“Y al tercer día resucitó de entre los muertos”: no quiere decir que Cristo Nuestro Señor haya estado tres días en el sepulcro, sino que muerto el Viernes revivió y salió del sepulcro el Domingo temprano; estuvo en el sepulcro más de 30 y menos de 40 horas.
La Resurrección de Nuestro Señor es un suceso histórico, el suceso sostenido por mayor peso de testimonio histórico que ningún otro en el mundo.
Los cuatro Evangelistas narran los hechos del Domingo de Pascua en forma enteramente impersonal, lo mismo que el resto de la vida de Cristo; no hay exclamaciones, comentarios, afectos, asombros ni gritos de triunfo. Los Evangelios son cuatro crónicas enteramente excepcionales: el cronista anota una serie de hechos en forma enteramente enjuta y escueta. Aquí los hechos son las apariciones de Cristo redivivo; al cual vieron, oyeron y tocaron los que habían de dar testimonio.
Este testimonio se puede resumir brevemente en las siguientes cabezas:
1º Hay cuatro documentos diferentes, escritos en diferentes tiempos y sin connivencia mutua, cuyos autores no tenían el menor interés en fabricar una enorme e increíble impostura: al contrario, arriesgaban la vida contando lo que contaron.
2º Los Fariseos y Pilatos no hicieron nada; y tenían que haber hecho cosas, de ser una impostura; sería una impostura facilísima de reventar: bastaba exponer el cadáver, y juzgar y sentenciar a los impostores. Al contrario, hicieron trampas y violencias para hacerlos callar.
3º En la mañana de Pentecostés, los antes amilanados Apóstoles salieron audazmente a predicar a la multitud que Jesús era el Mesías y había resucitado. En la multitud había muchos testigos presenciales de los hechos de Cristo, incluso de su pasión y muerte. La multitud creyó a los Apóstoles.
4º En el espacio de una vida de hombre, en todo el vasto Imperio Romano existían grupos de hombres que creían en la Resurrección de Cristo, y se exponían por creerlo y confesarlo a los peores castigos.
5º Tres siglos más tarde todo el Imperio Romano, es decir, todo el mundo civilizado creía en la Resurrección de Cristo; y la religión cristiana era la Religión oficial de Roma; para llegar a eso, millares y aun millones de mártires; y entre ellos los 12 primeros Testigos, habían dado la vida en medio de tormentos atroces. “Creo a testigos que se dejan matar” -decía Pascal en el siglo XVII.
Había incrédulos en el Imperio Romano, por supuesto: siempre los habrá. Contra ellos hacía san Agustín su famoso argumento de “los Tres Increíbles”.
“INCREIBLE es que un hombre haya resucitado de entre los muertos; INCREIBLE es que todo el mundo haya creído ese increíble; INCREIBLE es que 12 hombres rústicos y sencillos y plebeyos, sin armas, sin letras y sin fama, hayan convencido al mundo, y en él a los sabios y filósofos, de aquel primer INCREIBLE.
“EL primer INCREIBLE no lo queréis creer; el segundo increíble no tenéis más re-medio que verlo; de donde tenéis que admitir el 3er. INCREIBLE. Pero ese tercer increíble es un portento tan asombroso como la Resurrección de un muerto”.
Así decía san Agustín; y esto es lo que el Concilio Vaticano llama “el milagro moral” de la Iglesia.
De san Agustín acá, ese hecho histórico asombroso que es el cristianismo siguió adelante; conquistó el mundo, modeló la Europa y después la América, creó la admirablemente adelantada raza blanca, y todas las ventajas y comodidades de lo que hoy llamamos “la civilización”. Se puede decir que la mejor parte del mundo ha creído siempre en la Resurrección; y que esa creencia ha producido los, mayores sabios, los mayores artistas, los mayores gobernantes y los mayores moralistas, que son los Santos.
Supongamos ahora que, por un imposible, todos los hombres del mundo actual dejaran de creer en la Resurrección de Cristo y la dieran como una impostura -puesto que física-mente PUEDEN arrojar la fe los que quieren: la fe es un acto libre. Si aconteciese una total apostasía (y algo deso puede suceder) ¿borraría ese hecho nuevo el otro hecho secular de la universal fe cristiana y de la existencia im-perturbable y progresiva de la Iglesia durante 20 siglos? Es imposible: ni Dios mismo puede hacer que un hecho deje de haber sido hecho. “Quod factum est, nequit fíeri infactum”, decían brevemente los filósofos antiguos. Simplemente los apóstatas tendrían qué tergiversar, como hicieron los judíos y Herodes después del Domingo de Pentecostés: tendrían que ocultar los hechos, imponer silencio por la fuerza, y dar muerte a los que hablaran; mas en el fondo de su alma tendrían conciencia de que no niegan o descreen por un acto del entendimiento sino por un acto de voluntad; no por la razón sino por un capricho.
De san Agustín acá, ese hecho histórico asombroso que es el cristianismo siguió adelante; conquistó el mundo, modeló la Europa y después la América, creó la admirablemente adelantada raza blanca, y todas las ventajas y comodidades de lo que hoy llamamos “la civilización”. Se puede decir que la mejor parte del mundo ha creído siempre en la Resurrección; y que esa creencia ha producido los, mayores sabios, los mayores artistas, los mayores gobernantes y los mayores moralistas, que son los Santos.
Supongamos ahora que, por un imposible, todos los hombres del mundo actual dejaran de creer en la Resurrección de Cristo y la dieran como una impostura -puesto que física-mente PUEDEN arrojar la fe los que quieren: la fe es un acto libre. Si aconteciese una total apostasía (y algo deso puede suceder) ¿borraría ese hecho nuevo el otro hecho secular de la universal fe cristiana y de la existencia im-perturbable y progresiva de la Iglesia durante 20 siglos? Es imposible: ni Dios mismo puede hacer que un hecho deje de haber sido hecho. “Quod factum est, nequit fíeri infactum”, decían brevemente los filósofos antiguos. Simplemente los apóstatas tendrían qué tergiversar, como hicieron los judíos y Herodes después del Domingo de Pentecostés: tendrían que ocultar los hechos, imponer silencio por la fuerza, y dar muerte a los que hablaran; mas en el fondo de su alma tendrían conciencia de que no niegan o descreen por un acto del entendimiento sino por un acto de voluntad; no por la razón sino por un capricho.
“Sic volo, sic jubeo, sit pro ratione voluntas”. Cristo Resurrecto apareció a su Santísima Madre, después a la Magdalena, luego a san Pedro, a Santiago el Mayor, a los dos desconsolados discípulos de Emaús, y finalmente en ese mismo Domingo de Pascua a todos los Apóstoles reunidos en el Cenáculo; y después otras muchas veces en la Galilea, patria de todos ellos. Apareció humilde, sereno y gracioso, llevando en manos, pies y costado las gloriosas heridas de su Pasión, vueltas hermosas como joyas. Habló, comió, alternó con ellos; fue visto y tocado, fue interrogado y adorado. Y después hizo la gran demostración de su Ascender a los Cielos. Y desapareció de la vista de los hombres.
Si estamos engañados, OH Dios, entonces Tú mismo nos has engañado.
Con razón decía san Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe, nuestra esperanza es vana: somos los más infelices de todos los hombres”. Pero Cristo resucitó; y entonces la contraria es verdadera: somos los más felices de todos los hombres; o si quieren, los menos infelices.
Leonardo Castellani, Tomado de “El rosal de Nuestra Señora”.