“Y aquí quiero
detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que
“cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la
Iglesia”. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra
los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis
antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano y
también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido que la Iglesia –y
cito lo que dijo él– «se postre ante Dios e implore perdón por los
pecados pasados y presentes de sus hijos» (Juan Pablo II, Bula Incarnationis
mysterium, 11). Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san
Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia
Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada
conquista de América. Y junto, junto a este pedido de perdón y para ser justos,
también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se
opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la Cruz. Hubo
pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos
perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo
abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que
defendieron la justicia de los pueblos originarios.”
(Francisco, discurso
en el II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares,
Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 9-Jul-2015.)
El Dr. Antonio Caponnetto, a
quien solemos publicar en nuestro Blog, nos recuerda un antiguo escrito suyo
que viene al caso del discurso, embebido en la ideología anti-hispánista e
indigenista, de Francisco en Bolivia. Aquí el artículo:
Francisco debe pedir perdón
Si los múltiples medios oficiales y oficiosos
no se han puesto de acuerdo para fabricar un horrible montaje, todos hemos visto
y escuchado a Francisco en Bolivia, este 9 de julio de 2015, diciendo que “la
Iglesia tiene que pedir humildemente perdón por los crímenes contra los pueblos
originarios durante la llamada Conquista de América”.
No fue el único extravío grave de palabras y
de gestos que tuvo el Obispo de Roma en este viaje por América del Sur,
pero sin dudas es uno de los más escandalosos y ultrajantes.
Ofende a la Verdad Histórica, a la Madre
España y, sobre todo, a la Iglesia Católica, de la que se supone es su Pastor
Universal. Son, en síntesis, las de Francisco, palabras inadmisibles, cargadas
de injusticias, de calumnias, de vejámenes y de oprobio. Palabras mendaces que
alimentarán todo el inmenso aparato mundial del indigenismo marxista, y que se
sumarán al proceso de deshispanización y de desarraigo espiritual lanzado
contra América Hispana. El daño que ya están provocando es incalculable.
Son muchos los historiadores y pensadores de
nota que pueden desmentir fácilmente la temeraria afirmación de Francisco,
pues la misma no resiste la confrontación con las investigaciones solventes y
eruditas.
Hasta nosotros mismos, movidos por el amor
filial a la España Eterna y a la Esposa de Cristo, nos hemos ocupado de
este tema hace ya muchos años y desde entonces lo venimos haciendo en la escasa
medida de nuestras fuerzas.
Por eso nos parece oportuno reflotar un viejo
escrito, el cual -aunque publicado hace ya largo tiempo y sin las muchas
actualizaciones que cabrían hacerle para mejorarlo- contiene una síntesis
de criterios y de datos que contradicen el sofisma de Francisco. Lo adjuntamos
en el presente mail.
El Papa debe pedir perdón. Sin duda. Pero no
por los supuestos crímenes contra los supuestos pueblos originarios, sino por
haber violado la Verdad para agradar al mundo. Debe pedir perdón a la
Iglesia, a la Hispanidad, al Occidente y a la Cátedra de la Cruz, profanada por
la hoz y el martillo, cuyo símbolo funestísimo le fue entregado por un patán
roñoso, y no tuvo el coraje de quebrar a golpes de báculo.
Recemos por él, como lo pide. Pero recemos
asimismo por las víctimas de su docencia errática, confusa, engañosa,
sincretista y heretizante. Esas víctimas somos todos nosotros. Nosotros, los
fieles de a pie, los bautizados, los simples feligreses y parroquianos. Los
católicos, apostólicos, romanos.
Antonio
Caponnetto
TRES LUGARES COMUNES DE LAS LEYENDAS NEGRAS
Por Antonio Caponnetto
Introducción
La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a
reavivar, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista
de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia
y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en
olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se
expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una
insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas
al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor
ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y
de la Espada.
Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil
para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá.
Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se
presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a
poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de
España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo
brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas.
El despojo de la tierra
Se dice en primer lugar, que España se apropió de
las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.
Llama la atención que, contraviniendo las tesis
leninistas, se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende
asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual.
Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo,
a su apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en
efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad
privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el
presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y
posesionista? No hay respuesta.
La verdad es que antes de la llegada de los
españoles, los indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra,
sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrado y de unos
caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier
legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran
la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas,
retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda
corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El
más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias.
Ni los más indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su
triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una
"justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y
esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las
crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios
sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del
Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric
Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.
La verdad es también, que los principales dueños
de la tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a
expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta
la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios,
tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se
aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el
consecuente resarcimiento. Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la
Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y
la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos.
Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con
autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del
Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de
Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial
en las más altos razones de bien común y de concordia social, la que insiste
una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos,
la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la que atiende
sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos
funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como hecho y
propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar una
ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero
particular.
Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras
despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque
pese a tantas fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la
custodia de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha
demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó
ninguna "internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim,
con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de documentos que
sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras.
Por la encomienda, el indio poseía tierras
particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la
encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de
tributos que distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que
renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les significó
ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores de
cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o de Cristóbal
Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias.
Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en
"Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los
indios y tan grande la incertidumbre económica para los encomenderos, que
América no fue una colonia de repoblación para que todos vinieran a
enriquecerse fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y
sombras, con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han
podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales.
Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus
expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de reconocer
objetivamente.
No es España la que despoja a los indios de sus
tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les
restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados
tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que Ios pone
en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores
condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido
reconocido por historiógrafos no hispanistas.
Es España, en definitiva, la que rehabilita la
potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta
potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la
evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y
masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se
encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los
conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes.
Sino a los enmandilados borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen
desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos
del Imperio Hispánico.
La sed de Oro
Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la
presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente,
al propósito de quedarse con Ios metales preciosos americanos. Y aquí el
marxismo vuelve a brindarnos otra aporía. Porque sí nosotros plantamos la
existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos
ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de
querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de
intereses es su motor interno; si los hombres no son más que elaboraciones
químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni
castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la
caridad entre naciones.
Únicamente la conciencia cristiana puede reprobar
coherentemente -y reprueba- semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en
nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub
specie aeternitatis. Carece de sentido en el historicismo sub
lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre
"portador de valores eternos", como decía José Antonio, u homo
viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de
concebirlo como homo aeconomicus.
Pero aclaremos un poco mejor las cosas.
Digamos ante todo que no hay razón para ocultar
los propósitos económicos de la conquista española. No sólo porque existieron
sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se
ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la
moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es,
justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones
anteponen las razones financieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro
de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas
materiales.
Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las
prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se
repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a
interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se
instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en
infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades
bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo.
No somos nosotros quienes lo notamos. Son los
historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera
"acusación" ni España ni los países católicos fueron capaces de
fomentar el capitalismo por sus prejuicios antiprotestantes y antirabínicos. La
ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes,
a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Augsburgos hubiesen dejado de
lado sus hábitos medievales y ultramontanos. De lo que viene a resultar una
nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba
el oro y la plata. Pero sería después más mala por causa de su catolicismo que
la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible.
Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos
Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro Americano
y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o
rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef,
Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América
(nunca se dice que en pago a mercancías, productos y materiales que llegaban de la
Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el
circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña.
Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y
revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la
Conquista, deberían explicar, también, por qué España llega, permanece y se
instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos
y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la
segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de
Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas
americanos era notablemente superior a la del proletariado europeo esclavizado
por el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como
Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al
destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas
españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada
por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en
síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor
robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado
negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la
acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en
Espíritu.
El efecto contiene y muestra la causa: éste es el
argumento decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago
sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada
de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires,
por las voces egregias de sus héroes fundadores.
El genocidio indígena
Se dice, finalmente, en consonancia con lo
anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo—
produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de
la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas.
Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos
casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios
dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la
hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas malthussianas de las
potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curioso. Porque es
tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden
callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando
el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis.
250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en
su artículo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos
años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables
los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta
Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la
hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el
holocausto hubiese sido inevitable.
Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables
de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de
espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos.
Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant.
"No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos
tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura
liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan
los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha
contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas
que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es
genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio
demográfico".
La verdad es que España no planeó ni ejecutó
ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega—
no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una
variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La
verdad es que la acusación homicida como causal de despoblación, no resiste las
investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís
Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a
escuelas hispanófilas.
La verdad es que "los indios de
América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las
espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral", la
verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se
manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos,
ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la
historia.
La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los
repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son
antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la
demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí,
y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida.
Es más si se compara con la América anglosajona,
donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos
colonizados -¿dónde están los indios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes
de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico. Ni despojo de
territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de
dos mundos, aunque no con simetría axiológica. Encuentro en el que, al margen
de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el
Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de
traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha
a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la
Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni
objeto de violación constante. Fueron el verdadero programa de vida, el
genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos
largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.
Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser
muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese
después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto
de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio
necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacía otra cosa más que
ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención
ninguna.
La Hispanidad de Isabel
y de Fernando, la del yugo y las flechas prefiguradas desde entonces para ser
emblema de Cruzada, no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el
sadismo del atropello. No se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos,
en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el
trono de la Cruzreina sobre los pueblos de este lado y del otro del océano
temible.