De cómo una moto,
un chancho, una novela de Jaques Perret
y la Santa Iglesia Católica me
explicaron a mi padre.
En tren de responder a la
solicitud de trazar una breve biografía de mi padre, y dado que él se ha negado
en toda ocasión a escribir unas pequeñas memorias, permítaseme intentar la
tarea con lo que queda en mis recuerdos -probablemente traicionados por mi
imaginación- y con algunos mínimos párrafos que creo descubrir autobiográficos
en “El último señor de Geronce y otras ficciones”,
adelantando que el presente se aleja en el estilo del género requerido para
ser, sin más pretensión, una evocación muy personal con una cronología no muy
exacta. Y una segunda advertencia; como todo homenaje que se realiza sobre un
hombre de carne y hueso consiste más en el buen arte de ocultar que en el de
resaltar, es necesario precisar que lo mío no constituye un homenaje -aunque
ningún prurito guardo con el viril ejercicio de la admiración que todo autor
contrarrevolucionario se merece en estos tiempos cobardes- y por tanto muestra
al hombre tal cual fue para mí, sin ocultación de ninguna especie.
Y por ello voy a comenzar con un
paseo en moto. Una flamante moto Douglas tres cincuenta del cuarenta y dos, de
dos cilindros opuestos, que con ruido a una loca máquina de coser, levantaba
setenta a la hora por los polvorientos caminos mendocinos y que, en la ocasión,
llevaba a mi padre en el asiento trasero. El otoño de esta tierra trae junto a
la belleza de los álamos amarillos y ocre, una danza sin fin de pelusas que
reflejan el sol como las estrellas y que crean en pleno día un ambiente al
sepia de lo más ensoñador … y que por otra parte, impiden ver y obligan a
escupir e insultar, lo que sumado probablemente a la conversación
necesariamente estridente por encima del ruido del motor, les hizo imposible
apercibirse del enorme chancho que cruzaba el carril. El golpe fue inevitable.
Moto y chancho salieron derrapando de costado, chillando y girando
histéricamente para restar nerviosos y gruñentes entre las malezas de las
acequias. Uno a cada lado. El piloto dio de panza contra el enripiado mientras
papá, largo y delgado, salía despedido en virtud del principio de palanca para
un vuelo fantástico cuya duración no es posible medir en el tiempo de los
hombres de negocios. En distintas cenas familiares disfruté el relato de aquel
vuelo que con el correr de los días, se iba haciendo cada vez más extenso,
describiendo al pasar, techos, corrales, viñas… breves historias de personas y
probablemente al final, épocas… hasta dar en el barro de un chiquero del que se
levantó como nada, limpiándose los anteojos con los índices en gancho y mirando
sorprendido con sus ojos miopes y el gesto de su boca en herradura.
La clave interpretativa de este
hecho me bastó durante un tiempo, pero ya maduro se me complicó un poco, porque
la vida de mi padre -como todos los relatos que valen la pena contarse- intenta
ser una historia de redención. Pero no una simple historia de redención
individual y lineal, como aquel vuelo de observación universal a partir de la
contundencia de la conversión al catolicismo, sino una redención circular en un
doble juego de tiempo -o fuera del tiempo- de toda una familia, dentro de una
Iglesia. Y por ello se agregan -en mi proceso intelectivo- la novela de Perret
y la Iglesia Católica. Todo esto es “algo que tiene que ver con
la naturaleza del tiempo y no con mi fantasía”, diría el Señor de
Geronce. Pero situémonos en el lugar y la época.
El tío Calixto, matemático y
adicto a la genealogía, nos asegura que descendemos de la mismísima familia de
Don Pedro de Valdivia por vía de su hermana Beatriz Calderón, cuyo primer varón
-de nombre Gaspar Calderón- resultó ser –por falta de hijos- el regalón del
Tío; y por tanto se le concedió el honor muy español de ser almorzado por los
indios junto al pariente, allá en Tucapel. El vástago del viandado encontró
divertimento en venir fundando ciudades con otros de su laya -Mendoza y San
Juan se llamaron- y afincó en esta última casándose -a modo de alianza
estratégica- con una princesa huarpe, a la que, sin discriminación, le hizo
doce hijos con bastante buena voluntad y de ahí deben venir la “jetas” achinadas
de los Calderón que se han ido diluyendo a fuerza de cruzas con franceses e
italianos del norte. La cuestión es que fuimos bien católicos, españoles y
criollos, con largas listas de monjas y de curas hasta que el último de la
corrida derecha, el viejo Calixto Calderón (un típico extremeño flaco y duro
como una pica) vino a dar de comisario en la frontera con el indio por cuenta y
orden de don Juan Manuel de Rosas. Emulando los antiguos se puso a fundar en la
campaña bonaerense -con maneras de soldado y junto a otros gauchos tan suaves
como él- la ciudad y partido de Chivilcoy. Allí se fue sanando de las heridas
(quedó rengo de un lanzazo en la rodilla) que ganó en las guerras de
Independencia y con el Brasil, formando gracias a su longevidad y energía una
gran familia y una enorme estancia.
Terminado el período de Rosas, la
pobre Argentina ya no daba más para católicos y el bisabuelo Bernardo, a pesar
de ser Federal de pura cepa, se enlistó en aquel batallón de federales de
Mansilla que acordaron con los mitristas y -poniendo de su bolsillo gran parte
de la caballada del regimiento- se fue a la guerra del Paraguay para no quedar
fuera de la Historia. Corajudo siempre, se vino masón y perdió la fe como toda
su generación (al punto que resulta el único Calderón que recuerdan nuestros
documentos históricos compilados por liberales, más una ligera alusión a su
padre por el sólo hecho de serlo). Hombre de Dardo Rocha en la Guerra del
Paraguay y en las Campañas del Desierto, luego devino en funcionario de nivel
ministerial -fue Jefe de Policía- de la nueva Capital de la Provincia de Buenos
Aires: la moderna ciudad de La Plata. Mantuvo parte de la estancia y crió casi
una decena de hijos, entre ellos, mi abuelo Dardo.
Luego, a la falta de fe se le
sumó la falta de guerras. El abuelo Dardo -como muchos criollos- era un típico
guerrero sin ocupación perteneciente a una generación en cuarteles de invierno;
con todas las virtudes y los vicios marciales (en especial la prodigalidad) y
sin trifulcas en que justificarlos.
Caudillo de Chivilcoy, con su
colt treinta y ocho a la cintura y un libro de Rubén Darío en el bolsillo (de
ahí el nombre de mi padre) -a veces al servicio de algún hermano que se
postulaba como diputado para los radicales- vino a casarse con una bearnesa de
lo más monona, con gusto por la poesía francesa y el violín, hija mayor de una
familia de colonos que cruzaron el océano para intentar la América: los Bouchet.
El país se venía desgranando.
Parido en una revolución bastante tonta pero no por ello menos cruel (que
oscilaba entre ser una cuestión de sensatez de burgueses o canallada de
jacobinos… pero jamás un asunto de caballeros), después de más de cincuenta
años de guerras civiles -incluyo la del Paraguay- que dieron la victoria al
bando liberal y que dio como resultado un montón de tipos educados en el
convencimiento de que la historia comenzó en 1810 y de gorro frigio; olvidados
de los primeros trescientos años dentro del Católico Imperio Español, que
pasará a ser despectivamente “la época de la Colonia”. (Este
tema “Imperio o Colonia” ocupó un bello artículo de mi padre
en el Diario Los Andes hace casi un año).
Terminadas las guerras, la buena
madera se quemaba en los hogares entre juegos de cartas, mancebías y
aburrimiento. Las estancias se iban yendo a manos de las nuevas fortunas
comerciales en desmedro de los que las hicieron con las armas y en el servicio.
Las viejas familias enfrentaban la tragedia y el olvido, y todo rasgo de
antigua nobleza fue borrado de los puestos importantes y de las instituciones
rectoras para recalar en nostálgicas guaridas, al borde mismo del suicidio por
asco. Los tiempos convirtieron la caballería de gestos heroicos en
caballerosidad de buenos modos; cuestión de gusto y no de honor. Bien a la
Inglesa.
Dardo Calderón y Esther Bouchet
tuvieron tres varones- una niña murió pequeña - Daniel, Rubén (Papá nació un
primero de enero de 1918 a la misma vez que el Señor de
Geronce) y el pequeño Dardo que será siempre Coco. Y los tres chillaron por la
pampa bajo el azote del viento y del agua, todavía con grupos de indios a la
otra orilla del Salado y un montón de personajes de Guiraldes y Lugones dando
vuelta por los restos de la estancia que se iba perdiendo a parcelas. Contaba
papá que una noche, siendo muy pequeño, fue mandado a buscar unas botellas a la
despensa y debió pasar en la oscuridad por la pieza de sus padres, viendo en la
semipenumbra y sobre la cama matrimonial una figura infernal; un demonio que
restaba moroso, burlón y quedamente violento apoyado en el respaldo.
Experiencia o imaginación, el niño intuía el desastre. Luego vinieron las
discusiones, los rencores, el violín que se astillaba contra el piso como todas
sus vidas, producto de una asedia y un cansancio de los que no era ajeno el
espíritu decadente de la época que evocamos, dentro de las familias criollas.
Al final la separación.
Con pocos años cumplidos, fue
papá a dar con su infancia en la pensión del pueblo -Chivilcoy- junto a Daniel
(por el asunto de la escuela primaria) y con sólo los intervalos de las
vacaciones para estar en familia. Mi abuela con Coco a lo de Bouchet y el viejo
Dardo en el campo. El extrañamiento, la mala alimentación y la enfermedad
minaron la alegría del niño… los problemas de vista, quizá un principio de
raquitismo. Durante varios años. Más de lo tolerable. (Mi madre -con más furia
que ternura- siempre quiso consolar ese niño de carita alargada y triste en
traje de marinero junto a sus hermanos que todavía muestra la foto.) Aquellos
años me traen de forma inevitable a Tirita, el niño delgado del cuento de mi
padre que le tocaba hacer de “linesman” en los juegos de pelota y que encontraba maravilloso
meterse dentro de las cañerías. “Casi no tenía espesor y nunca sabíamos si
estaba de frente o de perfil, siempre parecía que tenía un solo ojo o acaso
dos, que al no encontrar lugar en la cara para desplazarse, se encimaban”. “¡Se
va a perder! Gemía Astudillo…” “todos… presentíamos que ese y no otro era el
destino de Tirita”.
Recién en quinto grado pasa de la
pensión a vivir con su padre en la casa del campo y al otro año se integra a la
familia Bouchet. El trabajo de las cosechas, los caballos y sus jóvenes y
adorados tíos le devolverán la salud que de ahí en más pasará a ser una
“herramienta” a conservar con seriedad por el resto de su vida. Será un
muchacho delgado, pero ágil, fuerte y muy resistente. Excelente jinete.
Junto a su madre y a Mamalé -su
abuela- aprende un poco a rezar, leer francés y -sobre todo- a gustar de la
buena literatura. Los Miserables de Hugo será el relato que puebla la
imaginación de su infancia, retenido hasta en sus mínimos detalles por una
memoria prodigiosa. (Ya de grande, en veladas estivales estando junto a
nuestras novias, nos relataba esta y otras novelas, sin olvidar el nombre del
personaje más insignificante y hasta con el número de la calle de París donde
fue a rescatar Jean Valjean su enamorada. “Le mot de Cambronne” nos
llenará los ojos de admiradas lágrimas).
El Colegio Nacional verá un
alumno extraño pero regular, con todas las ausencias posibles que le permitan
permanecer en las faenas de campo con los tíos y los peones, a los que
recordará con nombre, apellido y anecdotario por el resto de su vida. Daniel
solía contarme que él había aprendido a manejar un viejo Ford, pero que Rubén
siempre prefirió la horquilla y los caballos. Su ineptitud y negación para las
máquinas serán proverbiales durante su vida adulta con la sola excepción de la
Olivetti (que ejecutaba con total prescindencia o curiosidad por el mecanismo).
Supo escribir, por aquellos años adolescentes, algunos artículos en un Diario
comunista de su pueblo. Uno de ellos era a favor del divorcio.
El ciclo escolar secundario
terminaba a la par que terminaba el arriendo del campo del viejo Bouchet, con
venta a tranquera cerrada de todo lo que había dentro. Icho -uno de los
Bouchet- buscaría a mi padre para darle el dinero correspondiente de un caballo
que le había regalado en su momento, moneda por moneda.
Unas pilchas en un bolso
marinero, una carta de recomendación para un ministro de la provincia de
Córdoba que jamás lo recibió y una atado de libros, fue el capital de partida
de este hijo de vieja familia criolla que a los dieciocho años había perdido
todos los hogares a los que su cariño se había aferrado, y se “fugaba” de
cualquier lugar conocido para vivir en pensiones hasta el día anterior a su
matrimonio. Comienza con un año de Agente de Tercera en la Policía de San Juan
(1936) y luego dos años de empleado en el Registro de la Propiedad de La Plata
reemplazando a su madre. En La Plata mantiene en la pensión al rubio loco y
elegante de Coco, de diecinueve años y a su amparo hasta el 39. Años de bohemia,
literatura y divagues poéticos y filosóficos, con el intervalo de un curso de
pocos meses en el que se gradúa como Oficial de la Reserva -con el grado de
Subteniente- en el Regimiento 2 de Caballería “Lanceros General Paz” en
Campo de Mayo. Los poetas Alberto Ponce de León y Victorino de Carolis serán
algunos de sus compañeros de charlas. Daniel estudiaba medicina y vivió toda la
carrera en el hospital. (Muchísimos años después y sin haberse vuelto a ver,
Eduardo Ramón Acuña –amigo de aquellos años- instalado en la Rosada como
asesor, lo llamaría para ponerse a su servicio… de pura nostalgia). Y de
inmediato, como siempre después del desorden y la rencilla, viene la tragedia.
La víspera de Navidad del 39,
Coco saldría para Chivilcoy a una fiesta. El viejo -solo en la pensión de La
Plata- se acostaría luego de algunos saludos de rigor y poco después, ya
pasadas las doce y en pleno sueño, sentiría a Coco que, como siempre de camino
a la pieza que quedaba cruzada con la suya -patio con macetas de por medio- le
tocaba la puerta y se asomaba… gris, difuso y torturado… y le decía… “Pichón…
rezá por mi”.
Había muerto a la una en
Chivilcoy, en una pelea con milicos. Por no retroceder. Por no entregar el
arma. Y por esa porquería de pistola Browning del calibre 32. Un milico que lo
agarró de atrás recibió un tiro en la oreja que disparó por arriba de su hombro
y seguido, un comisario se llevaba tres tiros en el pecho. A él -que ya estaba
herido en un brazo- lo mató un tiro de 45 en la espalda.
Las empresas de los hombres ya no
venían a la medida de los criollos y muchos morían derrochando coraje
inútilmente en los boliches, como en versos de Carriego.
Tanta tristeza e impotencia
necesitaban un paisaje acorde donde poder soltarlas y Rubén tomó rumbo hacia la
Patagonia. Sólo su viento frío, violento y arrachado, podía llevarse la
amargura rodando por sus estepas yermas hacia un horizonte lejano y desolado,
para estallarlo en la piedra quebrajosa de la cordillera o en los abruptos acantilados
del océano helado. Contratado como arriero de ovejas entre Santa Cruz y Chubut
y luego peón de pala y pico en las cuadrillas de la Dirección Nacional de
Vialidad -desde el 41 hasta mediados del 42- le llegaría el alta del Ejército
para rescatarlo de un descenso ad inferos que se sucedía a la muerte de su
hermano. Aquellos enigmas dolientes que le planteaba la tragedia y que no
podían resolverse todavía, serían sin embargo su hilo de Ariadna. ¿Dónde
estaría Coco? ¿Qué sentido tendría la oración? ¿Ante quién se debía hacer esto?
¿Qué posibilidad había de curar lo pasado?. (Esto me trae el recuerdo de una
conversación muchos años después y mirando el mar. “Para mí la vida es algo
parecido a una pregunta que debo responder”, me dijo.
Por fin aparecía la posibilidad
de una guerra. Algunos hablaban nerviosos del Brasil aliado y la Argentina del
eje. El viejo eligió un Regimiento de frontera respondiendo al atávico llamado
de su raza: el 11 de Caballería en Paso de los Libres, Corrientes. Poco tardó
en darse cuenta del equívoco. Mientras Europa se reventaba las tripas con
tormentas de acero, nuestra tropa estaba provista de caballos y lanzas y no se
avizoraba ninguna posibilidad de ampliación de los fondos. Sin embargo y para
mejor, aquellos fueron años alegres que dejaron el recuerdo de tantos soldados
correntinos y “guaranises”;
simples, risueños y directos. (Un antiguo soldado indio mataco -Agapito de
apellido- no tomaba su día de franco por falta de fondos. Papá le dio algunas
monedas de regalo y lo alentó con un guiño cómplice a ir al pueblo para
divertirse. De regreso el indio le trajo de vuelto casi todo lo recibido… ¡sólo
había comprado unas bananas!).
Destacó siempre la amistad con su
Capitán, Raúl Antonio Olivari Cáceres y al mentarlo, expresaba el juicio que le
merecía la institución “demasiado inteligente para pasar de Coronel en el
Ejército Argentino…”. Esta idea cobrará cuerpo dentro de su talante sereno y
desapasionado, pero escéptico, y será una experiencia que lo protegerá de tomar
parte sin reparos en futuras aventuras militares y que dejará a salvo el
prestigio de su diagnóstico político. Años después, mientras él aporreaba la
Olivetti, le dije que quería entrar en el Ejército… sin levantar la vista del
texto me contestó… “¿en qué ejército?”. Y ya supe a qué atenerme. El viejo no
se perdía en sermones directos ni en voces de mando. Cuando quería decir algo
era mansamente irónico o hablaba de historias. Y el que quería entendía. Como
dice el refrán, “nadie escarmienta con palabras”.
Manuel Bermejo -primo del abuelo
Dardo- se había llevado a Mendoza a Pedro Calderón -el menor de los hermanos-
que se convertiría en un médico de renombre y formaría destacada familia -en
dos matrimonios- emparentándose con importantes apellidos del medio. Daniel -mi
tío- ya médico, se había afincado en estos pagos siguiendo la escuela de su
pariente y se lo trajo a mi padre terminado el servicio de reserva.
Sin mucho pensarlo, se anota en
la carrera de Filosofía y luego de un año de estudios, vuelve al Regimiento 11
de Caballería -que ahora residía en Villa Federal, Entre Ríos- donde pasa un
año más, y ya vuelto, retoma en Mendoza la carrera de Filosofía y se atropella
un chancho. Que en efecto, será literalmente el chancho que les he contado más
arriba. Y será su conversión, que no quiero llamar conversión sino reencuentro.
Pero veamos.
No me cabe a mi ninguna duda que
papá estuvo con su hermano poco después de su muerte y que Coco le pidió que
rezara por él. Es el hecho más cierto de su vida. Pero esto no debe influir
demasiado en ustedes, ya que la idea que retengo de mi padre está impregnada
por la virtud que poseía el Señor de Geronce para traspasar la historia, y
muchas veces, creo que el misterioso personaje del que habla Colonna en sus
memorias y que le avisa a Leticia Bonaparte que su hijo moría en Santa Elena,
no era el personaje del cuento, sino que era mi padre. Y no debe extrañarles…
porque a mi padre, su hermano le había revelado el misterio de la Comunión de
los Santos mucho antes de que tuviera la fe, y había venido a ser hombre de
Iglesia antes que de Religión. Papá no se convirtió, sino que le volvieron poco
a poco y desordenadamente los dogmas que defendió su familia desde tiempos
inmemoriales (“Por la fe moriré” decía nuestro escudo familiar, que aunque un
tanto pretencioso para nuestros tiempos, vale para los viejos) y le volvieron
comenzando por aquel dogma que le comunicaba con ellos.
Traigamos a cuento lo de Jaques
Perret. Este aristócrata y monárquico, del equipo maurrasiano, escribió una
novela que se llamó “Con el viento en las velas” y que forma
parte del capital literario heredado de mi padre. La frase en francés significa
–además de su sentido literal- estar un poquito borracho y es cuestión que el
protagonista (Gastón Le Torch, recuerdo), perteneciente a una familia de
marinos, descubre que uno de sus ascendientes no se ha portado a la altura de
las circunstancias en un lejano combate naval. En aquel estado, "con el
viento en las velas", vuelve a esos viejos tiempos a limpiar el honor
familiar.
Esa especial forma de ver las
cosas, con una singular concepción del tiempo, se da en aquellos que son
conscientes de formar parte de una vieja familia y de una vieja historia. No se
sale a fundar algo nuevo, sino que se viene a continuar algo viejo, y ese todo
que es la familia exige ser sacado adelante con orgullo del buen comportamiento
o por la redención del mal comportamiento. Porque hay tiempo de enderezarlo
todo. Hay el tiempo que Cristo nos gana desde la eternidad de Su momento.
Y ese plan era abruptamente
concebido por un alma que atropellaba un chancho y sin más dilaciones se ponía
al servicio de la Historia, y de la Iglesia, y de su familia, y de algo
parecido a una Nación que, si cortábamos su nexo con los trescientos años del
Imperio y aún más allá... pues ya no tenía salvación. Se rompía un eslabón de
la cadena que a través de la Conquista nos hacía parte de la vieja España y de
la Cristiandad, abandonándonos a un tiempo lineal solitariamente futuro y desarraigado,
propiamente revolucionario. La caña que sobrevive el vendaval temblando de
miedo de la fábula de Anouilh. Mal podíamos contentarnos y acomodarnos a este
triste segmento por más razones de supuesto realismo político que se invocasen,
como mal podríamos buscar hacia delante un cielo sin descender primero en busca
de los nuestros. "¡Me tienen harto los cultores del hecho cumplido!"
dirá mi padre en consonancia con el pensamiento de un noble ancestro de Gastón
Le Torch en la mentada novela: "…todos los cálculos son de inspiración
maligna y los referidos al tiempo, más que los otros". Había que ir por
Bernardo, también por Coco al que había que empezar por bautizar (sin que esto
constituya una herejía, sino un problema de tiempos), y empujar con los que están
y los que vendrán. Y también esto correspondía hacer en la Historia. Y sobre
todo en la Iglesia. La revolución venía cortando los puentes y como Gastón
Le Torch, había que reparar lo deshecho. Aún en el peor de los casos -y
volviendo a la referida fábula- haber sido parte de aquel Imperio, de aquella
familia y de aquella Iglesia, nos permitía morir como un roble. Para un alma
noble, esto hace una diferencia.
La aristocracia es
fundamentalmente una dilatada concepción del interés -entendido para una finalidad
trascendente de la persona- dentro de un espíritu crítico, libre y con el
coraje de superar lo “tribal” por lo político. En nada se le parece esa
multiplicación del egoísmo que supone la complicidad del club o la logia. Se
trata de ver con lucidez, corregir con carácter y guiar con amor. Y que por
fin, es esto lo que me dejó perplejo cuando lo entendí de mi padre. Toda su
vida y su obra cobraban el sentido de una "misión de rescate" en
tiempos de perdición. Él cuenta un sueño recurrente: vuelve a Chivilcoy y entra
por detrás del casco de la estancia, entre el cementerio y la reja de defensa,
y ya cuando escucha las voces familiares y aferra el picaporte inclinándose
para mirar… se despierta.
El viejo empezó en filosofía
porque no tenia nada muy claro en aquel momento, pero a tanto de andar se hizo
a la historia… "no afirmaré que su gusto por la historia nacía de sus
pretensiones nobles, pero no queda descartado que sus preferencias culturales
tomaban fuerza en sus inclinaciones aristocráticas" dirá del Señor de
Geronce. Su renovada visión cristiana de las cosas ponía a la filosofía en el
lugar que le tocaba -y que le había dado con justeza Santo Tomás- y
no en la punta del imbécil obelisco que en su honor ha construido la revolución
moderna y que se babea desde las universidades. Sin mayores pretensiones de
filósofo o teólogo, aún manejando ambas disciplinas con bastante soltura y
erudición, se dedicó a la historia ubicándola serenamente en su quicio, sin
desmedro de la jerarquía científica en que la coloca con su original trabajo
sobre “Historia y Conocimiento” -que luego será
ampliado en su obra “Esperanza, Historia y Utopía”.
Así como hubo cientos de sofistas
que enrarecieron en su tiempo la buena filosofía y cientos de escuelas
teológicas que ocultaron en su tiempo el brillo esclarecedor del tomismo, la
peste intelectual de nuestro tiempo son “todos aquellos que se arrogan su
administración y especulan sobre el equívoco de considerar la historia como la
gesta misma del espíritu. La historia no es una acción ni una substancia, es
una cualidad del acto humano”. La historia -nos explica- se sale de lugar
en la modernidad con la Filosofía de la Historia (otra de las verdades
cristianas vueltas locas por la revolución) y se transforma en “esa
entelequia mítica” con una “finalidad implícita” que “la
familia hegeliana llama historia”.
“Cuando se habla de la
finalidad o del sentido de la historia y se pretende regentearlo en nombre de
alguna divinidad abstracta, se comete un evidente abuso especulativo. Primero,
porque se toma a la historia como a un todo sucesivo, sin pensar que en esa
perspectiva conceptual se trata de un ente de razón. Luego, por una flagrante
transposición teológica, se le concede inteligencia, voluntad y designios
propios, con aptitudes para absolver, condenar y disponer de un basural
escatológico donde iremos a parar los que no coincidimos con sus
objetivos”.
Esta perspectiva serena,
aristocrática, profundamente cristiana y eclesial, marcará desde el inicio la
totalidad de su obra que no será sino un sólo esfuerzo a la par de su vida y en
feliz adecuación. Una apología de la Iglesia Católica, dirá él mismo. Una
puesta a punto de la historia en un siglo de herejía historicista que infecta
la misma teología oficial del Vaticano. Un sólo libro desde el principio al
fin, con ciertos ensayos de afinamiento de los instrumentos conceptuales que no
resultan para nada ajenos a la obra y que obran a manera de pilares. Y lo que
resulta más llamativo (y sólo explicable en aquella especial condición del
hombre de tradiciones que lo hace heredero y continuador), es que su derrotero
intelectual y espiritual no muestra “evoluciones” o
cambios, sino simplemente camino andado: una misma calidad y estilo desde el
principio; como si ese momento en que se parte de cero -cuando atropella el
chancho- le aportara la totalidad de la Luz necesaria para ver lo que de ahí en
más tenía que ver. Sólo restaba transitarlo. Sólo restaba volar con el impulso
de aquel primer momento. Casi sin esfuerzo. (Y para aquellos que hemos visto
sus originales salir de la máquina de escribir a la imprenta sin correcciones,
entendemos el sentido de la frase “sin faticca di corpore”). Pero
primero veámoslo graduarse.
El bautismo sucedió en al año 47.
Más tarde conocerá a Blanca (en el 49, año de su graduación).
Se casará con ella apenas pasado un año. Sus compañeros de camada serán sus
amigos de siempre a pesar de la diferencia de edad. Jorge Comadrán Ruiz y
Edberto Oscar Acevedo serán especialmente entrañables. Pero también en el
cuerpo de profesores jóvenes -más cercanos a su edad- trabará firmes amistades
con Guido Soaje Ramos y Alberto Falcionelli. Los cuatro serán destacados
intelectuales en distintas ramas y compartirán con papá la Fe
Tradicional y el diagnóstico de los tiempos hasta el fin de sus días o
hasta el presente en su caso. Aquellos años jóvenes lo acercarán al Padre Julio
(Meinvielle) que lo tendrá como colaborador permanente de la
revista Ulises y en donde ambos se reirán y se harán de
enemigos como Dios manda. Mi padre tendrá una especial condición para cultivar
la amistad con una cortesía discreta y provinciana, de modos y conversación
propia para acompañar los platos de una sencilla mesa familiar con alto vuelo
de temas y para nada afectada de “cortesanías” para la galería
(encontraba plebeyo el exceso de buenos modales). Sumado a todo, una
cordialidad sincera y tolerante de las ambigüedades y contradicciones de la
naturaleza humana -de la que en ningún momento se siente ajeno ni a salvo-
constituían su lucidez, que es intelectual pero también es moral.
Por la mesa familiar, atendida
diligentemente por mamá, pasará lo más granado de la intelectualidad católica
argentina en veladas inolvidables. Alberto Falcionelli será el comensal más
festejado por toda la prole -ya casados, nos llamábamos unos a otros cuando
llegaba de visita y nos íbamos a casa de los viejos a escucharlo (era más
divertido que el cine). Guido -por supuesto- discernidor implacable, con su
vozarrón atronador daba la impresión de tener un V8 en la cabeza. Sin intensión
de hacer lista y al calor de mis recuerdos de joven, me viene a la memoria una
noche con Roque Raúl Aragón y papá, recitando de memoria al unísono los versos
gauchescos de Lugones; o un mediodía con el Padre Alberto Garcia Vieyra (hasta
el día de hoy cuando leo la frase “olor de santidad" me trae el olor
de su sotana), su enorme profundidad teológica y su picaresca cordobesa que no
lograban mitigar la enorme tristeza que le provocaba la decadencia de la Orden.
El Padre Renaudiere de Paulis y sus versos exquisitos (Un libro de poemas del
Padre se titulaba “Tiresias”, y papá le decía que nosotros los
muchachos habíamos entendido “Teresa” y creíamos que había sido una
novia… “¡Qué Báaaarbaros!” exclamaba el cura con su mejor retórica
dominicana gesticulada). En fin, muchísimas personalidades que hacían florecer
una buena época del catolicismo argentino.
Sus primeros años de profesorado
comenzarán con la materia de Etica en el Colegio Nacional. Luego vendrá el
Liceo Militar General Espejo, donde ganará por concurso el máximo de horas
cátedra. Las primeras camadas del Liceo lo tendrán en gran estima y le darán
una mano en momentos más duros. (Enrique Díaz Araujo se contará entre aquellos
alumnos).
En el 53, por desobediencias a
la “liturgia peronista” es exonerado como muchos
otros (recuerdo en este momento a Jorge Comadrán Ruiz y a Dardo Pérez Guilhou).
Mamá -por no ser menos- también se hizo expulsar, y hasta el 55 se mantuvieron
dando clases particulares, a las que muchos de sus alumnos -gran parte del
Liceo- concurrirían más para ayudar que para reforzar una capacidad de la que
no adolecían. Estaban por esos años naciendo las mellizas y la pareja
completaba sus cuatro hijos de un solo golpe.
El 55 terminó con Perón
(Revolución Libertadora) y papá fue nombrado Prosecretario del Rectorado que
detentaba Germinal Basso. Era la pata católica de la intervención. El
nombramiento tenía olor a recomendación de Raúl Benegas -Ministro de Hacienda y
pariente de los Bermejo- que había mandado su hija a las clases particulares de
los viejos. El hecho es que Raúl era de esa raza de caballeros que hacen los
favores y “esconden la mano”, y el asunto de la recomendación siempre quedó en
el misterio aún para nosotros. Esta será la única vez en la vida de mi padre
que ocupará un cargo público y no estará en la cátedra. No pasará un año que
tomará su materia (Historia de la Ideas) en la Universidad Nacional de Cuyo
(Escuela de Ciencias Políticas), cátedra que obtendrá en dedicación exclusiva y
por concurso en el año 60 siendo ya Facultad de Ciencias Políticas. El resto
son sus ocho hijos, su dilatada obra y una vida ordenada para la tarea
intelectual, sin mayores sobresaltos… y no porque no hayan existido razones
para ello, sino por una vocación clara de no tenerlos ni llamarlos. Los años de
la zurda violenta transcurrieron con variadas incomodidades y veladas amenazas
de las que el viejo no hizo caso y siguió con su tarea. De la misma manera en tiempos
del proceso militar no aceptó cargo alguno y mantuvo su sabia política de no
entrar en asuntos de milicos ni de curas (un sano anticlericalismo era norma
entre las mejores cabezas católicas de ese tiempo. El Padre Castellani diría “soy
sacerdote y anticlerical” y a la muerte del famoso cura, papá
escribiría en el Diario Los Andes una necrológica muy valiente y en la que sin
ningún reparo hablaría de “burros mitrados” como
definición del episcopado argentino).
Careció completamente de honores académicos hasta su jubilación, luego de la que fue nombrado Profesor Emérito (por influencia de algunos buenos oficiantes de la Facultad de Filosofía y Letras que lo aprovecharon un tiempo más). Sus únicos honores serán dados por las exoneraciones (que en ningún caso provocaron rencores o resentimientos), primero la de los peronistas y luego, en compañía de mi hermano Bernardo -adjunto de cátedra- la de la Universidad Católica de la que había sido profesor fundador con plaquita de bronce y todo (esta fue en razón de que Álvaro -su quinto hijo- entró al Seminario de La Reja). Cuando a Jaques Perret le quitaron la medalla militar -ganada en el frente- por “ultrajes al jefe de estado”, escribió con bastante humor: “Hago -humildemente- mi entrada en la aristocracia de los “ex”. No puedo ocultar que el viejo tomó igualmente el asunto bastante en broma y no ajeno a ello, resultaba el hecho de que entre los dos sueldos no compraban una decente horma de queso.
Careció completamente de honores académicos hasta su jubilación, luego de la que fue nombrado Profesor Emérito (por influencia de algunos buenos oficiantes de la Facultad de Filosofía y Letras que lo aprovecharon un tiempo más). Sus únicos honores serán dados por las exoneraciones (que en ningún caso provocaron rencores o resentimientos), primero la de los peronistas y luego, en compañía de mi hermano Bernardo -adjunto de cátedra- la de la Universidad Católica de la que había sido profesor fundador con plaquita de bronce y todo (esta fue en razón de que Álvaro -su quinto hijo- entró al Seminario de La Reja). Cuando a Jaques Perret le quitaron la medalla militar -ganada en el frente- por “ultrajes al jefe de estado”, escribió con bastante humor: “Hago -humildemente- mi entrada en la aristocracia de los “ex”. No puedo ocultar que el viejo tomó igualmente el asunto bastante en broma y no ajeno a ello, resultaba el hecho de que entre los dos sueldos no compraban una decente horma de queso.
El acuerdo prudencial de mi padre
con el curso de hechos que fue tomando la Fraternidad Sacerdotal San Pio X -fundada
por Mons. Lefebvre- con respecto a las reformas del Vaticano II, no
constituyó una inflexión ni una necesidad de decisión frente a una alternativa,
sino una conclusión que se imponía pacífica y necesariamente en el proceso de
la reflexión intelectual que venía llevando en su obra. Papá, mucho antes de
tomar contacto con aquel grupo de sacerdotes tradicionalistas, mantenía
correspondencia y estaba suscripto a la revista “Itineraires” donde
Jean Madiran -desde hacía muchos años- enfrentaba intelectualmente las reformas
prohijadas por el concilio, señalando claramente el carácter revolucionario del
mismo. El asunto tampoco se trató de una adhesión a un grupo sino de una
coincidencia de juicio. El que la decisión adoleciera de todo cálculo no quita
que fue tomada –como todas las suyas– con total desapasionamiento y por
devoción a la Santa Madre Iglesia.
Hace poco, recibiría de Sixto
Enrique de Borbón y Parma la Orden de Caballero de la Legitimidad
Proscripta (las proscripciones se estaban convirtiendo en una
costumbre) y si fueran otras épocas, solicitaría el permiso real para llevar en
el escudo familiar y entre los calderos, un gran Corte de Manga que simbolice
la actitud que le merecieron todos las instituciones que han perjurado con la
Revolución. (Como dato curioso, el asunto de los calderos y el lema, viene de
un antepasado hidalgo que fue freído por lo moros en un caldero, y de ahí la
costumbre familiar de... cada tanto... estar fritos).
Dos pequeños temas me quedan,
pero no menores. Todo hombre que ha elegido el estado matrimonial sabe a
ciencia cierta que la elección más importante de su vida será su mujer, ya que
de ahí en más las virtudes o defectos de ella, harán su alegría o su desdicha y
la de su prole. Papá tuvo una gran suerte y si alguna vez tuviera que definir
cuál fue la “gloire de mon père”, esa sin ninguna duda- sería mamá.
Hija de un genovés y una francesa (aunque nacidos acá por circunstancias, ambos
eran de idioma materno italiano y francés), era la única mujer -adorada- de sus
padres, entre dos varones -que la adoraban- y que sería luego adorada por su
marido y por sus hijos. Blanca Robello era un personaje de
Jean Giono en “Le Chant du Monde” -de hecho le encantaba la novela-
pura energía vital y con la medida justa de espíritu para sanar una vida y
llenarla de esperanza, hija de sastre mantuvo siempre una tenida elegante, más
allá del don de una bucólica belleza que se expresaba en sus colores de paisaje
estival. No era tan simple como para ser alegre, era más bien emprendedora pero
de la única empresa que le importaba; papá, su casa y los chicos. Cuando fueron
a casarse, mamá acompañó al viejo a la pensión a buscar sus cosas -un bolso, unos
libros y un catre tijera de lona- y el día anterior, a modo de salón de
belleza, los dos amasaban adobes de barro en la finca de mi abuelo. El día de
la boda, papá paso a buscarla a pié por su casa y así se fueron a la Iglesia y
de allí nuevamente a pié para el almuerzo. (Cuesta creer que hoy -para durar
poco- las bodas recurren a una increíble parafernalia).
Mamá estaba para construir ese
proyecto saludable que el viejo había concebido el día de su encuentro con un
chancho. Y aunque ella confesaba que no gustaba de disquisiciones teológicas
porque le engendraban más dudas que certezas, la vida sólo le agregaba certezas
a su fe. Entró en la religión de la mano de mi padre y como quien entra a la
casa familiar del otro, dispuesta a querer y hacerse querer, y recién se curó
de su complejo de ser demasiado Marta, cuando mi hermano Álvaro le presentó a
Teresita -la de Lisieux- y declaró con autoridad sacerdotal (o indulgencia
filial) que eran oración todas esas horas de idas y vueltas por la cocina para
hacer amena la cena en que papá - o alguno de sus interesantes invitados - nos
daban un curso irrepetible de cultura universal y que ella quería que
aprovecháramos. Ni que decir la cantidad de curas a los que mimó y “regó” con
abundancia.
El otro amor de papá fue la
oración. No hubo una sola mañana que no comenzara antes del amanecer de mate y
rosario -y no de cinco misterios- solo con la pava recorriendo toda la casa
mientras dormíamos. La oración de mi padre no era un asunto de viejas devotas,
era trabajo, era un compromiso ineludible. Doy fe del efecto que ella tuvo en
la vida de los suyos, y en casos muy puntuales que reservo en mi memoria. Estoy
convencido que lo que hizo con la oración -aunque sea imposible de ver hoy-
completa su obra.
Ya viejos y más serenos en la
casa, estos dos amores se encontraron. Los últimos años del matrimonio fueron
un idilio -de la mística a la "mástica" bromeaban mis hermanas-
dedicados a la oración y a frugales delicias culinarias. El amor conyugal se
espiritualizaba haciendo su visión enormemente grata y ejemplar para todos
nosotros.
Muchos de los personajes de esta
historia ya no están. Sin excepción y de formas que creo providenciales, aún
los más reacios murieron dentro de la religión. (El incrédulo impenitente de mi
tío Daniel, se convirtió dos días antes de su muerte, tomó los sacramentos y
besando el crucifijo que le acercaba el bueno del Padre Gobbi, “cambió el fusil
de hombro”).
Mamá recibió la extrema-unción de
pie frente al altar de la querida Capilla, de manos de mi hermano el Cura -toda
su belleza y vitalidad serían arrasadas con la furia de un incendio que ataca
un bosque- dejando a papá cumplir la penitencia de Adán: una larga viudez, una
gran memoria y una enorme descendencia de la que preocuparse.
Ruego para que al momento de caer
en el barro y luego de limpiar sus anteojos con los índices en gancho; al mirar
su entorno sorprendido con sus ojos miopes y el gesto de su boca en herradura;
cuando la brisa del este le traiga el aroma de los pastos segados de su inmensa
pampa, entre las risas de los peones y relinchos de caballos; cuando por fin
abra la puerta de la reja del antiguo casco de la vieja estancia; sea recibido
por todos los suyos en Cristo Nuestro Señor … y allí nos espere.
Cuaresma de 2007.
Dardo Juan Calderón , tomado de Argentinidad.