Un artículo del periodista y
escritor Juan Manuel De Prada relativo al pedido
de perdón realizado por Francisco con relación a la conquista de América.
[Visto en XL
Semanal, 28-Jul-2015]
PEDIR PERDÓN
Hace unas
semanas, escuchábamos al Papa (en sintonía con sus predecesores) pedir perdón «por
los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de
América». No entraremos aquí a señalar, por archisabidos, los peligros de
enjuiciar acontecimientos pretéritos con mentalidad presente. Señalaremos, en
cambio, que como cabeza de la Iglesia el Papa sólo puede pedir perdón por los
crímenes que haya podido perpetrar o amparar la institución que representa;
pues hacerlo por los crímenes que pudiera perpetrar o amparar la Corona de
Castilla (luego Corona española) es tan incongruente como si mañana pidiese
perdón a los sioux por los crímenes perpetrados por Búfalo Bill. Además, el
Papa sólo puede pedir perdón por crímenes que la Iglesia haya podido cometer
institucionalmente, con el amparo de leyes eclesiásticas, no por crímenes
que hayan podido perpetrar por su cuenta clérigos más o menos brutos, salaces o
avariciosos; pues pedir perdón por acciones particulares realizadas en
infracción de las leyes emanadas de la instancia suprema es un cuento de nunca
acabar que no sirve para sanar heridas, sino tan sólo para excitar el
victimismo de los bellacos.
Yo vería
muy justo y adecuado que la reina de Inglaterra o el rey de Holanda pidieran
perdón por los crímenes institucionalizados que se realizaron en las
colonias sojuzgadas por sus antepasados, donde los nativos por ejemplo tenían
vedado el acceso a la enseñanza (en las Españas de Ultramar, por el contrario,
se fundaron cientos de colegios y universidades), o donde no estaban permitidos
los matrimonios mixtos (que en las Españas de Ultramar eran asiduos, como
prueba la bellísima raza mestiza extendida por la América española), porque sus
leyes criminales así lo establecían. Pero me resulta estrafalario que el Papa
pida perdón por crímenes cometidos por españoles a título particular, y en
infracción de las leyes promulgadas por nuestros reyes. Porque lo cierto es que
los crímenes que se pudieran cometer en América fueron triste consecuencia de
la débil naturaleza caída del hombre; pero no hubo crímenes
institucionalizados, como en cambio los hubo en Estados Unidos o en las
colonias inglesas u holandesas, pues las leyes dictadas por nuestros reyes
no sólo no los amparaban, sino que por el contrario procuraban
perseguirlos.
Colón había
pensado implantar en las Indias el mismo sistema que los portugueses estaban
empleando en África, basado en la colonización en régimen asalariado y en la
esclavización de la población nativa. Pero la reina Isabel impuso la tradición
repobladora propia de la Reconquista, pues sabía que los españoles, para
implicarse en una empresa, necesitaban implicarse vitalmente en ella; y en
cuanto supo que Colón había iniciado un tímido comercio de esclavos lo prohibió
de inmediato. En su testamento, Isabel dejó ordenado a su esposo y a
sus sucesores que «pongan mucha diligencia, y que no consientan ni den lugar a
que los indios reciban agravio alguno ni en su persona ni en sus bienes».
Este reconocimiento de la dignidad de los indígenas es un rasgo exclusivo de la
conquista española; no lo encontramos en ninguna otra potencia de la época, ni
tampoco en épocas posteriores. Los indios fueron, desde un primer momento,
súbditos de la Corona, como pudiera serlo un hidalgo de Zamora; y los
territorios conquistados nunca fueron colonias, sino «provincias de ultramar»,
con el mismo rango que cualquier otra provincia española.
Algunos años
más tarde, conmovido por las denuncias de abusos de Bartolomé de las Casas,Carlos
I ordenó detener las conquistas en el Nuevo Mundo y convocó en
Valladolid una junta de sabios que estableciese el modo más justo de llevarlas
a cabo. A esta Controversia de Valladolid acudieron los más grandes teólogos y
jurisconsultos de la época: Domingo de Soto, Melchor Cano y, muy especialmente,
Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda; y allí fue legalmente
reconocida la dignidad de los indios, que inspiraría las Leyes de Indias, algo
impensable en cualquier otro proceso colonizador de la época. Por supuesto que
durante la conquista de América afloraron muchas conductas reprobables y
criminales, dictadas casi siempre por la avaricia, pero nunca fueron conductas
institucionalizadas; y la Iglesia, por cierto, se encargó de corregir muchos de
estos abusos, denunciándolos ante el poder civil.
Antes de pedir
perdón por crímenes del pasado, conviene distinguir netamente entre
personas e instituciones; de lo contrario, uno acaba haciendo brindis
al sol. Tal vez procuren muchos aplausos, pero son aplausos de bellacos.