sábado, 8 de septiembre de 2012

Pequeña biografía de Rubén Calderón Bouchet.




De cómo una moto, un chancho, una novela de Jaques Perret
y la Santa Iglesia Católica me explicaron a mi padre.

En tren de responder a la solicitud de trazar una breve biografía de mi padre, y dado que él se ha negado en toda ocasión a escribir unas pequeñas memorias, permítaseme intentar la tarea con lo que queda en mis recuerdos -probablemente traicionados por mi imaginación- y con algunos mínimos párrafos que creo descubrir autobiográficos en El último señor de Geronce y otras ficciones, adelantando que el presente se aleja en el estilo del género requerido para ser, sin más pretensión, una evocación muy personal con una cronología no muy exacta. Y una segunda advertencia; como todo homenaje que se realiza sobre un hombre de carne y hueso consiste más en el buen arte de ocultar que en el de resaltar, es necesario precisar que lo mío no constituye un homenaje -aunque ningún prurito guardo con el viril ejercicio de la admiración que todo autor contrarrevolucionario se merece en estos tiempos cobardes- y por tanto muestra al hombre tal cual fue para mí, sin ocultación de ninguna especie.
Y por ello voy a comenzar con un paseo en moto. Una flamante moto Douglas tres cincuenta del cuarenta y dos, de dos cilindros opuestos, que con ruido a una loca máquina de coser, levantaba setenta a la hora por los polvorientos caminos mendocinos y que, en la ocasión, llevaba a mi padre en el asiento trasero. El otoño de esta tierra trae junto a la belleza de los álamos amarillos y ocre, una danza sin fin de pelusas que reflejan el sol como las estrellas y que crean en pleno día un ambiente al sepia de lo más ensoñador … y que por otra parte, impiden ver y obligan a escupir e insultar, lo que sumado probablemente a la conversación necesariamente estridente por encima del ruido del motor, les hizo imposible apercibirse del enorme chancho que cruzaba el carril. El golpe fue inevitable. Moto y chancho salieron derrapando de costado, chillando y girando histéricamente para restar nerviosos y gruñentes entre las malezas de las acequias. Uno a cada lado. El piloto dio de panza contra el enripiado mientras papá, largo y delgado, salía despedido en virtud del principio de palanca para un vuelo fantástico cuya duración no es posible medir en el tiempo de los hombres de negocios. En distintas cenas familiares disfruté el relato de aquel vuelo que con el correr de los días, se iba haciendo cada vez más extenso, describiendo al pasar, techos, corrales, viñas… breves historias de personas y probablemente al final, épocas… hasta dar en el barro de un chiquero del que se levantó como nada, limpiándose los anteojos con los índices en gancho y mirando sorprendido con sus ojos miopes y el gesto de su boca en herradura.
La clave interpretativa de este hecho me bastó durante un tiempo, pero ya maduro se me complicó un poco, porque la vida de mi padre -como todos los relatos que valen la pena contarse- intenta ser una historia de redención. Pero no una simple historia de redención individual y lineal, como aquel vuelo de observación universal a partir de la contundencia de la conversión al catolicismo, sino una redención circular en un doble juego de tiempo -o fuera del tiempo- de toda una familia, dentro de una Iglesia. Y por ello se agregan -en mi proceso intelectivo- la novela de Perret y la Iglesia Católica. Todo esto es algo que tiene que ver con la naturaleza del tiempo y no con mi fantasía, diría el Señor de Geronce. Pero situémonos en el lugar y la época.
El tío Calixto, matemático y adicto a la genealogía, nos asegura que descendemos de la mismísima familia de Don Pedro de Valdivia por vía de su hermana Beatriz Calderón, cuyo primer varón -de nombre Gaspar Calderón- resultó ser –por falta de hijos- el regalón del Tío; y por tanto se le concedió el honor muy español de ser almorzado por los indios junto al pariente, allá en Tucapel. El vástago del viandado encontró divertimento en venir fundando ciudades con otros de su laya -Mendoza y San Juan se llamaron- y afincó en esta última casándose -a modo de alianza estratégica- con una princesa huarpe, a la que, sin discriminación, le hizo doce hijos con bastante buena voluntad y de ahí deben venir la “jetas” achinadas de los Calderón que se han ido diluyendo a fuerza de cruzas con franceses e italianos del norte. La cuestión es que fuimos bien católicos, españoles y criollos, con largas listas de monjas y de curas hasta que el último de la corrida derecha, el viejo Calixto Calderón (un típico extremeño flaco y duro como una pica) vino a dar de comisario en la frontera con el indio por cuenta y orden de don Juan Manuel de Rosas. Emulando los antiguos se puso a fundar en la campaña bonaerense -con maneras de soldado y junto a otros gauchos tan suaves como él- la ciudad y partido de Chivilcoy. Allí se fue sanando de las heridas (quedó rengo de un lanzazo en la rodilla) que ganó en las guerras de Independencia y con el Brasil, formando gracias a su longevidad y energía una gran familia y una enorme estancia.
Terminado el período de Rosas, la pobre Argentina ya no daba más para católicos y el bisabuelo Bernardo, a pesar de ser Federal de pura cepa, se enlistó en aquel batallón de federales de Mansilla que acordaron con los mitristas y -poniendo de su bolsillo gran parte de la caballada del regimiento- se fue a la guerra del Paraguay para no quedar fuera de la Historia. Corajudo siempre, se vino masón y perdió la fe como toda su generación (al punto que resulta el único Calderón que recuerdan nuestros documentos históricos compilados por liberales, más una ligera alusión a su padre por el sólo hecho de serlo). Hombre de Dardo Rocha en la Guerra del Paraguay y en las Campañas del Desierto, luego devino en funcionario de nivel ministerial -fue Jefe de Policía- de la nueva Capital de la Provincia de Buenos Aires: la moderna ciudad de La Plata. Mantuvo parte de la estancia y crió casi una decena de hijos, entre ellos, mi abuelo Dardo.
Luego, a la falta de fe se le sumó la falta de guerras. El abuelo Dardo -como muchos criollos- era un típico guerrero sin ocupación perteneciente a una generación en cuarteles de invierno; con todas las virtudes y los vicios marciales (en especial la prodigalidad) y sin trifulcas en que justificarlos.
Caudillo de Chivilcoy, con su colt treinta y ocho a la cintura y un libro de Rubén Darío en el bolsillo (de ahí el nombre de mi padre) -a veces al servicio de algún hermano que se postulaba como diputado para los radicales- vino a casarse con una bearnesa de lo más monona, con gusto por la poesía francesa y el violín, hija mayor de una familia de colonos que cruzaron el océano para intentar la América: los Bouchet.
El país se venía desgranando. Parido en una revolución bastante tonta pero no por ello menos cruel (que oscilaba entre ser una cuestión de sensatez de burgueses o canallada de jacobinos… pero jamás un asunto de caballeros), después de más de cincuenta años de guerras civiles -incluyo la del Paraguay- que dieron la victoria al bando liberal y que dio como resultado un montón de tipos educados en el convencimiento de que la historia comenzó en 1810 y de gorro frigio; olvidados de los primeros trescientos años dentro del Católico Imperio Español, que pasará a ser despectivamente “la época de la Colonia”. (Este tema “Imperio o Colonia” ocupó un bello artículo de mi padre en el Diario Los Andes hace casi un año).
Terminadas las guerras, la buena madera se quemaba en los hogares entre juegos de cartas, mancebías y aburrimiento. Las estancias se iban yendo a manos de las nuevas fortunas comerciales en desmedro de los que las hicieron con las armas y en el servicio. Las viejas familias enfrentaban la tragedia y el olvido, y todo rasgo de antigua nobleza fue borrado de los puestos importantes y de las instituciones rectoras para recalar en nostálgicas guaridas, al borde mismo del suicidio por asco. Los tiempos convirtieron la caballería de gestos heroicos en caballerosidad de buenos modos; cuestión de gusto y no de honor. Bien a la Inglesa.
Dardo Calderón y Esther Bouchet tuvieron tres varones- una niña murió pequeña - Daniel, Rubén (Papá nació un primero de enero de 1918 a la misma vez que el Señor de Geronce) y el pequeño Dardo que será siempre Coco. Y los tres chillaron por la pampa bajo el azote del viento y del agua, todavía con grupos de indios a la otra orilla del Salado y un montón de personajes de Guiraldes y Lugones dando vuelta por los restos de la estancia que se iba perdiendo a parcelas. Contaba papá que una noche, siendo muy pequeño, fue mandado a buscar unas botellas a la despensa y debió pasar en la oscuridad por la pieza de sus padres, viendo en la semipenumbra y sobre la cama matrimonial una figura infernal; un demonio que restaba moroso, burlón y quedamente violento apoyado en el respaldo. Experiencia o imaginación, el niño intuía el desastre. Luego vinieron las discusiones, los rencores, el violín que se astillaba contra el piso como todas sus vidas, producto de una asedia y un cansancio de los que no era ajeno el espíritu decadente de la época que evocamos, dentro de las familias criollas. Al final la separación.
Con pocos años cumplidos, fue papá a dar con su infancia en la pensión del pueblo -Chivilcoy- junto a Daniel (por el asunto de la escuela primaria) y con sólo los intervalos de las vacaciones para estar en familia. Mi abuela con Coco a lo de Bouchet y el viejo Dardo en el campo. El extrañamiento, la mala alimentación y la enfermedad minaron la alegría del niño… los problemas de vista, quizá un principio de raquitismo. Durante varios años. Más de lo tolerable. (Mi madre -con más furia que ternura- siempre quiso consolar ese niño de carita alargada y triste en traje de marinero junto a sus hermanos que todavía muestra la foto.) Aquellos años me traen de forma inevitable a Tirita, el niño delgado del cuento de mi padre que le tocaba hacer de “linesman” en los juegos de pelota y que encontraba maravilloso meterse dentro de las cañerías. “Casi no tenía espesor y nunca sabíamos si estaba de frente o de perfil, siempre parecía que tenía un solo ojo o acaso dos, que al no encontrar lugar en la cara para desplazarse, se encimaban”. “¡Se va a perder! Gemía Astudillo…” “todos… presentíamos que ese y no otro era el destino de Tirita”.
Recién en quinto grado pasa de la pensión a vivir con su padre en la casa del campo y al otro año se integra a la familia Bouchet. El trabajo de las cosechas, los caballos y sus jóvenes y adorados tíos le devolverán la salud que de ahí en más pasará a ser una “herramienta” a conservar con seriedad por el resto de su vida. Será un muchacho delgado, pero ágil, fuerte y muy resistente. Excelente jinete.
Junto a su madre y a Mamalé -su abuela- aprende un poco a rezar, leer francés y -sobre todo- a gustar de la buena literatura. Los Miserables de Hugo será el relato que puebla la imaginación de su infancia, retenido hasta en sus mínimos detalles por una memoria prodigiosa. (Ya de grande, en veladas estivales estando junto a nuestras novias, nos relataba esta y otras novelas, sin olvidar el nombre del personaje más insignificante y hasta con el número de la calle de París donde fue a rescatar Jean Valjean su enamorada. “Le mot de Cambronne” nos llenará los ojos de admiradas lágrimas).
El Colegio Nacional verá un alumno extraño pero regular, con todas las ausencias posibles que le permitan permanecer en las faenas de campo con los tíos y los peones, a los que recordará con nombre, apellido y anecdotario por el resto de su vida. Daniel solía contarme que él había aprendido a manejar un viejo Ford, pero que Rubén siempre prefirió la horquilla y los caballos. Su ineptitud y negación para las máquinas serán proverbiales durante su vida adulta con la sola excepción de la Olivetti (que ejecutaba con total prescindencia o curiosidad por el mecanismo). Supo escribir, por aquellos años adolescentes, algunos artículos en un Diario comunista de su pueblo. Uno de ellos era a favor del divorcio.
El ciclo escolar secundario terminaba a la par que terminaba el arriendo del campo del viejo Bouchet, con venta a tranquera cerrada de todo lo que había dentro. Icho -uno de los Bouchet- buscaría a mi padre para darle el dinero correspondiente de un caballo que le había regalado en su momento, moneda por moneda.
Unas pilchas en un bolso marinero, una carta de recomendación para un ministro de la provincia de Córdoba que jamás lo recibió y una atado de libros, fue el capital de partida de este hijo de vieja familia criolla que a los dieciocho años había perdido todos los hogares a los que su cariño se había aferrado, y se “fugaba” de cualquier lugar conocido para vivir en pensiones hasta el día anterior a su matrimonio. Comienza con un año de Agente de Tercera en la Policía de San Juan (1936) y luego dos años de empleado en el Registro de la Propiedad de La Plata reemplazando a su madre. En La Plata mantiene en la pensión al rubio loco y elegante de Coco, de diecinueve años y a su amparo hasta el 39. Años de bohemia, literatura y divagues poéticos y filosóficos, con el intervalo de un curso de pocos meses en el que se gradúa como Oficial de la Reserva -con el grado de Subteniente- en el Regimiento 2 de Caballería “Lanceros General Paz” en Campo de Mayo. Los poetas Alberto Ponce de León y Victorino de Carolis serán algunos de sus compañeros de charlas. Daniel estudiaba medicina y vivió toda la carrera en el hospital. (Muchísimos años después y sin haberse vuelto a ver, Eduardo Ramón Acuña –amigo de aquellos años- instalado en la Rosada como asesor, lo llamaría para ponerse a su servicio… de pura nostalgia). Y de inmediato, como siempre después del desorden y la rencilla, viene la tragedia.
La víspera de Navidad del 39, Coco saldría para Chivilcoy a una fiesta. El viejo -solo en la pensión de La Plata- se acostaría luego de algunos saludos de rigor y poco después, ya pasadas las doce y en pleno sueño, sentiría a Coco que, como siempre de camino a la pieza que quedaba cruzada con la suya -patio con macetas de por medio- le tocaba la puerta y se asomaba… gris, difuso y torturado… y le decía… “Pichón… rezá por mi”.
Había muerto a la una en Chivilcoy, en una pelea con milicos. Por no retroceder. Por no entregar el arma. Y por esa porquería de pistola Browning del calibre 32. Un milico que lo agarró de atrás recibió un tiro en la oreja que disparó por arriba de su hombro y seguido, un comisario se llevaba tres tiros en el pecho. A él -que ya estaba herido en un brazo- lo mató un tiro de 45 en la espalda.
Las empresas de los hombres ya no venían a la medida de los criollos y muchos morían derrochando coraje inútilmente en los boliches, como en versos de Carriego.
Tanta tristeza e impotencia necesitaban un paisaje acorde donde poder soltarlas y Rubén tomó rumbo hacia la Patagonia. Sólo su viento frío, violento y arrachado, podía llevarse la amargura rodando por sus estepas yermas hacia un horizonte lejano y desolado, para estallarlo en la piedra quebrajosa de la cordillera o en los abruptos acantilados del océano helado. Contratado como arriero de ovejas entre Santa Cruz y Chubut y luego peón de pala y pico en las cuadrillas de la Dirección Nacional de Vialidad -desde el 41 hasta mediados del 42- le llegaría el alta del Ejército para rescatarlo de un descenso ad inferos que se sucedía a la muerte de su hermano. Aquellos enigmas dolientes que le planteaba la tragedia y que no podían resolverse todavía, serían sin embargo su hilo de Ariadna. ¿Dónde estaría Coco? ¿Qué sentido tendría la oración? ¿Ante quién se debía hacer esto? ¿Qué posibilidad había de curar lo pasado?. (Esto me trae el recuerdo de una conversación muchos años después y mirando el mar. “Para mí la vida es algo parecido a una pregunta que debo responder”, me dijo.
Por fin aparecía la posibilidad de una guerra. Algunos hablaban nerviosos del Brasil aliado y la Argentina del eje. El viejo eligió un Regimiento de frontera respondiendo al atávico llamado de su raza: el 11 de Caballería en Paso de los Libres, Corrientes. Poco tardó en darse cuenta del equívoco. Mientras Europa se reventaba las tripas con tormentas de acero, nuestra tropa estaba provista de caballos y lanzas y no se avizoraba ninguna posibilidad de ampliación de los fondos. Sin embargo y para mejor, aquellos fueron años alegres que dejaron el recuerdo de tantos soldados correntinos y “guaranises”; simples, risueños y directos. (Un antiguo soldado indio mataco -Agapito de apellido- no tomaba su día de franco por falta de fondos. Papá le dio algunas monedas de regalo y lo alentó con un guiño cómplice a ir al pueblo para divertirse. De regreso el indio le trajo de vuelto casi todo lo recibido… ¡sólo había comprado unas bananas!).
Destacó siempre la amistad con su Capitán, Raúl Antonio Olivari Cáceres y al mentarlo, expresaba el juicio que le merecía la institución “demasiado inteligente para pasar de Coronel en el Ejército Argentino…”. Esta idea cobrará cuerpo dentro de su talante sereno y desapasionado, pero escéptico, y será una experiencia que lo protegerá de tomar parte sin reparos en futuras aventuras militares y que dejará a salvo el prestigio de su diagnóstico político. Años después, mientras él aporreaba la Olivetti, le dije que quería entrar en el Ejército… sin levantar la vista del texto me contestó… “¿en qué ejército?”. Y ya supe a qué atenerme. El viejo no se perdía en sermones directos ni en voces de mando. Cuando quería decir algo era mansamente irónico o hablaba de historias. Y el que quería entendía. Como dice el refrán, “nadie escarmienta con palabras”.
Manuel Bermejo -primo del abuelo Dardo- se había llevado a Mendoza a Pedro Calderón -el menor de los hermanos- que se convertiría en un médico de renombre y formaría destacada familia -en dos matrimonios- emparentándose con importantes apellidos del medio. Daniel -mi tío- ya médico, se había afincado en estos pagos siguiendo la escuela de su pariente y se lo trajo a mi padre terminado el servicio de reserva.
Sin mucho pensarlo, se anota en la carrera de Filosofía y luego de un año de estudios, vuelve al Regimiento 11 de Caballería -que ahora residía en Villa Federal, Entre Ríos- donde pasa un año más, y ya vuelto, retoma en Mendoza la carrera de Filosofía y se atropella un chancho. Que en efecto, será literalmente el chancho que les he contado más arriba. Y será su conversión, que no quiero llamar conversión sino reencuentro. Pero veamos.
No me cabe a mi ninguna duda que papá estuvo con su hermano poco después de su muerte y que Coco le pidió que rezara por él. Es el hecho más cierto de su vida. Pero esto no debe influir demasiado en ustedes, ya que la idea que retengo de mi padre está impregnada por la virtud que poseía el Señor de Geronce para traspasar la historia, y muchas veces, creo que el misterioso personaje del que habla Colonna en sus memorias y que le avisa a Leticia Bonaparte que su hijo moría en Santa Elena, no era el personaje del cuento, sino que era mi padre. Y no debe extrañarles… porque a mi padre, su hermano le había revelado el misterio de la Comunión de los Santos mucho antes de que tuviera la fe, y había venido a ser hombre de Iglesia antes que de Religión. Papá no se convirtió, sino que le volvieron poco a poco y desordenadamente los dogmas que defendió su familia desde tiempos inmemoriales (“Por la fe moriré” decía nuestro escudo familiar, que aunque un tanto pretencioso para nuestros tiempos, vale para los viejos) y le volvieron comenzando por aquel dogma que le comunicaba con ellos.
Traigamos a cuento lo de Jaques Perret. Este aristócrata y monárquico, del equipo maurrasiano, escribió una novela que se llamó “Con el viento en las velas” y que forma parte del capital literario heredado de mi padre. La frase en francés significa –además de su sentido literal- estar un poquito borracho y es cuestión que el protagonista (Gastón Le Torch, recuerdo), perteneciente a una familia de marinos, descubre que uno de sus ascendientes no se ha portado a la altura de las circunstancias en un lejano combate naval. En aquel estado, "con el viento en las velas", vuelve a esos viejos tiempos a limpiar el honor familiar.

Esa especial forma de ver las cosas, con una singular concepción del tiempo, se da en aquellos que son conscientes de formar parte de una vieja familia y de una vieja historia. No se sale a fundar algo nuevo, sino que se viene a continuar algo viejo, y ese todo que es la familia exige ser sacado adelante con orgullo del buen comportamiento o por la redención del mal comportamiento. Porque hay tiempo de enderezarlo todo. Hay el tiempo que Cristo nos gana desde la eternidad de Su momento.
Y ese plan era abruptamente concebido por un alma que atropellaba un chancho y sin más dilaciones se ponía al servicio de la Historia, y de la Iglesia, y de su familia, y de algo parecido a una Nación que, si cortábamos su nexo con los trescientos años del Imperio y aún más allá... pues ya no tenía salvación. Se rompía un eslabón de la cadena que a través de la Conquista nos hacía parte de la vieja España y de la Cristiandad, abandonándonos a un tiempo lineal solitariamente futuro y desarraigado, propiamente revolucionario. La caña que sobrevive el vendaval temblando de miedo de la fábula de Anouilh. Mal podíamos contentarnos y acomodarnos a este triste segmento por más razones de supuesto realismo político que se invocasen, como mal podríamos buscar hacia delante un cielo sin descender primero en busca de los nuestros. "¡Me tienen harto los cultores del hecho cumplido!" dirá mi padre en consonancia con el pensamiento de un noble ancestro de Gastón Le Torch en la mentada novela: "…todos los cálculos son de inspiración maligna y los referidos al tiempo, más que los otros". Había que ir por Bernardo, también por Coco al que había que empezar por bautizar (sin que esto constituya una herejía, sino un problema de tiempos), y empujar con los que están y los que vendrán. Y también esto correspondía hacer en la Historia. Y sobre todo en la Iglesia. La revolución venía cortando los puentes y como Gastón Le Torch, había que reparar lo deshecho. Aún en el peor de los casos -y volviendo a la referida fábula- haber sido parte de aquel Imperio, de aquella familia y de aquella Iglesia, nos permitía morir como un roble. Para un alma noble, esto hace una diferencia.
La aristocracia es fundamentalmente una dilatada concepción del interés -entendido para una finalidad trascendente de la persona- dentro de un espíritu crítico, libre y con el coraje de superar lo “tribal” por lo político. En nada se le parece esa multiplicación del egoísmo que supone la complicidad del club o la logia. Se trata de ver con lucidez, corregir con carácter y guiar con amor. Y que por fin, es esto lo que me dejó perplejo cuando lo entendí de mi padre. Toda su vida y su obra cobraban el sentido de una "misión de rescate" en tiempos de perdición. Él cuenta un sueño recurrente: vuelve a Chivilcoy y entra por detrás del casco de la estancia, entre el cementerio y la reja de defensa, y ya cuando escucha las voces familiares y aferra el picaporte inclinándose para mirar… se despierta.
El viejo empezó en filosofía porque no tenia nada muy claro en aquel momento, pero a tanto de andar se hizo a la historia… "no afirmaré que su gusto por la historia nacía de sus pretensiones nobles, pero no queda descartado que sus preferencias culturales tomaban fuerza en sus inclinaciones aristocráticas" dirá del Señor de Geronce. Su renovada visión cristiana de las cosas ponía a la filosofía en el lugar que le tocaba -y que le había dado con justeza Santo Tomás- y no en la punta del imbécil obelisco que en su honor ha construido la revolución moderna y que se babea desde las universidades. Sin mayores pretensiones de filósofo o teólogo, aún manejando ambas disciplinas con bastante soltura y erudición, se dedicó a la historia ubicándola serenamente en su quicio, sin desmedro de la jerarquía científica en que la coloca con su original trabajo sobre Historia y Conocimiento -que luego será ampliado en su obra Esperanza, Historia y Utopía.
Así como hubo cientos de sofistas que enrarecieron en su tiempo la buena filosofía y cientos de escuelas teológicas que ocultaron en su tiempo el brillo esclarecedor del tomismo, la peste intelectual de nuestro tiempo son todos aquellos que se arrogan su administración y especulan sobre el equívoco de considerar la historia como la gesta misma del espíritu. La historia no es una acción ni una substancia, es una cualidad del acto humano. La historia -nos explica- se sale de lugar en la modernidad con la Filosofía de la Historia (otra de las verdades cristianas vueltas locas por la revolución) y se transforma en esa entelequia mítica con una finalidad implícita que la familia hegeliana llama historia.
Cuando se habla de la finalidad o del sentido de la historia y se pretende regentearlo en nombre de alguna divinidad abstracta, se comete un evidente abuso especulativo. Primero, porque se toma a la historia como a un todo sucesivo, sin pensar que en esa perspectiva conceptual se trata de un ente de razón. Luego, por una flagrante transposición teológica, se le concede inteligencia, voluntad y designios propios, con aptitudes para absolver, condenar y disponer de un basural escatológico donde iremos a parar los que no coincidimos con sus objetivos.
Esta perspectiva serena, aristocrática, profundamente cristiana y eclesial, marcará desde el inicio la totalidad de su obra que no será sino un sólo esfuerzo a la par de su vida y en feliz adecuación. Una apología de la Iglesia Católica, dirá él mismo. Una puesta a punto de la historia en un siglo de herejía historicista que infecta la misma teología oficial del Vaticano. Un sólo libro desde el principio al fin, con ciertos ensayos de afinamiento de los instrumentos conceptuales que no resultan para nada ajenos a la obra y que obran a manera de pilares. Y lo que resulta más llamativo (y sólo explicable en aquella especial condición del hombre de tradiciones que lo hace heredero y continuador), es que su derrotero intelectual y espiritual no muestra evoluciones o cambios, sino simplemente camino andado: una misma calidad y estilo desde el principio; como si ese momento en que se parte de cero -cuando atropella el chancho- le aportara la totalidad de la Luz necesaria para ver lo que de ahí en más tenía que ver. Sólo restaba transitarlo. Sólo restaba volar con el impulso de aquel primer momento. Casi sin esfuerzo. (Y para aquellos que hemos visto sus originales salir de la máquina de escribir a la imprenta sin correcciones, entendemos el sentido de la frase sin faticca di corpore). Pero primero veámoslo graduarse.
El bautismo sucedió en al año 47. Más tarde conocerá a Blanca (en el 49, año de su graduación). Se casará con ella apenas pasado un año. Sus compañeros de camada serán sus amigos de siempre a pesar de la diferencia de edad. Jorge Comadrán Ruiz y Edberto Oscar Acevedo serán especialmente entrañables. Pero también en el cuerpo de profesores jóvenes -más cercanos a su edad- trabará firmes amistades con Guido Soaje Ramos y Alberto Falcionelli. Los cuatro serán destacados intelectuales en distintas ramas y compartirán con papá la Fe Tradicional y el diagnóstico de los tiempos hasta el fin de sus días o hasta el presente en su caso. Aquellos años jóvenes lo acercarán al Padre Julio (Meinvielle) que lo tendrá como colaborador permanente de la revista Ulises y en donde ambos se reirán y se harán de enemigos como Dios manda. Mi padre tendrá una especial condición para cultivar la amistad con una cortesía discreta y provinciana, de modos y conversación propia para acompañar los platos de una sencilla mesa familiar con alto vuelo de temas y para nada afectada de cortesanías para la galería (encontraba plebeyo el exceso de buenos modales). Sumado a todo, una cordialidad sincera y tolerante de las ambigüedades y contradicciones de la naturaleza humana -de la que en ningún momento se siente ajeno ni a salvo- constituían su lucidez, que es intelectual pero también es moral.
Por la mesa familiar, atendida diligentemente por mamá, pasará lo más granado de la intelectualidad católica argentina en veladas inolvidables. Alberto Falcionelli será el comensal más festejado por toda la prole -ya casados, nos llamábamos unos a otros cuando llegaba de visita y nos íbamos a casa de los viejos a escucharlo (era más divertido que el cine). Guido -por supuesto- discernidor implacable, con su vozarrón atronador daba la impresión de tener un V8 en la cabeza. Sin intensión de hacer lista y al calor de mis recuerdos de joven, me viene a la memoria una noche con Roque Raúl Aragón y papá, recitando de memoria al unísono los versos gauchescos de Lugones; o un mediodía con el Padre Alberto Garcia Vieyra (hasta el día de hoy cuando leo la frase olor de santidad" me trae el olor de su sotana), su enorme profundidad teológica y su picaresca cordobesa que no lograban mitigar la enorme tristeza que le provocaba la decadencia de la Orden. El Padre Renaudiere de Paulis y sus versos exquisitos (Un libro de poemas del Padre se titulaba Tiresias, y papá le decía que nosotros los muchachos habíamos entendido Teresa y creíamos que había sido una novia… ¡Qué Báaaarbaros! exclamaba el cura con su mejor retórica dominicana gesticulada). En fin, muchísimas personalidades que hacían florecer una buena época del catolicismo argentino.
Sus primeros años de profesorado comenzarán con la materia de Etica en el Colegio Nacional. Luego vendrá el Liceo Militar General Espejo, donde ganará por concurso el máximo de horas cátedra. Las primeras camadas del Liceo lo tendrán en gran estima y le darán una mano en momentos más duros. (Enrique Díaz Araujo se contará entre aquellos alumnos).
En el 53, por desobediencias a la liturgia peronista es exonerado como muchos otros (recuerdo en este momento a Jorge Comadrán Ruiz y a Dardo Pérez Guilhou). Mamá -por no ser menos- también se hizo expulsar, y hasta el 55 se mantuvieron dando clases particulares, a las que muchos de sus alumnos -gran parte del Liceo- concurrirían más para ayudar que para reforzar una capacidad de la que no adolecían. Estaban por esos años naciendo las mellizas y la pareja completaba sus cuatro hijos de un solo golpe.
El 55 terminó con Perón (Revolución Libertadora) y papá fue nombrado Prosecretario del Rectorado que detentaba Germinal Basso. Era la pata católica de la intervención. El nombramiento tenía olor a recomendación de Raúl Benegas -Ministro de Hacienda y pariente de los Bermejo- que había mandado su hija a las clases particulares de los viejos. El hecho es que Raúl era de esa raza de caballeros que hacen los favores y “esconden la mano”, y el asunto de la recomendación siempre quedó en el misterio aún para nosotros. Esta será la única vez en la vida de mi padre que ocupará un cargo público y no estará en la cátedra. No pasará un año que tomará su materia (Historia de la Ideas) en la Universidad Nacional de Cuyo (Escuela de Ciencias Políticas), cátedra que obtendrá en dedicación exclusiva y por concurso en el año 60 siendo ya Facultad de Ciencias Políticas. El resto son sus ocho hijos, su dilatada obra y una vida ordenada para la tarea intelectual, sin mayores sobresaltos… y no porque no hayan existido razones para ello, sino por una vocación clara de no tenerlos ni llamarlos. Los años de la zurda violenta transcurrieron con variadas incomodidades y veladas amenazas de las que el viejo no hizo caso y siguió con su tarea. De la misma manera en tiempos del proceso militar no aceptó cargo alguno y mantuvo su sabia política de no entrar en asuntos de milicos ni de curas (un sano anticlericalismo era norma entre las mejores cabezas católicas de ese tiempo. El Padre Castellani diría “soy sacerdote y anticlerical” y a la muerte del famoso cura, papá escribiría en el Diario Los Andes una necrológica muy valiente y en la que sin ningún reparo hablaría de “burros mitrados” como definición del episcopado argentino).
Careció completamente de honores académicos hasta su jubilación, luego de la que fue nombrado Profesor Emérito (por influencia de algunos buenos oficiantes de la Facultad de Filosofía y Letras que lo aprovecharon un tiempo más). Sus únicos honores serán dados por las exoneraciones (que en ningún caso provocaron rencores o resentimientos), primero la de los peronistas y luego, en compañía de mi hermano Bernardo -adjunto de cátedra- la de la Universidad Católica de la que había sido profesor fundador con plaquita de bronce y todo (esta fue en razón de que Álvaro -su quinto hijo- entró al Seminario de La Reja). Cuando a Jaques Perret le quitaron la medalla militar -ganada en el frente- por “ultrajes al jefe de estado”, escribió con bastante humor: “Hago -humildemente- mi entrada en la aristocracia de los “ex”. No puedo ocultar que el viejo tomó igualmente el asunto bastante en broma y no ajeno a ello, resultaba el hecho de que entre los dos sueldos no compraban una decente horma de queso.
El acuerdo prudencial de mi padre con el curso de hechos que fue tomando la Fraternidad Sacerdotal San Pio X -fundada por Mons. Lefebvre- con respecto a las reformas del Vaticano II, no constituyó una inflexión ni una necesidad de decisión frente a una alternativa, sino una conclusión que se imponía pacífica y necesariamente en el proceso de la reflexión intelectual que venía llevando en su obra. Papá, mucho antes de tomar contacto con aquel grupo de sacerdotes tradicionalistas, mantenía correspondencia y estaba suscripto a la revista “Itineraires” donde Jean Madiran -desde hacía muchos años- enfrentaba intelectualmente las reformas prohijadas por el concilio, señalando claramente el carácter revolucionario del mismo. El asunto tampoco se trató de una adhesión a un grupo sino de una coincidencia de juicio. El que la decisión adoleciera de todo cálculo no quita que fue tomada –como todas las suyas– con total desapasionamiento y por devoción a la Santa Madre Iglesia.
Hace poco, recibiría de Sixto Enrique de Borbón y Parma la Orden de Caballero de la Legitimidad Proscripta (las proscripciones se estaban convirtiendo en una costumbre) y si fueran otras épocas, solicitaría el permiso real para llevar en el escudo familiar y entre los calderos, un gran Corte de Manga que simbolice la actitud que le merecieron todos las instituciones que han perjurado con la Revolución. (Como dato curioso, el asunto de los calderos y el lema, viene de un antepasado hidalgo que fue freído por lo moros en un caldero, y de ahí la costumbre familiar de... cada tanto... estar fritos).
Dos pequeños temas me quedan, pero no menores. Todo hombre que ha elegido el estado matrimonial sabe a ciencia cierta que la elección más importante de su vida será su mujer, ya que de ahí en más las virtudes o defectos de ella, harán su alegría o su desdicha y la de su prole. Papá tuvo una gran suerte y si alguna vez tuviera que definir cuál fue la gloire de mon père, esa sin ninguna duda- sería mamá. Hija de un genovés y una francesa (aunque nacidos acá por circunstancias, ambos eran de idioma materno italiano y francés), era la única mujer -adorada- de sus padres, entre dos varones -que la adoraban- y que sería luego adorada por su marido y por sus hijos. Blanca Robello era un personaje de Jean Giono en Le Chant du Monde -de hecho le encantaba la novela- pura energía vital y con la medida justa de espíritu para sanar una vida y llenarla de esperanza, hija de sastre mantuvo siempre una tenida elegante, más allá del don de una bucólica belleza que se expresaba en sus colores de paisaje estival. No era tan simple como para ser alegre, era más bien emprendedora pero de la única empresa que le importaba; papá, su casa y los chicos. Cuando fueron a casarse, mamá acompañó al viejo a la pensión a buscar sus cosas -un bolso, unos libros y un catre tijera de lona- y el día anterior, a modo de salón de belleza, los dos amasaban adobes de barro en la finca de mi abuelo. El día de la boda, papá paso a buscarla a pié por su casa y así se fueron a la Iglesia y de allí nuevamente a pié para el almuerzo. (Cuesta creer que hoy -para durar poco- las bodas recurren a una increíble parafernalia).
Mamá estaba para construir ese proyecto saludable que el viejo había concebido el día de su encuentro con un chancho. Y aunque ella confesaba que no gustaba de disquisiciones teológicas porque le engendraban más dudas que certezas, la vida sólo le agregaba certezas a su fe. Entró en la religión de la mano de mi padre y como quien entra a la casa familiar del otro, dispuesta a querer y hacerse querer, y recién se curó de su complejo de ser demasiado Marta, cuando mi hermano Álvaro le presentó a Teresita -la de Lisieux- y declaró con autoridad sacerdotal (o indulgencia filial) que eran oración todas esas horas de idas y vueltas por la cocina para hacer amena la cena en que papá - o alguno de sus interesantes invitados - nos daban un curso irrepetible de cultura universal y que ella quería que aprovecháramos. Ni que decir la cantidad de curas a los que mimó y “regó” con abundancia.
El otro amor de papá fue la oración. No hubo una sola mañana que no comenzara antes del amanecer de mate y rosario -y no de cinco misterios- solo con la pava recorriendo toda la casa mientras dormíamos. La oración de mi padre no era un asunto de viejas devotas, era trabajo, era un compromiso ineludible. Doy fe del efecto que ella tuvo en la vida de los suyos, y en casos muy puntuales que reservo en mi memoria. Estoy convencido que lo que hizo con la oración -aunque sea imposible de ver hoy- completa su obra.
Ya viejos y más serenos en la casa, estos dos amores se encontraron. Los últimos años del matrimonio fueron un idilio -de la mística a la "mástica" bromeaban mis hermanas- dedicados a la oración y a frugales delicias culinarias. El amor conyugal se espiritualizaba haciendo su visión enormemente grata y ejemplar para todos nosotros.
Muchos de los personajes de esta historia ya no están. Sin excepción y de formas que creo providenciales, aún los más reacios murieron dentro de la religión. (El incrédulo impenitente de mi tío Daniel, se convirtió dos días antes de su muerte, tomó los sacramentos y besando el crucifijo que le acercaba el bueno del Padre Gobbi, “cambió el fusil de hombro”).
Mamá recibió la extrema-unción de pie frente al altar de la querida Capilla, de manos de mi hermano el Cura -toda su belleza y vitalidad serían arrasadas con la furia de un incendio que ataca un bosque- dejando a papá cumplir la penitencia de Adán: una larga viudez, una gran memoria y una enorme descendencia de la que preocuparse.
Ruego para que al momento de caer en el barro y luego de limpiar sus anteojos con los índices en gancho; al mirar su entorno sorprendido con sus ojos miopes y el gesto de su boca en herradura; cuando la brisa del este le traiga el aroma de los pastos segados de su inmensa pampa, entre las risas de los peones y relinchos de caballos; cuando por fin abra la puerta de la reja del antiguo casco de la vieja estancia; sea recibido por todos los suyos en Cristo Nuestro Señor … y allí nos espere.

Cuaresma de 2007.

Dardo Juan Calderón
, tomado de Argentinidad.