Curiosamente, nada expresa mejor
el enorme y silencioso mal de la sociedad moderna que el uso extraordinario
que hoy día se hace de la palabra «ortodoxo». Antes, el hereje se enorgullecía de
no serlo. Herejes eran los remos del mundo, la policía y los jueces. Él era ortodoxo.
Él no se enorgullecía por haberse rebelado contra ellos; eran ellos quienes se
habían rebelado contra él. Los ejércitos con su cruel seguridad, los reyes con
sus fríos rostros, los decorosos procesos del Estado, los razonables procesos
de la ley; todos ellos, como corderos, se habían extraviado. El hombre se
enorgullecía de ser ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se plantaba solo en
medio de un erial ululante era algo más que un hombre; era una iglesia. Él era
el centro del universo; a su alrededor giraban los astros. Ni todas las
torturas sacadas de olvidados infiernos lograban que admitiera que era un
hereje. Pero unas pocas frases modernas le han llevado a jactarse de ello. Hoy,
entre risas conscientes, afirma: «Supongo que soy muy hereje»; y se vuelve,
esperando recibir el aplauso. La palabra «herejía» ya no sólo no significa
estar equivocado: prácticamente ha pasado a significar tener la mente despejada
y ser valiente. Ello sólo puede indicar una cosa: que a la gente le importa
muy poco tener razón filosófica. Pues sin duda un hombre debería preferir
confesarse loco antes que hereje. El bohemio, con su corbata roja, debería defender
a capa y espada su ortodoxia. El dinamitero, al poner una bomba, debería sentir
que, sea o no otra cosa, al menos es ortodoxo.
Por lo general, resulta una
necedad que un filósofo prenda fuego a otro en el mercado de Smithfield por estar
en desacuerdo con sus teorías sobre el universo. Eso se hacía con frecuencia en
el último periodo de decadencia de la Edad Media, y se erraba por completo en
el objetivo. Pero hay algo infinitamente más absurdo y poco práctico que quemar
a un hombre por su filosofía, y es el hábito de asegurar que su filosofía no
importa, algo que se practica universalmente en el siglo XX, en la decadencia
del gran periodo revolucionario. Las teorías generales se condenan en todas
partes: la doctrina de los derechos del hombre se contrapone a la doctrina de
la caída del hombre. El propio ateísmo nos resulta demasiado teológico hoy
día. La revolución misma es demasiado sistemática; la libertad misma,
demasiado restrictiva. No deseamos generalizaciones. Bernard Shaw lo ha
expresado en un epigrama perfecto: «La regla de oro es que no hay regla de
oro». Cada vez más nos ocupamos de los detalles en el arte, la política, la
literatura. Importa la opinión de un hombre sobre los tranvías, sobre
Botticelli. Pero su opinión sobre el todo no importa. Puede mirar a su alrededor
y explorar un millón de objetos, pero no debe, bajo ningún concepto, dar con
ese objeto extraño, el universo, pues si lo hace tendrá una religión, y se
perderá. Todo importa, excepto el todo.
Apenas hacen falta ejemplos de
esta total levedad en relación con el tema de la filosofía cósmica. Apenas hacen
falta ejemplos para comprobar que, sea lo que sea lo que creemos que afecta a
los asuntos de índole práctica, no creemos que importe que un hombre sea
pesimista u optimista, cartesiano o hegeliano, materialista o espiritualista.
Permítanme, no obstante, escoger un caso al azar. En tomo a cualquier mesa
inocente, tomando un té, es fácil oír a un hombre decir: «La vida no merece la
pena». Lo aceptarnos como quien acepta la afirmación de que el día es soleado.
Nadie piensa que eso pueda repercutir gravemente en el hombre o en el mundo.
Y, sin embargo, si esas palabras fueran ciertas, el mundo se pondría patas
arriba. A los asesinos les concederían medallas por librar a los hombres de la
vida, a los bomberos se los denunciaría por impedir la muerte; los venenos se
usarían como medicinas; se llamaría a los médicos cuando la gente se sintiera
bien, las sociedades filantrópicas serían erradicadas como hordas de asesinos.
Y, sin embargo, nunca especulamos sobre si ese pesimista fortalece o
desorganiza la sociedad, pues estamos convencidos de que las teorías no
importan.
Esa no era precisamente la idea
de quienes nos introdujeron a la libertad. Cuando los viejos liberales suprimieron
las mordazas de todas las herejías, su idea era que, de ese modo, pudieran
producirse descubrimientos religiosos y filosóficos. Para ellos, la verdad
cósmica era tan importante que todos debíamos poder aportar nuestro testimonio
independiente. La idea mortífera, por el contrario, es que la verdad cósmica
importa tan poco que nada de lo que nadie diga sobre ella es relevante.
Aquéllos liberaron la investigación como quien libera a un perro noble; éstos
la liberan como quien devuelve al mar un pez incomestible. Jamás ha habido tan poco
debate sobre la naturaleza del hombre como ahora, cuando precisamente, por
primera vez, todos pueden debatir sobre ella. Las viejas restricciones
implicaban que sólo a los ortodoxos se les permitía abordar el tema de la
religión. La libertad moderna implica que no se permite a nadie abordarlo. El
buen gusto, la última y más vil de las supersticiones humanas, ha logrado
silenciarnos allí donde el resto había fracasado. Hace sesenta años era de mal
gusto ser ateo reconocido. Luego llegaron los seguidores de Bradlaugh, los últimos
hombres religiosos, los últimos para quienes Dios era importante. Pero no
pudieron hacer nada; hoy sigue siendo de mal gusto ser un ateo declarado. Pero
su agonía sólo ha conseguido que hoy sea también de mal gusto ser un cristiano
declarado. La emancipación sólo ha logrado encerrar al santo en la misma torre
de silencio que ocupaba el heresiarca. Y entonces hablamos de lord Anglesey y
del tiempo, y decimos que esa es la absoluta libertad de los credos.
Con todo, hay personas -entre
las que me cuento- que creen que lo más práctico e importante de los hombres
sigue siendo su concepción del universo. Creemos que para la propietaria de una
casa de huéspedes que esté pensando en aceptar a un nuevo inquilino es importante
conocer sus ingresos, pero más importante aún es conocer su filosofía. Creemos
que para un general a punto de luchar contra el enemigo es importante conocer
la filosofía de dicho enemigo. Creemos que la cuestión no es si la teoría del
cosmos influye sobre las cosas, sino si, a largo plazo, hay alguna otra cosa
que influya sobre ellas. En el siglo XV, los hombres interrogaban y torturaban
a otros por predicar actitudes inmorales; en el siglo XIX, jaleamos y elogiamos
a Oscar Wilde por predicar esa misma actitud, y después le rompimos el corazón
al condenarlo por llevarla a la práctica. Tal vez pueda cuestionarse cuál de
los dos métodos resulta más cruel, pero no cuál resulta más descabellado. La
época de la Inquisición, por lo menos, no vivió la vergüenza de crear una
sociedad que convirtió en ídolo a un hombre por predicar las mismas cosas por
cuya práctica le condenaron.
Hoy, en nuestro tiempo, la
filosofía o la religión, es decir, nuestra teoría sobre las cosas más elevadas,
ha sido expulsada, más o menos simultáneamente, de dos de los campos que
ocupaba. Los ideales generales dominaban la literatura. Y han sido expulsadas
de ella al grito de «el arte por el arte». Las ideas generales también
dominaban la política. Y han sido expulsados de ella en aras de la
«eficiencia», al grito de lo que podría traducirse libremente por «la política
por la política». Con gran persistencia, a lo largo de los últimos veinte años,
los ideales de orden y libertad han menguado en nuestros libros; la ambición de
ser ingeniosos y elocuentes ha disminuido en nuestros parlamentos. La literatura
se ha vuelto deliberadamente menos política; la política se ha vuelto
deliberadamente menos literaria. Y así, las teorías generales sobre la
relación que existe entre las cosas han desaparecido de ambas. Y estamos en
posición de preguntar: «¿Qué hemos ganado o perdido con esta desaparición? ¿Es mejor la literatura,
es mejor la política, tras haber descartado al moralista y al filósofo?».
Cuando todo lo que respecta a un
pueblo se vuelve débil e ineficaz, se empieza a hablar de eficacia. Lo mismo
sucede cuando el cuerpo de un hombre zozobra; entonces ese hombre, por primera
vez, empieza a hablar de salud. Los organismos vigorosos no hablan de sus
procesos sino de sus metas. No puede haber mejor prueba de la eficacia física
de un hombre que cuando habla alegremente de un viaje al fin del mundo, Y no
puede haber mejor prueba de la eficacia práctica de una nación que cuando habla
constantemente cíe un viaje al fin del mundo, un viaje al Día del juicio y a la
Nueva Jerusalén. No hay mayor señal de absoluta salud material que la
tendencia a perseguir alocados ideales; es durante la primera exuberancia de
la niñez cuando pedimos la luna. Ninguno de los hombres fuertes de las eras
fuertes habría comprendido el significado de «trabajar para la eficacia»,
Hildebrand no habría dicho que trabajaba para la eficacia, sino para, la
Iglesia católica. Danton no habría dicho que trabajaba para la eficacia, sino
para la libertad, la igualdad y la fraternidad. Incluso si el ideal de esos
hombres era, simplemente, echar escaleras abajo a otros hombres de un puntapié,
pensaban en las metas, como hombres, y no en los procesos, como paralíticos.
No decían: «Elevando con eficacia mí pierna derecha, usando, como constatará,
los músculos del muslo y la pantorrilla, que se hallan en perfecto estado,
yo...». Ellos sentían las cosas de otro modo. Se hallaban tan impregnados de la
hermosa visión del hombre a los pies de una escalera, que en ese éxtasis el
resto seguía como un destello. En la práctica, el hábito de generalizar e
idealizar no significaba en ab soluto sucumbir a una debilidad mundana. La
época de las grandes teorías era época de grandes resultados. En la era del
sentimiento y las buenas palabras, a finales del siglo xviii, los hombres eran
en realidad robustos y eficaces. Quienes vencieron a Napoleón eran unos sentimentales.
Los cínicos no atraparían ni a De Wet. Hace cien años eran los retóricos
quienes dirimían, triunfantes, nuestros asuntos, para bien o para mal. Ahora,
nuestros asuntos los confunden, irremediablemente, hombres fuertes y
silenciosos. Y del mismo modo en que ese repudio a las grandes palabras y las
grandes visiones ha generado una raza de hombres de escasa talla en política,
también ha alumbrado una raza de hombres de escasa talla en las artes.
Nuestros políticos modernos se abrogan la licencia colosal de un césar y un
superhombre, defienden que son demasiado prácticos para ser puros, y demasiado
patrióticos para ser morales; pero el resultado de todo ello es que un
mediocre llega a ministro de Economía. Nuestros nuevos filósofos artísticos
exigen la misma licencia moral, una libertad para destrozar cielo y tierra con
su energía; pero el resultado de todo ello es que un mediocre llega a poeta
laureado. No digo que no existan hombres más fuertes que éstos, pero ¿diría
alguien que existen hombres más fuertes que aquéllos de la antigüedad,
dominados por su filosofía y comprometidos con su religión? Puede discutirse si
el compromiso es mejor que la libertad. Pero a cualquiera le resultaría difícil
negar que su compromiso dio más frutos que nuestra libertad.
La teoría de la inmoralidad del
arte se ha establecido con firmeza entre las clases estrictamente artísticas.
Tienen libertad para producir lo que se les antoje. Tienen libertad para
escribir un Paraíso perdido en el que Satán venza sobre Dios. Tienen
libertad para escribir una Divina comedia en la que el cielo se halle
bajo el suelo del infierno. ¿Y qué han hecho? ¿Han producido, en su
universalidad, algo más grande y más hermoso que las palabras pronunciadas por
el aguerrido católico gibelino, por el rígido maestro de escuela puritano? Sabemos
que sólo han creado unas pocas redondillas. Milton no sólo los supera en
devoción, los supera también en su propia irreverencia. En todos sus librillos
de poemas no hallarán un mejor desafío a Dios que el que pronuncia Satán. Ni
encontrarán un sentimiento de paganismo tan imponente como el que sintió aquel
fiero cristiano que Farinata describió irguiendo mucho la cabeza en desdén del
infierno. Y la razón es obvia. La blasfemia es un efecto artístico, porque
depende de una convicción filosófica. La blasfemia depende de la creencia, y
se desvanece con ella. Si alguien lo duda, que se siente y trate de provocarse
ideas blasfemas sobre Thor. Creo que sus familiares lo hallarán, transcurridas
unas horas, en un estado de fatiga extrema.
Así pues, ni en el mundo de la
política ni en el de la literatura, el rechazo a las teorías generales ha demostrado
ser un éxito. Tal vez hayan existido muchos ideales descabellados y engañosos
que, de vez en cuando, han desconcertado a la humanidad. Pero no ha existido,
sin duda, un ideal en la práctica más descabellado y engañoso que el ideal de
la practicidad. Con nada se han perdido más oportunidades que con el
oportunismo de lord Rosebery. Él es, ciertamente, un símbolo viviente de esta
época: el hombre que es, en teoría, un hombre práctico, y en la práctica, menos
práctico que un teórico. Nada en el universo resulta menos sensato que esa
veneración por la sabiduría mundana. Un hombre que no deja de pensar en si esta
o aquella raza son fuertes, en si esa o aquella causa resultan prometedoras, es
el hombre que jamás creerá en nada el tiempo suficiente como para que se
imponga aquello en lo que cree. El político oportunista es como el hombre que
deja de jugar al billar porque le han ganado al billar, que deja de jugar al
golf porque le han ganado al golf. No hay nada que debilite más, en lo referido
a las perspectivas de trabajo, que esa inmensa importancia que se da a la
victoria inmediata. No hay nada que fracase tanto como el éxito.
Una vez he descubierto que el
oportunismo fracasa, me he sentido inclinado a estudiarlo con más detenimiento
y, al hacerlo, he visto que no puede ser de otro modo. Percibo que es mucho más
práctico empezar por el principio y discutir de teorías. Veo que los hombres
que se mataron por la ortodoxia del homoousion eran mucho más sensatos
que quienes discuten sobre la Ley de Educación. Pues los dogmáticos cristianos
trataban de establecer un reino de santidad, y de definir, en primer lugar, lo
que era realmente sagrado. Pero nuestros modernos pedagogos tratan de
establecer una libertad religiosa sin determinar antes qué es religión y qué
es libertad. Si los antiguos sacerdotes forzaban a la humanidad a comulgar con
un juicio, al menos, previamente, se tomaban la molestia de acotarlo.
Perseguir a causa de una doctrina sin siquiera estipularla es algo que ha
quedado para las turbas modernas de anglicanos e inconformistas.
Por estas razones, y muchas más,
yo, concretamente, he llegado a creer en el regreso a lo fundamental. Esa es la
idea general de esta obra. Deseo discutir con mis más distinguidos
contemporáneos, no sólo personalmente o de un modo meramente literario, sino en
relación con el cuerpo real de la doctrina que enseñan. A mí no me interesa
Rudyard Kipling en tanto que prolífico artista o personalidad vigorosa; a mí me
interesa en tanto que hereje, es decir, en tanto que hombre cuya visión de las
cosas tiene la osadía de diferir de la mía. No me interesa Bernard Shaw en
tanto que uno de los hombres vivos más brillantes y más sinceros; a mí me
interesa en tanto que hereje, es decir, en tanto que hombre cuya filosofía es
bastante sólida, bastante coherente, y bastante equivocada. Regreso a los
métodos doctrinales del siglo xiii, inspirado en la confianza general de
lograr algo.
Supongamos que en la calle se
produce una conmoción general por algo, digamos que por una farola de gas, con
la que muchas personas influyentes pretenden acabar. Un monje de hábito gris,
que es el espíritu de la Edad Media, es convocado para que dé su opinión, y
empieza por decir, a la manera ardua de los escolásticos: «Consideremos en
primer lugar, hermanos míos, el valor de la luz; si la luz, en sí misma, es
buena...». Llegado a este punto, la gente, no sin excusarse, se aleja de él.
Todos se acercan apresuradamente a la farola que, en cuestión de diez minutos,
acaba en el suelo. Y se fe- licitan unos a otros por su practicidad nada
medieval. Pero con el tiempo se ve que las cosas no resultan tan fáciles. Hay
gente que ha derribado la farola porque quería instalar luz eléctrica; otros
porque prefieren las viejas, de hierro; otros porque desean que reine la oscuridad
y poder, de ese modo, obrar mal. Algunos creen que no basta con derribar una
farola; otros, que ya es demasiado; algunos han actuado porque querían destruir
el mobiliario municipal; otros, porque querían destruir algo. Y en medio de las
tinieblas estalla la guerra, y nadie sabe contra quién lucha. De modo que,
gradual e inevitablemente, hoy, mañana, pasado, regresa la convicción de que
el monje tenía razón y de que todo depende de cuál sea la filosofía de la luz.
La diferencia es que lo que podríamos haber discutido a la luz de la farola de
gas, nos vemos obligados a abordarlo a oscuras.
G.K. Chesterton, “Herejes”, El Cobre Ediciones, Barcelona 2007.