[InfoCaótica,
18-Ago-2015] Circula en ciertos ambientes una
suerte de leyenda dorada del magisterio que aplica en base a un prejuicio de
época el adagio de los romanistas: in claris non fit interpretatio.
Pero se trata de un mito que la historia desmiente. Toda vez que no haya error,
lo cierto es que las expresiones del magisterio admiten grados de claridad en
su formulación, de modo que se pueden establecer comparaciones entre diversas
fórmulas sobre un mismo tema, por ejemplo, entre León XIII y Pío XII en una o
muchas cuestiones; pero lo que no se adecua a la realidad histórica es decir
que un documento como el Syllabus, en todas y cada una de sus
partes, es tan claro en su formulación como para no dar lugar a
interpretaciones contrastantes dentro de la Iglesia. Por el
contrario, la historia ha probado que el documento recibió distintas
interpretaciones en la Iglesia: maximalistas, minimalistas, más
equilibradas y fieles a su espíritu, etc.
Es muy conocida la proposición 80
del Syllabus: El Romano Pontífice puede y debe
reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y con la
civilización moderna. Como toda condena se ha de interpretar en
sentido estricto y no extensivo. Se debe precisar el significado de los
términos condenados. Una interpretación extensiva del término
"civilización", por ejemplo, conduciría a pensar que Pío IX condenó
por modernas cosas tales como el ferrocarril, la máquina a vapor, etc.
La proposición 80 tiene por
fuente la Alocución Jamdudum cernimus (18-III-1861) que
publicamos completa a continuación. Esperamos sirva de instrumento para una
mejor interpretación. Notemos ahora que el término "civilización"
aparece 13 veces en dicho documento. Y en algún pasaje se contiene algo que
podría entenderse como definición de lo condenado: "un sistema
establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de
Jesucristo". Ello sin perjuicio de otras notas o propiedades
que describen la "civilización" condenada.
ALOCUCION DE N. S. P.
EL PAPA PIO IX PRONUNCIADA EN EL CONSISTORIO SECRETO DEL 18 DE MARZO DE 1861.
Venerables Hermanos.
Ya en otro tiempo os hice notar
el triste conflicto, en que particularmente en nuestros tristes tiempos se
encuentra nuestra sociedad a causa de la lucha continua entre la verdad y
el error, entre la virtud y el vicio, entre la luz y las tinieblas. Puesto
que por una parte los unos defienden ciertas modernas exigencias, que
según dicen, son convenientes a la civilización, mientras otros por otro
lado sostienen los derechos de la justicia y de nuestra Santísima
Religión. Los primeros piden, que el Romano Pontífice se reconcilie y
avenga con el Progreso, con el Liberalismo, como lo
llaman, y con la civilización moderna: otros empero con razón claman, para
que se conserven íntegros e intactos los inmóviles e inconcusos principios
de la justicia eterna, y se mantenga en todo su vigor altamente saludable
nuestra divina Religión, que no solo engrandece la gloria de Dios, y trae
el oportuno remedio a tantos males, que afligen al género humano, sí que
también es la única y verdadera norma, por la cual los hijos de los
hombres formados en esta vida mortal en todo género de virtudes son
conducidos al puerto de la bienaventuranza. Mas los propagadores de la
civilización moderna no reconocen esta diferencia, como quiera que se
tienen a sí propios por verdaderos y sinceros amigos de la Religión. Y aun
Nos quisiéramos dar crédito a sus palabras, si no nos manifestasen todo lo
contrario los tristísimos hechos, que todos los días pasan a nuestra
vista. Y a la verdad, una es tan solo la verdadera y santa Religión
fundada y establecida en la tierra por Nuestro Señor Jesucristo, que
siendo fecundo origen de todas las virtudes, como que les da vida y
aliento, y expele los vicios y da libertad a las almas, y nos indica la
verdadera felicidad, se llama Católica, Apostólica, Romana. Mas ya en
nuestra Alocución del consistorio habido el día 9 de Diciembre del año 1854, ya
os manifestamos lo que debemos pensar, de los que viven fuera de esta arca
de salvación, y ahora reproducimos y confirmamos la misma doctrina. Sin
embargo, a los que para bien de la Religión nos encarecen, que nos asociemos a
la civilización moderna, debemos preguntarles si son tales los hechos,
que puedan inducir al Vicario de Jesucristo instituido en la tierra por
el mismo, y por virtud divina para defender la pureza de su celestial
doctrina, y apacentar y confirmar a los corderos y a las ovejas en la
misma, a que sin grave detrimento de la conciencia y grande escándalo
de todos se alíe con la civilización moderna, cuyas obras, nunca
bastante deplorables, son malas, y cuyas tristes opiniones proclaman
errores y principios, que son del todo contrarios a la Religión Católica y
a su doctrina.
Y entre estos hechos nadie ignora
cómo se quebrantan, casi luego de iniciados, hasta los solemnes
Concordatos hechos entre esta Sede Apostólica y los Reales Príncipes, como
aconteció tiempo atrás en Nápoles: de lo cual, Venerables Hermanos, una y
otra vez nos hemos quejado en esta vuestra solemne reunión, y reclamamos
en gran manera del mismo modo, con que hemos protestado en otras
circunstancias contra semejantes violaciones y actos de audacia.
Pero esta civilización moderna,
mientras presta su protección a los cultos no católicos, y no impide a los
infieles el obtener cargos públicos, y cierra a sus hijos las escuelas
católicas, enójase contra las Comunidades Religiosas, contra los
institutos fundados para regularizar las escuelas católicas, contra
muchísimos eclesiásticos de todas categorías, revestidos de grandes dignidades,
de los cuales no pocos están desterrados o en las cárceles, y también
contra los seglares, que adictos a Nos y a esta Santa Sede defienden con
valor la causa de la Religión y de la justicia. Esta civilización,
mientras protege con largueza a los institutos y personas anticatólicas,
despoja de sus legítimas posesiones a la Iglesia Católica, y emplea todos
sus consejos y desvelos en disminuir la saludable influencia de la propia
Iglesia. Fuera de esto, mientras, concede la más amplia libertad para la
publicación de frases y escritos, en que se ataca a la Iglesia, y a los que le
son sinceramente adictos, y mientras anima, sostiene y fomenta la
licencia, y se muestra sumamente precavida y moderada en reprender los
violentos excesos, que se cometen de palabra y por escrito, emplea toda su
severidad en castigar a los aludidos si juzga que salvan ni siquiera
levemente los límites de la templanza.
Y a esta civilización ¿pudiera
jamás el Romano Pontífice tenderle su mano, y formar con ella sincera
unión y alianza? Dése a las cosas su verdadero nombre, y esta Santa Sede
nunca faltará a lo que así se debe. Esta Santa Sede fue la que patrocinó y
fomentó la verdadera civilización; y los monumentos históricos dan
elocuente testimonio, y prueban, que en todos tiempos la Santa Sede ha
introducido la verdadera y real humanidad de costumbres, la moralidad y la
ilustración en las más apartadas regiones de la tierra. Mas cuando bajo el
nombre de civilización se quiere entender un sistema
establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de
Jesucristo, nunca esta Santa Sede ni el Romano Pontífice podrán formar
alianza con semejante civilización; pues, como dice muy acertadamente el
Apóstol S. Pablo, ¿qué hay de común entre la justicia y la iniquidad, o
qué alianza puede haber entre la luz y las tinieblas? ¿qué alianza cabe
entre Cristo y Belial?
¿Con que decoroso fin, por
consiguiente, levantaron su voz los perturbadores y protectores de la
sedición para exagerar los esfuerzos intentados en vano por ellos mismos
para formar alianza con el Soberano Pontífice? Este, que saca toda su
fuerza y vigor de los principios de la justicia eterna, ¿cómo pudiera
jamás prescindir de ellos para debilitar su santísima fe, y aun para
arriesgar a la contingencia de perder su especial esplendor y gloria, que
casi de veinte siglos a esta parte le corresponde por ser el centro y la
verdadera Sede de la Verdad Católica? Ni puede objetarse, que esta Sede
Apostólica, en lo relativo al gobierno civil o temporal ha
desatendido las demandas de los que han manifestado desear un Gobierno más
liberal; y omitiendo antiguos ejemplos, hablemos de nuestros
desafortunados días. Luego que la Italia obtuvo de sus legítimos príncipes
instituciones liberales, Nos cediendo a nuestros paternales sentimientos
dimos parte a nuestros hijos en el gobierno civil de nuestro territorio
pontificio, e hicimos las oportunas concesiones, con sujeción empero a
ciertas medidas prudentes, para que la influencia de hombres perversos no
envenenase la concesión, que con ánimo paternal hacíamos. Pero ¿qué
sucedió? La desenfrenada licencia se aprovechó de nuestra magnanimidad, y
fueron regados con sangre los umbrales del palacio, en que se habían
reunido nuestros ministros y diputados, y la impía revolución se levantó
sacrílegamente contra el que les había concedido semejante beneficio. Y si
en estos últimos tiempos se nos han dado consejos relativamente al
gobierno civil, no ignoráis, Venerables Hermanos, que los admitimos,
exceptuando y rechazando lo que no hacía referencia a la administración
civil, sino que tendía, a que se accediese a la parte del despojo, que ya
se había consumado. Pero no hay que hablar de los consejos bien recibidos,
y de nuestras sinceras promesas, de ponerlos en práctica, cuando los que
tendían a moderar las usurpaciones dijeron en alta voz, que no querían
precisamente reformas, sino la rebelión absoluta, y la completa emancipación
del Príncipe legítimo. Y ellos mismos, pero no el pueblo, eran los autores
y promovedores de tan grave maldad, que lo llenaban todo con sus gritos,
para que pudieran con razón decirse de ellos lo que el Venerable Beda
decía de los fariseos y escribas enemigos de Jesucristo: «No eran algunos
de la multitud, sino los fariseos y los escribas los que le calumniaban,
como dan fe de ello los Evangelistas.»
Mas, los que atacan al
Pontificado Romano no solo tienden a despojar completamente de todo su
legítimo poder temporal a esta Santa Sede y al Romano Pontífice, sino que
aspiran a que se debilite, y, si posible fuere, desaparezca del todo la
virtud y la eficacia de la Religión Católica; y por lo tanto afectan de esta
suerte a la obra del mismo Dios, al fruto de la redención y a la santa fe,
que es la más preciosa herencia, que nos ha legado el inefable sacrificio,
que se consumó en el Gólgota. Y que todo esto es lo cierto lo demuestran
claramente, no solo los hechos que se han realizado ya, sino también los
que vemos amenazar cada día. Ved en Italia cuántas diócesis están privadas de
sus Obispos por los citados impedimentos, con aplauso de los protectores
de la civilización moderna, que dejan a tantos pueblos cristianos sin
pastores, y se apoderan de sus bienes hasta para hacer de ellos un mal
uso. Ved cuántos Prelados viven hoy en el destierro. Ved, y lo decimos con
imponderable sentimiento, cuántos apóstatas que hablando, no en
nombre de Dios, sino en el de Satanás, y fiando en la impunidad, que les
concede el fatal sistema del régimen vigente, descarrían las
conciencias, e impelen a los débiles a la prevaricación, y vuelven más
temerarios a los que han incurrido ya en vergonzosos errores, y se empeñan
en rasgar la túnica de Jesucristo, proponiendo y aconsejando el
establecimiento de iglesias nacionales, como dicen ellos, y otras
impiedades por el estilo. Y después que de esta suerte han insultado a la
Religión, a la cual por hipocresía le aconsejan, que forme alianza con la civilización moderna,
no vacilan con igual hipocresía en excitar a Nos, a que nos reconciliemos
con la Italia. Más claro; cuando despojados casi de todos nuestros
dominios temporales sobrellevamos los graves gastos anejos a nuestra doble
representación como Pontífice y Príncipe temporal con los piadosos
donativos de los hijos de la Iglesia Católica, que nos remiten cada día
con el mayor afecto; cuando se nos ha señalado como blanco del odio y de
la envidia por los mismos, que nos piden una reconciliación, quisieran
además, que declarásemos públicamente, que cedemos a la libre propiedad de
los usurpadores las provincias usurpadas de nuestros dominios temporales. Y con
esta atrevida e inaudita demanda pretenden, que esta Apostólica Sede, que
fue y será siempre el baluarte de la verdad y de la justicia, sancionase,
que un agresor inicuo puede poseer tranquila y honradamente una cosa
arrebatada con injusticia y violencia, estableciéndose de esta suerte el
falso principio, de que la santidad del derecho nada tiene que ver con una
injusticia consumada. Y esta demanda es incompatible hasta con las
solemnes palabras, con que en un grande e ilustre Senado se declaró no ha
mucho tiempo, que el Romano Pontífice es el representante de la
principal fuerza moral en la sociedad humana. De lo cual se desprende, que
no puede en manera alguna consentir en un despojo vandálico sin faltar
a los fundamentos de la disciplina moral, de la que se reconoce ser,
digámoslo así, la primera forma e imagen.
Si alguno, empero, o seducido por
el error, o cediendo al temor, quisiere dar consejos conforme con las
injustas aspiraciones de los perturbadores de la sociedad civil, es
preciso que, especialmente en nuestros días se convenza de que nunca se
darán ellos por satisfechos mientras no puedan hacer, que desaparezca todo
principio de autoridad, todo freno religioso, y toda regla de derecho y de
justicia. Y estos perturbadores tanto han hecho ya, así de palabra como
por escrito, para desgracia de la sociedad civil, que han pervertido los
humanos entendimientos, han debilitado el buen sentido moral, y han
quitado todo horror a la injusticia, y no perdonan esfuerzos para
persuadir a todos, que el derecho invocado por las personas honradas, no
es más que una voluntad injusta, que debe desatenderse por completo: «¡Ay!
verdaderamente lloró la tierra, y cayó, y desfalleció; cayó el orbe, y
desfalleció la alteza del pueblo de la tierra. Y la tierra fue
inficionada por sus moradores, porque traspasaron las leyes, mudaron el
derecho, rompieron la alianza sempiterna»
Pero en medio de esa oscuridad
tenebrosa, que Dios por sus inescrutables designios permite en ciertas
gentes, Nos ciframos toda nuestra esperanza y confianza en el clementísimo
Padre de las misericordias, y Dios de todo consuelo, que nos consuela en
todas nuestras tribulaciones. Él es, Venerables Hermanos, quien os infunde
el espíritu de unanimidad y de concordia, y os lo infundirá cada día más,
para que unidos a Nos íntimamente estéis dispuestos a sufrir con Nos, la
suerte que nos tenga reservada a cada uno de nosotros por secreto designio
de su divina providencia, Él es quien une con el vínculo de la caridad
entre sí, y con este centro de la verdad y de la unidad católica a los
Prelados del Orbe Católico, que instruyen en la doctrina de la verdad
evangélica a los fieles confiados a su cargo, y les muestran el camino,
que han de seguir en medio de tanta oscuridad, anunciando con prudencia a
los pueblos las verdades santas. Él es quien difunde sobre todas las
naciones católicas el espíritu de oración, e inspira a los disidentes el
sentimiento de la equidad para que formen una apreciación exacta de
los acontecimientos actuales. Mas esta admirable unanimidad de
oraciones en todo el Mundo Católico, y las unánimes demostraciones de
amor hacia Nos, expresadas de tantos y tan variados modos (que es difícil
encontrar otro ejemplo igual en anteriores tiempos), claramente demuestran
cuánto necesitan los hombres de rectas intenciones dirigirse a esta
Cátedra del bienaventurado Príncipe de los Apóstoles, luz del mundo, que
siendo la maestra de la verdad, y la mensajera de la salvación, siempre
enseñó, y nunca dejará de enseñar hasta la consumación de los siglos las
inmutables leyes de la justicia eterna. Y está tan lejos de creer, que los
pueblos de Italia se hayan abstenido de estos evidentísimos testimonios de
amor filial y de respeto hacia esta Sede Apostólica, como que centenares
de miles nos han dirigido afectuosamente cartas, no para suplicarnos, que
accediésemos a la reconciliación solicitada, sino para compadecerse vivamente
de nuestras molestias, angustias y pesadumbres, y asegurarnos del modo más
completo su afecto, y detestar una y mil veces el perverso y sacrílego
despojo del dominio temporal Nuestro, y de la Santa Sede.
Siendo así, antes de terminar,
declaramos explícitamente ante Dios y ante los hombros, que no hay causa
alguna por la cual debamos reconciliarnos con nadie. Ya que empero, si
bien sin mérito alguno por nuestra parte, somos el representante en la
tierra de Aquel, que rogó y pidió perdón para los pecadores, no podemos
menos de sentirnos inclinados a perdonar, a los que nos odiaron, y a rogar
por ellos, para que con el auxilio de la divina gracia se conviertan, y de
esta suerte sean merecedores de la bendición, del que es Vicario de Jesucristo
en la tierra. Con sumo gusto rogamos, pues, por ellos, y al punto que se
convirtieren estamos dispuestos a perdonarles y bendecirles. Entre tanto,
no podemos a pesar de todo mirarlo con indiferencia, como los que no
toman interés alguno por las calamidades humanas; no podemos menos de
conmovernos hondamente y de dolemos, y de considerar como nuestros
los más graves perjuicios y males causados perversamente a los que
sufren persecución por la justicia. Por lo cual, mientras desahogamos
nuestro intenso dolor rogando a Dios, cumplimos el gravísimo deber de
nuestro supremo apostolado de hablar, enseñar y condenar todo lo que Dios
y su Iglesia enseña y condena, para que así cumplamos nuestra misión, y el
ministerio, que recibimos do Nuestro Señor Jesucristo, de dar fe del Evangelio.
Por lo tanto, si se nos piden
cosas injustas, no podemos acceder a ellas; más si se nos pide perdón, lo
concederemos con sumo gusto, como ya antes hemos indicado. Mas, para dar
la palabra de conceder este perdón, del modo que corresponde a nuestra
dignidad pontificia, doblamos las rodillas ante Dios, y abrazando la triunfal
bandera de nuestra redención rogamos humildemente a Jesucristo, que llene
de su caridad, de suerte, que perdonemos del mismo modo, con que Él
perdonó a sus enemigos antes de entregar su santísima alma en manos de
su eterno Padre. Y le suplicamos encarecidamente, que así como
después de concedido su perdón, en medio de las densas tinieblas, que
cubrieron la tierra, iluminó los entendimientos de sus enemigos, que
arrepentidos de su horrenda maldad regresaban a sus casas golpeando sus
pechos, así en medió de la oscuridad de nuestros tiempos se digne
derramar de los inagotables tesoros de su misericordia los dones de su
gracia celestial y vencedora, que vuelva al único redil, a todos los que van
errados. Sean cuales fueren empero los designios de su divina providencia,
rogamos al mismo Jesucristo en nombre de su Iglesia, que juzgue la causa
de su Vicario, que es la causa de su Iglesia, y la defienda contra los conatos
de sus enemigos, y la enaltezca y ensalce con una gloriosa victoria. Y le
rogamos, que devuelva la paz y la tranquilidad a la sociedad perturbada,
le conceda la deseada paz para el triunfo dé la justicia, que únicamente
la esperamos de Él. Pero en tanto desconcierto de la Europa y de todo el
mundo, y de los que desempeñan el gravé cargo de gobernar a los pueblos,
solo hay un Dios, que pueda pelear con nosotros y por nosotros: Júzganos,
Dios, y aparta nuestra causa de «la gente no santa; danos, Señor, tu paz
en nuestros días, porque no hay otro que pelee por nosotros sino tú, Señor
Dios Nuestro».