lunes, 3 de septiembre de 2012

El programa del pontificado de San Pío X.



(3 de Septiembre, fiesta de San Pío X, Papa)

Pío X, “grande entre los más grandes Papas de la Iglesia católica”, comprendió inmediatamente la hora presente y en rápida síntesis, profundizó todas las necesidades del momento.
Su primera encíclica es del 4 de octubre de 1903; en ella trataba las líneas fundamentales, sencillas y claras, de su Pontificado: “Instaurare omnia in Christo”; el mismo programa de la “plenitud de los tiempos”, el mismo e idéntico programa que él, hombre de acción rígidamente rectilínea, había vivido y llevado a cabo en todos los días como una gran batalla de fe y meta suprema de una continua afirmación, de la cual no se había apartado ni un sólo momento.
Para los hombres de intereses humanos era una palabra nueva, pero para Pío X tenía ya 20 siglos. Reconducir a la humanidad bajo el imperio de Cristo. Una tarea grandiosa.
Mas antes de que esta promesa de restaurar todas las cosas en Cristo floreciese en maravillosa primavera de alma, llegando asta los rincones más lejanos del mundo católico, dolores y amarguras inexpresables iban a estrechar, como una inmensa corona de espinas, el corazón del Papa que con firme intuición y gallardía de atleta se disponía a enfrentarse a problemas y acontecimientos con los que nadie antes que él se había enfrentado y ni siquiera había osado superar.
Y las amarguras y los dolores venían de lejos y de cerca, del Ecuador, de México, de Rusia y Portugal, de Alemania, de España, Francia y hasta de Italia, último baluarte del mundo latino.
Siendo Patriarca de Venecia, el 9 de agosto de 1879, en el XIX Congreso Eucarístico, había proclamado fuerte con solemne elocuencia los soberanos derechos de Cristo:

“Jesucristo es Rey y Rey supremo, y como Rey debe ser honrado. Su pensamiento debe estar en nuestras inteligencias; su moral en nuestras costumbres; su caridad en las instituciones; su justicia en las leyes; su acción en la historia; su culto en la religión; su vida en nuestra vida”.

Él sabía bien que la salvación de los individuos y de las naciones estaba únicamente en la práctica positiva de la doctrina del Maestro Divino: la doctrina que supera a todos los tiempos y domina a todas las edades. 
Por consiguiente, la ciencia y la civilización, la cultura y la política, el derecho y la moral, el estado y la familia, la sociología y la escuela, la vida pública y la vida privada, en todas sus múltiples manifestaciones, debían inspirarse no en las hábiles artes de una diplomacia inteligente o en éxitos de la pequeñez humana, sino en las enseñanzas inmutables del Evangelio, en la vida cristiana entendida en toda su amplitud y en toda su profundidad: la vida que un día devolverá a Cristo su Reino, el reino que está en el Sermón de la Montaña, y no en las transacciones de aquí abajo.
Por eso, al anunciar Pío X su Pontificado al mundo, escribía así:

“Ante la sociedad humana sólo queremos ser Ministro de Dios, de cuya autoridad somos depositarios. Los intereses de Dios serán nuestros intereses, por los cuales estamos decididos a desgastar todas nuestras fuerzas y hasta la vida misma, y si alguno nos pidiese una consigna, como expresión de nuestra decidida voluntad, siempre daremos ésta y no otra: Restaurar todas las cosas en Cristo, para que Cristo sea todo en todos. Arrancados el enorme crimen de la apostasía de todo orden sobrenatural, tan propia de nuestro tiempo, en la que la sociedad ha caído, hay que devolver el honor debido a las leyes santísimas y a los consejos del Evangelio; afirmar la verdad y la doctrina de la Iglesia acerca de la santidad del matrimonio cristiano, la educación de la juventud, la posesión y el uso de los bienes, los deberes hacia quienes llevan las riendas del gobierno, hay que restituir el equilibrio entre las diversas clases sociales según las normas de las prescripciones y de las costumbres cristianas.”

Y para que no pudiese surgir duda alguna acerca de la orientación de su Pontificado, y para que nadie pudiese hacerse ilusiones o pretender equívocos acerca de sus intenciones, no titubeó en aclarar y concretar todavía con mayor precisión su programa en el primer Consistorio del 9 de noviembre siguiente:

“Misión sublime la nuestra, porque se trata de algo que, sobrepasando estos efímeros bienes de la tierra, se extiende hasta la eternidad, abraza a todas las naciones y estimula nuestra solicitud hacia todos los hombres, por los cuales Cristo murió. ‘Restaurar todas las cosas en Cristo’. Este es nuestro programa, como ya lo hemos anunciado. Y puesto que Cristo es la verdad, nuestro primer deber será, ante todo, enseñar, proclamar y defender la verdad y la ley de Cristo. De ahí el deber de ilustrar y de confirmar los principios de la verdad natural y sobrenatural, que con tanta frecuencia en nuestros días, vemos, por desgracia, oscurecidos y olvidados; consolidar los principios de dependencia, de autoridad, de justicia y de equidad, que hoy día son conculcados; orientar a todos según las normas de la moralidad, también en los asuntos sociales y políticos; a todos, decimos, tanto a los que obedecen como a los que mandan.
Sabemos muy bien que chocaremos con no pocos, que dirán que nos ocupamos necesariamente de política. Pero cualquier juez imparcial de las cosas puede ver que el Sumo Pontífice, investido de Dios del Supremo Magisterio, no puede en absoluto separar las cosas que pertenecen a la fe y a las costumbres de las cosas de la política. Siendo, además, cabeza y primer Magistrado de la sociedad de la Iglesia, es necesario que con los jefes de las naciones y con las autoridades civiles tenga mutuas relaciones, si es que quiere que en cualquier parte donde haya católicos se provea a su seguridad y libertad, sin olvidar que, presididos por la fe, nuestro deber apostólico también es el de confutar y rechazar los principios de la filosofía moderna y del derecho civil, que hoy día están llevando el curso de las cosas humana allá a donde no permiten las prescripciones de la Ley eterna. En este punto, nuestra conducta, lejos de oponerse al progreso de la humanidad, no hará más que impedir que se precipite a la ruina total.”

Eran graves estos presupuestos con los que el Papa, que había sido Párroco y Obispo, arrancaba su Pontificado, en una hora en la que entre tantos partidos en que estaban divididos los hombres, faltaba el mejor de los partidos: el “partido de Dios”. No ignoraba que el Pontífice que quería restaurar todas las cosas en Cristo no podía retroceder ante ningún obstáculo, ni dejarse impresionar por objeciones o críticas; no debía temer ante los desprecios o las incomprensiones, no tomar en cuenta las amenazas, ni actitudes discordantes, siquiera fueran de jefes de estado o de gobierno, sino dominando con la fortaleza de Dios todos los acontecimientos, incluso los más arduos, debía seguir adelante impertérrito hasta llegar a la meta, dispuesto a quebrantar con mano de hierro la audacia de cualquiera que intentase deformar la divina fisonomía de la Iglesia.

“La victoria será siempre de Dios –había dicho poco antes de su primera Encíclica-, y la derrota del hombre que se atreve a oponerse a Dios nunca estará más cercana que cuando en medio del entusiasmo del triunfo se levanta con mayor audacia.”

A los 68 años de edad, Pío X era todavía un hombre robusto, lleno de vigor y de vida, con una entera seguridad en la existencia de Dios y en la eterna juventud comunicada por Cristo a su Iglesia. No había frecuentado la escuela de diplomacia, pero tenía la diplomacia de la experiencia, poseía la ciencia de los hechos, porque había escrutado al mundo desde la cima de muchos observatorios y había dominado el horizonte que había ido ensanchándose cada vez más.
Conocía a fondo la diplomacia del Evangelio que trastoca todas las viejas y las nuevas diplomacias del mundo: tenía fuerza de carácter, un corazón firme y una voluntad que vibraba al rito profundo de una segura precisión de juicio, con la fuerza de una fe viva, ardiente, inconfundible.
Así, mirando serenamente hacia la frontera de la eternidad, dirigiendo el alto pensamiento y la acción fecunda a la restauración de todas las cosas en Cristo, con indomable firmeza empezó su Pontificado, que si bien en la complejidad de las vicisitudes durante sus 11 años sintió más de una vez la amarga soledad de Getsemaní, también tuvo la luz refulgente que brotó de las tinieblas del Calvario cuando Cristo, muriendo, destruía la muerte, y, resucitando, renovaba la vida.

Girolamo Dal-Gal, “Pio X, el Papa Santo”.