A los 94
años falleció el ilustre filósofo de la Universidad Nacional de Cuyo (UNCuyo),
Rubén Calderón Bouchet. A lo largo de su vida tuvo dos grandes intereses, la
Filosofía Medieval y la Filosofía de la Historia.
Nació en
Chivilcoy, Provincia de Buenos Aires el 1º de enero de 1918. Hizo sus primeros
estudios en esa ciudad y una vez terminado el bachillerato arribo a Mendoza en
marzo de 1944, donde se inscribió como alumno en la Facultad de Filosofía y
Letras.
Dictó
clases de Filosofía en colegios secundarios y en 1976 ingresó como profesor
titular de “Historia
de la Filosofía Medieval” y por extensión de la cátedra de “Filosofía de la
Historia” en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo.
En 1983
se lo nombró profesor emérito de la UNCuyo y estuvo a cargo de las carreras de
Ética. Hasta 1994 estuvo dictando cursos de especialización y perfeccionamiento
docente en el Departamento de Graduados, que en ese entonces era un posgrado.
Realizó
numerosas publicaciones de libros en importantes editoriales de la Argentina y
colaboró en varias revistas que sustentaban el ideario tradicionalista al que
adhería. Además fue ilustre miembro de la Hermandad Tradicionalista Carlos VII,
a la que hornraba siendo su Presidente Honorario. Como destacado filósofo
mendocino contrarrevolucionario, fue nombrado por S.A.R. Don Sixto Enrique
de Borbón, Caballero de la orden de la Legitimidad Proscrita.
Gran
pensador y escritor católico, fiel a la Tradición, fiel a la Verdad, por lo
cual, recibió una buena dosis de persecuciones. Roguemos por su alma y el
consuelo cristiano de su familia.
Requiem æterna dona ei Domine et lux perpetua luceat ei.
Requiem æterna dona ei Domine et lux perpetua luceat ei.
In
memoriam
El primer
día de este año 2009, cumplió 91 años Don Rubén Calderón Bouchet. Estamos
seguros de que él no nos perdonaría una celebración con sabor a obituario, ni
un ditirambo de esos que habitan los pergaminos, ni tampoco la solemnidad de
los intelectuales descafeinados. Casi diríamos que tampoco nos perdonaría la
ausencia de alguna palabrota feroz en el discurso o, por lo menos, de algún
retruécano de esos que supieron hilvanar en vida Gracián y Quevedo.
Envasado
a lo paisano —no a lo gauchudo, como él mismo supo distinguir— Don Rubén
disfruta con el evangélico sí, sí; no, no, que sin necesidad de Jerónimos y de
Vulgatas, ha traducido siempre como el noble arte de proferir la Verdad y de
mandar al carajo a los mentirosos. No es casual que el festejo, lejos de
enmarcarse en el territorio anaftalinado de alguna Academia á la page, haya
transcurrido en una suculenta bodega mendocina, donde se sabe empíricamente que
in vino veritas, sin traducción postconciliar a lenguas vernáculas.
Si algo
concuerda con el magisterio fecundo de Don Rubén es la juntura de tres
palabras: la luz que todo lo enciende y fulgura porque tiene su origen en la
única Luz de Luz, como se rezó para siempre en Nicea. El ágape, que trae las
reminiscencias más nobles de la helenidad, pero el fruto más alto del banquete
católico. Y la cordialidad, que de corazón procede, y que el Corazón de Jesús
tiene por última fuente, tal como lo enseñó Pío XII en la “Haurietis Aquas”.
Una vida entregada al albor, a los amores esenciales y sustantivos, al mester
de corazonadas: ¿qué más y qué mejor oficio se puede pedir?
Don Rubén
escribió una pila de libros. Y como decía Ernesto Palacio, al no haber sido lo
suficientemente aburridos como para llamar la atención de la intelligentzia,
tuvieron todos ellos un mejor destino que el bestsellerato. Han sido y son
lectura y relectura permanente de todos quienes buscan el Bien. El Bien en la
Historia, la Política, la Filosofía, las Letras, la Fe.
Mérito enorme
su ciencia, su sabiduría universal, su capacidad pugnativa, su desciframiento
del pasado y del presente, su estilo inmejorable de quien recibió el talento
para fablar alegre y preciso a la vez. Mérito grande el de su lucidez y coraje,
reunidos en una estampa afable y afectuosa, como sólo supieron tener
genuinamente en esta tierra los criollos sin dobleces y sin trampas. Mérito
mayor, tal vez, ese don para mantenerse semper idem; sin cambiar de cabalgadura
ni de camino, ni de faro ni de navío, ni de misa ni de mesa, ni de Patria y de
Dios.
La
sordera lo preservó de escuchar a los politicos, y la distancia de ver
personalmente a tanto malparido. Entre nostalgioso y aún bizarro para nadarse
unos cuantos metros y escaparle a la artrosis, un día de éstos —con la misma
naturalidad con que hoy se levanta y se empapa de sol cuyano y de nietos— se
nos irá para siempre. Al galope corto, señor de las riendas, con dos lagrimones
que se le escapan de la cara, como a Fierro, cuando miró las últimas
poblaciones.
Pero por
ahora, Don Rubén, no se muera nunca. Su bien llevada longevidad es una de las
pocas victorias que tenemos los nacionalistas.
Antonio Caponnetto, nota publicada el 2 de Enero de 2009.