[Visto en Ecce
Christianvs, 25-May-2015]
Si el Papa
hablara contra la conciencia, en el verdadero sentido de la palabra, cometería
un suicidio. Provocaría el hundimiento del suelo bajo sus pies. Su misión es
proclamar la ley moral, proteger y asegurar «esta luz verdadera que, viniendo a
este mundo ilumina a todo hombre» (Jn. 1, 9). Sobre la ley de la conciencia y
sobre su carácter sagrado, se funda a la vez su autoridad teórica y su poder
práctico (…).
La defensa de
la ley moral es la razón de ser del Papa. Su misión, en realidad, es responder
a las quejas de los que sufren la insuficiencia de luz natural; y la
insuficiencia de esta luz que justifica su misión (…). La Iglesia, el Papa y la
jerarquía, según el plan divino, responden a una necesidad urgente. Por seguras
que sean las bases y las doctrinas de la religión natural para los espíritus
reflexivos y serios, necesita, para influir de verdad en la humanidad y vencer
al mundo, que la Revelación la sostenga y complete (…).
He aquí otra
observación: la conciencia es una regla práctica; por ello, sólo es posible una
oposición entre ella y la autoridad del Papa cuando éste promulga leyes, o da
órdenes especiales, u otros preceptos de este tipo. Pero un papa no es
infalible en sus leyes ni en sus mandamientos, ni en sus actos de gobierno, ni
en su administración, ni en su conducta pública (…). ¿Fue infalible san Pedro
en Antioquía, cuando san Pablo se le resistió? ¿San Víctor fue infalible cuando
excluyó de su comunión a las Iglesias de Asia? ¿O Liberio cuando excomulgó a
Atanasio? Y acercándonos a una época más reciente, ¿lo fue Gregorio XIII cuando
hizo acuñar una medalla en honor de la matanza de la noche de san Bartolomé? ¿O
Paulo IV en su conducta con Isabel (de Inglaterra)? ¿O Sixto Quinto cuando
bendijo la Armada? ¿O Urbano VIII cuando persiguió a Galileo? Ningún católico
pretendió jamás que estos papas fueran infalibles al obrar así. Puesto que la
infalibilidad podría entorpecer el ejercicio de la conciencia, y puesto que el
Papa no es infalible en el dominio en que la conciencia posee la autoridad
suprema, ningún callejón sin salida (como el contenido en la objeción a la que
contesto), puede acorralarnos para escoger entre la conciencia o el Papa.
Pero vuelvo a
repetir, por miedo a que mi pensamiento sea mal interpretado, que cuando hablo
de la conciencia, me refiero a la conciencia que merece ser llamada así. Si
tiene derecho a oponerse a la autoridad del Papa, cuando ésta es suprema pero
no infalible, debe ser algo distinto de ese miserable falso semblante que, como
ya he dicho, toma ahora el nombre de conciencia. Si, en un caso particular,
debe tomarse por guía sagrado y soberano, sus órdenes —para prevalecer contra
la voz del Papa— deben haber estado precedidas de una seria reflexión, de
oraciones y de todos los medios posibles para llegar a una opinión verídica
sobre el asunto en cuestión. Además, la obediencia al Papa está, como se dice,
«en posesión», es decir, que el onus probandi de establecer
pruebas contra él, igual que en todos los casos de excepción, pertenece a la
conciencia (…). Prima facie, es un deber necesario, aunque no sea
más que por la lealtad, creer que el Papa tiene razón, y obrar conforme a sus
preceptos.
Si esta regla
indispensable se observara, los choques entre la autoridad del Papa y la
autoridad de la conciencia serían muy raros. El cristiano debe
sobreponerse a ese espíritu vil, estrecho, egoísta y ramplón que le
impulsa —cuando se le da una orden eventual— a oponerse al superior que ha dado
esa orden, a preguntarse si no se excede en sus atribuciones y a regocijarse por
poder mezclar cierto escepticismo en cuestiones de moral práctica. No es
necesario que haya decidido voluntariamente el pensar, hablar u obrar,
exactamente a su capricho (…).
Por otra
parte, dado que para los casos extraordinarios, la conciencia de cada uno es
libre, tenemos la garantía y la certidumbre (si necesitamos tenerla) de que
ningún papa podría forjar nunca para sus fines personales una falsa ley de la
conciencia (…).
Una palabra
más. Si después de una comida, me viera obligado a lanzar un brindis religioso
—lo que evidentemente no se hace—, bebería a la salud del Papa, creedlo bien,
pero primeramente por la conciencia, y después por el Papa.
Tomado de: Newman, J.H. Pensamientos sobre
la Iglesia. Textos presentados por O. Karrer. Ed. Stella, Barcelona, 1964,
pp. 119 y ss.