[Syllabus,
30-Jun-2015]
“¿Se puede negar
la belleza de un avión, o de algunos rascacielos?”
Francisco, Laudato
si’, n. 103
De entre todas
las perlitas que nos ha deparado la nueva eco-encíclica de
Francisco, esta es quizá la menos señalada, pero para nosotros muy
significativa. Que Francisco haya tenido en su mente esa infeliz asociación,
quizá podría parecer un “guiño” para alguien habituado a encontrar señales
conspiranoicas en cada renglón y cada coma. Sin dudas que los verdaderos
complotistas encontrarán dichosa y hasta deliciosa tal frase, colocada en medio
de una carta encíclica que no trepida en pedir un gobierno mundial con el fin
de cuidar la “casa común”. Pero más allá de eso, lo que Francisco demuestra en
esa sola pregunta retórica que hace es su absoluta pleitesía al mundo moderno y
su ramplonería en materia estética.
Como todo
progresista, Francisco es capaz de admirar la ordinariez hasta el punto del
kitsch, por no forzar un desarreglo con un mundo al que no se resiste, sino que
se lo pretende en componenda con una religión ya transmutada en culto al
hombre. Pero en estos acuerdos buscados propios del liberal, no duda en caer en
la aberración de elogiar la belleza de los rascacielos, cuando lo que un papa
debería elogiar es la belleza de las catedrales.
Precisamente
los rascacielos son lo opuesto de las catedrales. Devenidos del babélico
orgullo, son hoy la imagen corporativa de las compañías depredadoras, cuando no
los termiteros en que se hacinan pobladores u oficinistas cuyo horizonte no
sale de una esclavitud confortable.
El escritor
español Julio Camba, de paso por las florecientes megalópolis norteamericanas,
refería esta significación de los rascacielos yanquis como grandes símbolos de
la civilización de masas:
“En relación
al hombre, los templos mayas y las fortalezas incaicas son, poco más o menos,
lo mismo que las termiteras en relación a las termitas, y quien habla de los
templos mayas o de las fortalezas incaicas, habla también –y a eso vamos- de
los rascacielos yanquis (...) La civilización americana es, aunque de otro
grado, del mismo tipo de la civilización incaica. Es una civilización de masas
y no de individuos. Es una civilización de grandes estructuras arquitectónicas.
Es una civilización de insectos”. (La ciudad automática, Espasa-Calpe,
1944).
E ironizaba
Camba en otro de sus jugosos artículos hablando de “los rascacielos como obra
de ternura”, algo que quizás el Cardenal Bergoglio aprobaría, tan afecto a esa
palabra. Mas el articulista gallego los vinculaba con el espíritu salvaje que
desde sus comienzos llevó al exceso –de violencia, de sexo o de alcohol- a
Norteamérica.
Las catedrales
son la imagen del espíritu contemplativo que se eleva para dar gloria a Dios,
mediante la belleza de la forma artística. Los rascacielos son el culmen del
espíritu práctico y materialista, que exhibe horrorosamente el orgullo del ser
humano que se coloca en lugar de Dios. Las primeras rinden culto a Dios,
mientras que los segundos al dinero. La eternidad simbolizada en la piedra de
las primeras contrasta con lo efímero del vidrio y el metal fundente de los
segundos.
Cuanto a los
aviones, asociados en su elogio de lo bello por Francisco, recordamos ahora un
texto muy interesante de Mons. Juan Straubinger, de un artículo suyo en
relación a la bomba atómica, que dejamos a manera de colofón:
“No dudamos
que, en cuanto al progreso industrial, el asombroso invento podrá brindar en el
tamaño de un dedal, energía suficiente para que una locomotora dé varias veces
la vuelta al mundo. Pero no podemos menos de recordar las palabras de León
Bloy, que ante otra gran conquista de la ciencia, el avión (que es quien hoy
arroja las bombas), trató de ‘imbécil’ a un escritor que veía en ello el
triunfo de la fraternidad que suprimiría las fronteras entre las naciones, y
previó claramente, aunque no en todo su horror, que los hombres harían todo lo
contrario y convertirían el avión en el más mortífero auxiliar de la guerra.
Los acontecimientos han justificado el pesimismo de Bloy, como lo muestran las
ciudades destruidas en el corazón de la cultura europea” (Espiritualidad
Bíblica, Ed. Plantín, 1949).