SE consumó la
reformita favorecedora del aborto que impedirá abortar a las menores de edad
sin el consentimiento de sus papaítos. Y digo que esta reformita de apariencia
restrictiva favorece paradójicamente el aborto por la muy sencilla razón de que
refuerza su consideración como acto de mera disposición de la voluntad. Cuando
a una menor se le exige el consentimiento de sus papaítos para abortar se está
afirmando que, para abortar, basta con tener capacidad legal, como para
contraer cualquier obligación o ejercer cualquier derecho de naturaleza civil;
y que, alcanzado ese requisito de la edad (o subsanado por el consentimiento
paterno), abortar se constituye en un puro acto de la voluntad, como suscribir
una póliza o comprarse un automóvil. Que una menor pueda o no abortar con el
consentimiento de sus papaítos es un hecho irrelevante que sólo sirve (a modo
de macguffin) para distraer la atención de los tontos útiles del
hecho sustancial, que es la eliminación de una vida gestante. En realidad, esta
reformita es una argucia para contribuir al eclipse de nuestro juicio ético,
que es el fundamento sobre el que el Nuevo Orden Mundial sustenta todo su
proceso de ingeniería social.
Pero los
peperos no hacen sino cumplir con su cometido de obedientes lacayos, según el
reparto de funciones que les asigna el Nuevo Orden Mundial. Más interesante es
constatar el fracaso incuestionable del movimiento pro vida, que durante
décadas ha pretendido que el aborto no es una cuestión política, esgrimiendo
argumentos sentimentaloides y vacuas apelaciones al derecho natural que ya
nadie entiende, precisamente porque el orden político vigente se sustenta sobre
la abolición del Derecho Natural. Para combatir los presupuestos doctrinales
sobre los que se sustenta el aborto hay que propugnar un orden político nuevo,
que es lo que el movimiento pro vida no ha sabido hacer, pretendiendo
mantenerse en un absurdo (por inexistente) ámbito de «apoliticismo», que a la
postre se ha convertido en arrabal de friquismo; pues la dura realidad es que,
hoy por hoy, quienes defendemos la vida gestante somos percibidos por el clima
de nuestra época como friquis apestosos, amén de inhumanos.
Y es que la
defensa de la vida gestante sin la postulación de un orden político que la
acoja hospitalariamente resulta ininteligible. Para revolverse contra el aborto
hace falta, primeramente, revolverse contra un orden económico que se funda
sobre la convicción de que el mejor modo de contar con masas cretinizadas e
incapaces de luchar contra unas condiciones laborales oprobiosas es conseguir
que esas masas tengan pocos hijos; porque quien no tiene hijos por los que
luchar acaba renunciando a la lucha. Para revolverse contra el aborto hay que
explicar antes a la gente que el aborto, como todos los derechos de bragueta,
son argucias del sistema para conseguir que las injusticias sociales resulten
menos oprobiosas. Y que todo el sostén ideológico sobre el que el aborto se
sostiene es, en última instancia, consecuencia del concepto liberal de
libertad, que exhorta al hombre a deshacerse de todos los impedimentos que
dificultan o limitan el proceso de fortalecimiento de su individualidad
soberana. A esta idea nuclear se le incorporarían luego aderezos y perifollos
como la ideología de género; pero combatir los perifollos sin atacar el núcleo
es como arar en el mar.
El combate
contra el aborto sólo puede ser eficaz si se inserta en un combate de
naturaleza política. Todo lo demás es buscar grotescamente la «añadidura»,
soslayando la búsqueda primordial del «reino y su justicia». Pero a quien no
busca primero el reino y su justicia la añadidura también le será negada.