas inves­tigaciones desde las cátedras de teología, griego y he­breo. Pero agotadas sus fuerzas, hubo de interrumpir por un año sus tareas docentes, dedicándose a la cura de almas en un humilde pueblecito de benigno clima cordillerano. Restituido a la cátedra, que ejerció duran­te once años, hubo de abandonarla por disposición de la Sede Apostólica que en 1912 lo elevaba a la dignidad episcopal. En 1926 fue trasladado a la diócesis de la Serena y trece años más tarde designado primer arzo­bispo de la misma. En 1939 tomó posesión de la arquidiócesis de Santiago, a la que gobernó hasta su exal­tación al cardenalato, el 23 de diciembre de 1945, dig­na coronación de una vida sacerdotal consagrada por entero  al cuidado pastoral de las almas.

martes, 12 de noviembre de 2013

La tiranía de la tolerancia moderna.


“La dificultad radical del Parlamento de las Religiones fue que se ofreció como un ámbito donde los credos pudieran ponerse de acuerdo. El verdadero interés hubiera sido el de un lugar donde pudieran no estar de acuerdo. Los credos deben estar en desacuerdo, esto es lo divertido de esta cuestión. Si yo pienso que el universo es triangular y usted piensa que es cuadrangular, no va a haber lugar para dos universos. Podemos discutir con educación. Podemos discutir con humanidad. Podemos discutir con gran beneficio mutuo. Pero, obviamente, debemos discutir. La tolerancia moderna es realmente una tiranía. Es una tiranía porque es un silencio. Decir que no debo negar la fe de mi oponente es decir que no debo discutirla. Puedo no decir que el budismo es falso, y eso es todo lo que necesito decir sobre el budismo. Es lo único interesante que cualquiera puede querer decir sobre el budismo; o sea, que es falso o que es verdadero. Pero en esas asambleas modernas, que se supone son tolerantes y científicas, se ha difundido un acuerdo general y tácito de que no debe haber ninguna aserción o negación violenta de una fe. Esto no es sólo hipocresía sino falta de practicidad, porque no se va al grano. En una palabra, la torpeza de un congreso de credos es que si se encuentran dos credos absolutos, probablemente van a enfrentarse, y si no se enfrentan, no tiene mucho valor que se hayan encontrado”. 

G. K. Chesterton, “La historia de las religiones”, 10 de octubre de 1908. En “Cien años después”, Ed. Vórtice, 2008.

viernes, 13 de septiembre de 2013

¡Jamás renunciar a la lucha!


Y aquí va —por último— mi mensaje de esperanza, destinado a los jóvenes argentinos de la nueva generación.

Vivimos tiempos trágicos y en el mundo ustedes —muchachos nuestros de 20 y 30 años cumplidos o por cumplir— movilícense también pronto (es urgente) en defensa de nuestra Fe, dando insobornable testimonio de todos los terrenos del quehacer nacional, en procura de una profunda restauración espiritual —y por añadidura política en orden al Bien Común católico— en la Argentina de los próximos lustros. Porque la Masonería no se duerme. Y la Izquierda marxista tampoco.

Triunfaréis, es cierto, muchachos tradicionalistas de la nueva generación, si estáis unidos; pero sin acomodos equívocos ni complejos de inferioridad frente al inicuo mundo moderno, que niega la Verdad Revelada e, incluso —a veces— la verdad a secas. Nadando, sí, contra la corriente turbia del escepticismo criollo; del “no te metás” famoso; del materialismo ateo contemporáneo —no únicamente del comunista— y de la frivolidad que corrompe tantas conciencias jóvenes con promesas de una ganancia crematística fácil.

¡Basta ya de componendas narcisistas; de sexualismos freudianos fomentados artificialmente mediante la droga o el alcohol! ¡Basta ya de adorar ídolos de barro promovidos por una propaganda masiva que adormece las almas! ¡Basta de mentiras demagógicas y de pacifismo liberal! “Sursum Corda”.

No se dejen robar ingenuamente, compatriotas de la novel generación, los frutos del trabajo nacional con el viejo cuento de la “eficiencia” y “competencia” económicas. ¡Cuidado con los lobos rapaces “tecnocráticos” disfrazados de inocentes corderitos! ¡A proteger, pues, el patrimonio comunitario nuestro, toda vez que la verdadera caridad empieza por casa!

Evitad caer a toda costa en las redes de la “sociedad de consumo” que nos animaliza a todos. “La juventud ha sido hecha no para el placer sino para el heroísmo”. Hagamos de esa bella consigna de Claudel, nuestra invicta bandera de guerra. Preparemos desde ya el espíritu de nuestros nietos. Ahora mismo, con presteza. Pero atención: no equivoquen otra vez el rumbo con utopías de cualquier tipo, los inmaduros púberes argentinos de la nueva generación. Sepan por anticipado, que en todos los tiempos: “Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre”, al decir de Gracián.

¡Ya basta de cobardías disfrazadas! Bien está que sean tolerantes con el prójimo equivocado, pero férreamente intransigentes con el error. Nunca pierdan de vista la realidad que nos rodea, muchachos argentinos, pero sin bajar la guardia ni resignarse ante los embates del enemigo poderoso: aunque les cueste la vida a algunos en la demanda. Y aunque, en definitiva —Dios no lo quiera— tengan acaso que defender (solos y acorralados) el honor de Cristo Rey en nuestra patria: desde una catacumba o desde una trinchera.

¡Sin jamás renunciar a la lucha!

Federico Ibarguren, visto en el Blog de Cabildo.