domingo, 17 de febrero de 2013

El ayuno que agrada a Dios.



Comiendo la fruta del árbol prohibido, Adán transgredió los preceptos de vida (Gn 3,6). En cuanto a nosotros, reduciendo lo que comemos, en cuanto no es posible, nos levantaremos y recobraremos la alegría del Paraíso. Que nadie crea que esta abstinencia puede bastar. Por el profeta, Dios nos dice al respecto: “¿no sabéis cuál es el ayuno que me agrada? Comparte tu pan con el hambriento, alberga a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, no te desentiendas de los tuyos” (Is 58,5-7). Este es el ayuno que Dios aprueba: el que presenta sus manos llenas de limosnas, un corazón lleno de amor hacia los otros, un ayuno totalmente amasado por la bondad. Aquello de lo que te privas personalmente, dalo a otro. Así tu penitencia corporal contribuirá al mayor bienestar corporal de los que están necesitados.
Comprende por otra parte este reproche del Señor por boca del profeta: “¿cuándo ayunasteis o gemisteis, era por amor a mí? Cuando comíais y bebíais ¿no comíais y bebíais en provecho propio?” (Za 7,5-6) esto es comer y beber para sí mismo, no compartir con los pobres, los alimentos destinados a alimentar el cuerpo; son dones hechos por el Creador a la comunidad de los hombres.
También es ayunar para sí mismo, el hecho de privarse por un tiempo, pero reservarse lo que se ha privado para consumirlo más tarde. “Santificad vuestro ayuno”, dice el profeta (Jl 1,14)... ¡Qué cese la cólera; qué desaparezcan las disputas! La mortificación del cuerpo es vana, si el corazón no se impone una disciplina para refrenar sus deseos desordenados... El profeta dijo: “el día del ayuno hacéis vuestros negocios y apremiáis a vuestros servidores. Ayunáis para querellas y litigios y herís con furibundos puñetazos” (Is 58,3-4)... En efecto sólo si perdonamos, Dios no nos devolverá nuestra propia injusticia.

 San Gregorio Magno, Homilía sobre los evangelios, n° 16.