Estimados
fieles, el viernes celebramos la fiesta de N. Señora de los Siete Dolores, de
la Madre de Dios que sufre en el Calvario. Recordemos, entonces, algunas
verdades acerca del sufrimiento.
La
primera verdad que conviene recordar es que ES IMPOSIBLE EVITAR EL SUFRIMIENTO.
Cristo dice que vamos a sufrir. ¿En
qué lugar de los Evangelios se nos promete una felicidad completa o estable en
esta vida? Al contrario, dice, en el
sermón de las Bienaventuranzas: bienaventurados
los que sufren en la tierra porque serán felices en el Cielo. ¿Dónde dice
que vamos a estar libres de tribulaciones?
Al contrario, las promete cuando
dice: en el mundo tendréis tribulación
pero -agrega- ¡ánimo, Yo he vencido
al mundo! Si
no podemos evadir el sufrimiento, de lo que se trata, entonces, es de saber
llevar la cruz, se trata de saber sufrir.
El que quiera venir en pos de de Mí -dice
N. Señor- niéguese a sí mismo, tome su
Cruz y sígame.
Segunda
verdad, consecuencia de la primera: HAY QUE ACEPTAR EL SUFRIMIENTO.
Tengo muchos amigos que dicen amarme, pero que en el fondo me aborrecen
porque no aman mi Cruz. Tengo muchos
amigos de mi mesa, pero muy pocos de mi Cruz, dice la Imitación de
Cristo (II, c 2, n 1). Cabe
preguntarnos si vivimos como amigos o como enemigos de la cruz de Cristo.
Porque el mundo nos arrastra a buscar siempre el bienestar, la comodidad y el placer,
y a evitar y a detestar todo sufrimiento.
Si esta es nuestra actitud habitual, no
sabemos sufrir y somos enemigos de la cruz de Cristo.
Se trata de sabe sufrir: una
poesía de San Luis María Grignón de Montfort (o citada por él) dice:
Elígete
una cruz de las tres del Calvario;
elige
con cuidado, ya que es necesario
padecer como santo o como
penitente
o como réprobo que sufre eternamente.
Luego,
hay 3 maneras de sufrir: como santo sufría Cristo, como penitente
sufría Dimas y como réprobo sufría
Gestas (el mal ladrón). Los tres sufrían el mismo tormento. De los dos
ladrones, de los dos pecadores del
Calvario, uno en la cruz se salvó y el otro en la cruz se condenó. Y Cristo
en la cruz por la cruz nos salvó.
Sufrimos en justo castigo del pecado
original y personal y para ser purificados. Pero a veces nos vemos tentados a
preguntarnos ¿por qué a mí? ¿Qué he hecho
para merecer tal o cual sufrimiento? Dice Mons. Lefebvre (“La Misa de
Siempre”, Ed. Río Reconquista, 201º, pags. 102-106) que algunos católicos se
hacen ilusiones pensando del
siguiente modo: como soy cristiano, Dios
me bendecirá evitándome todo sufrimiento. Pasaré mi vida sin sufrimiento ni
sacrificio. Como amo a Dios, no querrá que yo sufra. Si N. Señor Jesucristo nos
dio el ejemplo del sufrimiento redentor,
tenemos que desear sufrir y
sacrificarnos con Él.
Y acá nos encontramos
con la tercera verdad, que implica dar un paso más, o mejor, un salto al
infinito. Este paso es algo totalmente incomprensible y una locura para los
mundanos, pero es un paso de amor heroico para los católicos: HAY QUE AMAR EL
SUFRIMIENTO.
Tenemos que llegar a no considerar el
sufrimiento como un mal o como un dolor insoportable, sino unir nuestros sufrimientos a los sufrimientos de N. S. Jesucristo. ¿Cómo?
No es cosa fácil. No es fácil estar sonrientes y serenos en la Cruz. ¡Pero
Cristo no nos pide eso! Desde antes de la crucifixión, Él sufría angustias de
muerte en el monte de los Olivos, hasta el extremo de sudar sangre. ¿Cómo hay
que hacer, entonces, para unir nuestros sufrimientos a los de Cristo? Responde
Mons. Lefebvre: mirando a la Cruz y asistiendo a la Santa Misa, que es la continuación
de la Pasión de N.S. Eso es todo lo que Dios nos pide cuando sufrimos:
que con sencillez y humildad, y entre sangre, sudor y lágrimas; nos acordemos
de él en su Cruz y asistamos con fe al Santo Sacrificio de la Misa, renovación
del Sacrificio de Cristo en el Calvario.
Cuando
se comprende el sufrimiento -sigo
citado a Monseñor- éste se convierte en una alegría y se vuelve un tesoro. Nuestros
sufrimientos unidos a los de N. Señor y a los de todos los mártires, a los de
todos los santos, a los de todos los católicos, a los de todos los fieles que
sufren en el mundo y a la Cruz de N. Señor, se convierten en un tesoro inexpresable e inefable y alcanzan
una eficacia extraordinaria para la
conversión de las almas y la nuestra.
Y esta es la cuarta verdad y misterio
de misterios: ¡el barro se convierte en oro!: EL SUFRIMIENTO DEBE SER AMADO
PORQUE UNIDO A LA CRUZ DE CRISTO SE VUELVE REDENTOR.
También
sufrimos para salvar almas. Por eso
el mundo, hoy más que nunca y cada
vez más, odia la cruz de Cristo,
odia el sufrimiento que, unido al de Cristo crucificado, adquiere un valor infinito y se hace redentor, porque Cristo nos ha querido redimir a través del sufrimiento.
La
Sma. Virgen sufrió un martirio auténtico por medio de la compasión, esto
es, por padecer con Cristo. Tened el deseo de sufrir con N. Señor y con la Sma.
Virgen -dice Monseñor- para la salvación de vuestra alma y de
todas las almas. Decía Mons.
Lefebvre que Santa Teresita del Niño
Jesús, en su Carmelo –sin hacer nada a los ojos del mundo, crucificada como
toda verdadera carmelita-, salvó millones
de almas. ¡Millones de almas! Por eso se dijo -y es verdad- que es la santa
más grande de nuestros tiempos. En lugar de quejarnos tanto y tan amargamente
cuando nos toca sufrir, ¡salvemos almas!
¿Hay algo más noble que eso? Por eso san Luis María
Grignión de Montfort, en su “Carta a los Amigos de la Cruz”, dice que nada
hay tan necesario, tan útil, tan dulce y tan glorioso como padecer.
Pasa
con el sufrimiento como con el agua de las lluvias. A veces llueve: a veces
hay que sufrir, quien más quien menos, quien de una forma, quien de otra. Si se
deja escurrir el agua de las lluvias, termina en el mar, donde se hace inútil,
se pierde. Esto sucede con el sufrimiento que es desaprovechado: no sirve de
nada, se pierde. Pero si encauza esa
agua y se la embalsa, sirve para regar las plantas y obtener frutos: y este es
el sufrimiento que aceptamos y unimos a Cristo sufriente. Que nuestras
lágrimas no lleguen al mar, que sean como esa gota de agua que, en la Misa, el celebrante mezcla con el
vino que será la Sangre de Cristo. Que
nuestras lágrimas no se pierdan, sino que caigan dentro del cáliz y se unan a
la Sangre Redentora de N. Señor, por la oración, la comunión y la asistencia al
Santo Sacrificio de la Misa.
Encontramos
en Colosenses 1, 24, estas sorprendentes
palabras de San Pablo en: Yo, al presente… estoy cumpliendo en mi carne
lo que queda por padecer a Cristo por su cuerpo místico, que es la Iglesia.
Y Santo Tomás nos explica que no hay que entender estas palabras: lo que queda por padecer a Cristo, en el
sentido de que la Pasión de Cristo fue insuficiente para la redención, por lo
que necesitaría ser completada con los sufrimientos
o pasiones de los cristianos. Tal
interpretación sería herética, porque la Sangre de Cristo es suficiente para la
redención de infinitos mundos. La verdad es que Cristo y su Iglesia son una
persona mística, cuya cabeza es Cristo y cuyo cuerpo es el conjunto de los
justos, y Dios dispuso la cantidad de
méritos que debe haber en toda la Iglesia, tanto en la cabeza, como en los
miembros. Por eso dice: completo en
mi carne lo que falta por padecer a Cristo, esto es, a la Iglesia toda,
cuya cabeza es Cristo. Faltaba, que así como Cristo había padecido en su
cuerpo, así padeciese en San Pablo y en todos los católicos hasta que se acabe
el tiempo. Faltan nuestros sufrimientos.
¿Le diremos que no a Cristo?
Estimados fieles: después de N. Señor, quien
más ha sufrido en toda la historia, es la Sma. Virgen María. Recurramos cada
día a ella mediante el Santo Rosario, que empieza en la Cruz y termina en la
Cruz, para que por su intercesión creamos
en la luz infinita que se oculta en la oscuridad del sufrimiento cristiano.
¡Ave Maria Purissima!
Mendoza 16 de septiembre del 2012.