sábado, 23 de febrero de 2013

Quien ama a Jesucristo, ama el padecimiento.



Caritas patiens est.
La caridad es sufrida.

La tierra es lugar de merecimientos, de donde se deduce que es lugar de padecimientos. Nues­tra patria, donde Dios nos tiene reservado el des­canso del gozo eterno, es el paraíso. En este mun­do habernos de estar poco tiempo, y, a pesar de ser poco, son muchos los padecimientos por que habremos de pasar. El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de inquietud2. Hay que su­frir; todos tenemos que sufrir; todos, sean justos o pecadores, han de llevar la cruz. Quien la lleva pacientemente, se salva, y quien la lleva impa­cientemente, se condena. Idénticas miserias, dice San Agustín, conducen a unos al cielo y a otros al infierno. En el crisol del padecer, añade el mis­mo santo Doctor, se quema la paja y se logra el grano en la Iglesia de Dios; quien en las tribula­ciones se humilla y resigna a la voluntad de Dios, es grano del paraíso; y quien se ensoberbece e irrita, abandonando a Dios, es paja para el in­fierno.
El día en que se discuta la causa de nuestra salvación, si queremos alcanzar sentencia de sal­vación, es preciso que nuestra vida se halle con­forme con la de Jesucristo: Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo[1] Para esto se propuso el Verbo eterno venir al mundo, para enseñarnos con su ejemplo a llevar pacientemente las cruces que el Señor nos enviare: También Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus pisadas[2]. Para animarnos a pa­decer quiso Jesucristo padecer ¡Ah!, y ¿cuál fue la vida de Jesucristo? Vida de ignominias y de penalidades. El profeta llamó a nuestro Redentor despreciado, abandonado de los hombres, varón de dolores[3], el hombre despreciado, tratado como el último de todos, el hombre de dolores; sí, por­que la vida de Jesucristo estuvo saturada de tra­bajos y dolores.
Pues bien, así como Dios trató a su amadísi­mo Hijo, así también tratará a quien le ame y adopte como hijo: A quien ama, corrígele el Se­ñor, y azota a todo hijo que por suyo reconoce[4]. De ahí que dijera en cierta ocasión a Santa Te­resa: «Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos.» Por eso la Santa, cuando se veía más trabajada, decía que no trocaría sus trabajos por todos los tesoros del inundo. Apa­reciéndose después de muerta a una de sus reli­giosas, le reveló que gozaba de gran premio en el cielo, no tanto por las buenas obras cuanto por los padecimientos que en vida sufrió con agrado por amor de Dios, y que, si por alguna causa hu­biera deseado tornar al mundo, sería ésta tan sólo la de poder sufrir alguna cosa por Dios. Quien padece amando a Dios, dobla la ganancia para el paraíso. San Vicente de Paúl solía decir que el no penar en esta tierra debe reputarse por gran desgracia; y añadía que una congregación o per­sona que no padece y es de todo el mundo aplaudida, está ya al borde del precipicio. Por eso, el día que San Francisco de Asís pasaba sin algún trabajo por Cristo, temía que Dios le hu­biese dejado de su mano. Escribe San Juan Crisóstomo que, cuando el Señor concede a alguno favor de padecer por El, dale mayor gracia que si le concediera el poder resucitar a los muertos, porque, en esto de obrar milagros, el hombre se hace deudor de Dios; mas en el padecer, Dios es quien se hace deudor del hombre; y añadía que el que pasa algún trabajo por Cristo, aunque otro favor no recibiera que el de padecer por Dios, a quien ama, eso sería la mayor correspondencia, y que la gracia que tuvo San Pablo de ser aherro­jado por Cristo la tenía en más que la de haber sido arrebatado al tercer cielo.
La constancia ha de tener obra perfecta[5]; es de­cir, que no hay cosa que más agrade a Dios que el contemplar a un alma que con paciencia e igual­dad de ánimo lleve cuantas cruces le mandare; que esto hace el amor, igualar al amante con el amado. «Todas las llamas del Redentor—decía San Francisco de Sales—son a manera de bocas que nos enseñan cómo hemos de padecer traba­jos por El. Sufrir con constancia por Cristo, he ahí la ciencia de los santos y el medio de santi­ficarnos prestamente». Quien ama a Jesucristo de­sea que le traten como a Él le trataron, pobre, despreciado y humillado. Vio San Juan a los bien aventurados vestidos de ropas blancas y palmas en sus manos[6] La palma es emblema del martirio, si bien no todos los santos sufrieron el martirio. ¿Cómo, pues, todos llevan esas palmas? Responde San Gregorio que todos los santos fueron márti­res, o a manos del verdugo o trabajados por la paciencia; de suerte, añade el Santo, que nosotros sin hierro podemos ser mártires, con tal que nues­tra alma se ejercite en la paciencia.»
En esto estriba el mérito del alma que ama a Jesucristo, en amar el padecimiento. «Esto me dijo el Señor otro día: ¿Piensas, hija, que está el merecer en gozar? No está sino en obrar y en padecer y en amar... Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos, y a és­tos responde el amor. ¿En qué te lo puedo más mostrar que querer para ti lo que quise para mí? Mira estas llagas, que nunca llegarán aquí tus dolores.» «Pues creer que (Dios) admite a su amistad estrecha gente regalada y sin traba­jos, es disparate.» Y añade Santa Teresa, para consuelo nuestro: «Y aunque haya más tribula­ciones y persecuciones, como se pasen sin ofen­der al Señor, sino holgándose de padecerlo por El, todo es para mayor ganancia.»
Aparecióse cierto día Jesucristo a la Beata Bautista Varanis y le dijo que  «tres eran los favores de mayor precio que Él sabía hacer a las almas sus amantes: el primero, no pecar; el segundo, obrar el bien, que es de más subido valor; y el tercero, que es el más cumplido, pa­decer por amor de Él». Conforme a esto, decía Santa Teresa de Jesús que, cuando alguien hace por el Señor algún bien, el Señor se lo paga con cualquier trabajo. Por ello, los santos daban en sus contrariedades gracias a Dios. San Luis, rey de Francia, hablando de la esclavitud pa­decida por él en Turquía, decía: «Gózome y doy gracias a Dios, más por la paciencia que entre las prisiones me ha concedido, que si hubiera conquistado toda la tierra». Y Santa Isabel, rei­na de Hungría, cuando, a la muerte de su es­poso, fue expulsada de sus Estados con su hijo, abandonada de todos, entró en una iglesia de franciscanos e hizo cantar en ella un Te Deum en acción de gracias porque así la favorecía Dios, permitiéndola padecer por su amor.
Decía San José de Calasanz que «no sabe ganar a Cristo el que no sabe sufrir por Cristo». Y antes lo había dicho el Apóstol: Porque en­tiendo que los padecimientos del tiempo pre­sente no guardan proporción con la gloria que se ha de manifestar en orden a nosotros[7]. Extra ordinaria ganancia sería padecer todas las pena­lidades sufridas por los santos mártires, duran­te nuestra vida, a trueque de disfrutar, aunque fuera sólo un momento, de la gloria del paraíso; luego, ¿con cuánta mayor razón habremos de abrazarnos con nuestra cruz, sabiendo que los trabajos de esta breve vida nos conquistarán la bienaventuranza eterna? Porque ese momentá­neo, ligero, de nuestra tribulación, nos produce, con exceso incalculable, siempre creciente, un eterno caudal de gloria[8]. San Agapito, jovencillo de pocos años, cuando el tirano le amenazó con abrasarle la cabeza con un yelmo encendido, respondió: «Y ¿qué mayor fortuna podría ser la mía que perder la cabeza para verla corona­da luego en la gloria?» Esto hacía exclamar a San Francisco: «Tan grande es el bien que es­pero, que las penas tórnanseme gozos.» Quien quiera la corona del cielo, fuerza es que pase por tribulaciones y trabajos: Si constantemente sufrimos, también con El reinaremos[9]. No puede darse premio sin mérito, ni mérito sin paciencia. No es coronado si no lucha conforme a la ley[10]. Y al que con más paciencia combatiere, le ha de ca­ber mayor corona.
Fuerte cosa es que, cuando se aventuran los bienes terrenos, procuren sus amadores allegar cuanto más pueden, en tanto que, tratándose de bienes celestiales, se contenten con decir que les basta un rinconcito en el cielo. No hablaron así los santos, sino que en la vida se contentaban con cualquier cosa, y hasta se despojaban de los bienes terrenos, al paso que, tratándose de los celestiales, se esforzaban en allegar cuantos más podían. Y es del caso preguntar: ¿Quiénes es­taban en lo seguro y conducente?
Y, hablando de la vida presente, es cierto que quien con más paciencia sufre, disfruta tam­bién de mayor paz. San Felipe Neri acostum­braba decir que en este mundo no hay pur­gatorio, sino tan sólo cielo o infierno; quien soporta pacientemente los tribulaciones, disfruta ya del cielo, y quien las rehúye, padece ya un infierno anticipado. Sí, porque, como escribe Santa Teresa, quien abraza las cruces que Dios le manda, no las siente. Hallándose San Fran­cisco de Sales, en cierta ocasión, asediado de tribulaciones, dijo: «Desde hace algún tiempo, las adversidades y secretas contradicciones que experimento me proporcionan tan suave y dulce tranquilidad, que no tiene igual, y son presagio de la próxima y estable unión del alma con Dios, la cual en toda verdad es la única ambición y el único anhelo de mi corazón. ¡Cuán cierto es que la paz no puede hallarse donde se vive vida desconcertada, sino donde se vive vida de unión con Dios y con su santísima voluntad! Cierto religioso misionero de Indias, asistiendo a un condenado que se hallaba en el patíbulo, oyóle decir: «Sepa, Padre, que fui de su Or­den; mientras observé fielmente las Reglas, viví contento; mas cuando empecé a relajarme, en el mismo punto sentí pena y trabajo en todo, de tal manera que, abandonando la religión, di rien­da suelta a los vicios, que, por fin, me traje­ron al estado miserable en que me ve. Le digo esto —añadió— para que mi ejemplo pueda ser­vir de escarmiento a otros». El Venerable Luis de la Puente decía que para disfrutar de paz había que tomar las cosas dulces de la vida como amargas, y las amargas, como dulces. Sí, porque lo dulce, aun cuando agrade a los sentidos, deja, sin embargo, un amargo remordimiento de con­ciencia, por la complacencia desordenada que en ello se tiene, al paso que lo amargo, aceptado pacientemente, como venido de la mano de Dios, tórnase suave y querido a las almas que le aman.
Persuadámonos de que en este valle de lá­grimas no es posible que goce verdadera paz de corazón sino quien sobrelleva los padecimien­tos y se abraza gustoso con ellos para agradar a Dios; que tal es la herencia y estado de co rrupción que nos legó el pecado original. La con­dición de los justos en la tierra es padecer aman­do, al paso que la de los santos en el cielo es gozar amando. Cierto día escribió el P. Pablo Séñeri, el joven, a una de sus penitentes, para animarla a padecer, que escribiese a los pies del Crucifijo estas palabras: «Así se ama.» No es tanto el padecer, cuanto la voluntad de pa­decer por amor de Jesucristo, la más cierta señal para ver si un alma le ama. «¿Y qué más ga­nancia —decía Santa Teresa— que tener algún testimonio de que contentamos a Dios?» Pero, ¡ay!, que la mayoría de los hombres desmayan con sólo oír el nombre de cruz, de humillación y de penalidades. Con todo, no faltan almas amantes que cifran todo su contento en pade­cer y andan como inconsolables cuando les fal­tan trabajos. «Sólo mirar a Jesús crucificado —decía cierta persona edificante—me infunde tal amor a la cruz, que se me hace no podría ser feliz sin padecimientos; el amor de Jesucris­to me basta para todo». Este es el consejo que Jesús da a quien lo quiere seguir, tomar la cruz y seguirlo: Tome a cuestas su cruz... y sígame[11]. Pero hay que tomarla y seguirlo, no a la fuer­za y con repugnancia, sino con humildad, pa­ciencia y amor.
¡Qué gusto proporcionan a Dios quienes hu­milde y pacientemente se abrazan con las cru­ces que les envía! Decía San Ignacio de Loyola que no hay leña tan a propósito para encender y conservar el fuego del amor de Dios como el madero de la cruz, es decir, el amarlo en me­dio de los sufrimientos. Cierto día Santa Ger­trudis preguntó al Señor qué sería lo que pudiera ofrecerle más de su agrado, y El le res­pondió: «Hija mía, con lo que más me agrada­rías sería con sufrir pacientemente cuantas tri­bulaciones te presentara». Por eso decía la gran sierva de Dios sor Victoria Angelini que más vale un día clavado en cruz que cien años de ejercicios espirituales. Y el Beato P. Juan de Ávila añadía: «Más vale en las adversidades un gracias a Dios que seis mil gracias de bendicio­nes en la prosperidad». Y, con todo, los hom­bres desconocen el valor del padecer por Dios. Decía la Beata Angela de Foligno que, si co­nociéramos el mérito de padecer por Dios, ro­baríamos las ocasiones del padecimiento. De ahí que Santa María Magdalena de Pazzi, conoce­dora del valor del sufrimiento, deseaba que se prolongase su vida, más bien que ir luego a dis­frutar del cielo; porque en el cielo no se puede padecer, decía.
El alma amante de Dios sólo ansia unírsele por completo, más para alcanzar unión tan per­fecta, oigamos lo que decía Santa Catalina de Génova: «Para llegar a la unión con Dios, son necesarias adversidades, porque Dios, por medio de ellas, destruye todos los desordena­dos movimientos de nuestra alma y de nuestros sentidos. Y, por esto, injurias, desprecios, enfer­medades, pérdidas de parientes y de amigos, humillaciones, tentaciones y demás contrarieda­des, nos son sumamente necesarias, para que, batallando y de victoria en victoria, lleguemos a extinguir en nosotros las perversas inclinacio­nes y no las sintamos más. Y no basta que ce­sen las adversidades de parecemos desagradables, pues mientras que el amor divino no nos las torne amables, no llegaremos a la divina unión.» De donde resulta que el alma que anhele ser toda de Dios, como escribe San Juan de la Cruz, ha de buscar no el gozo, sino el padecimiento en todas las cosas: «Porque buscarse a sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; mas buscar a Dios en sí es no sólo querer ca­recer de eso y de es otro por Dios, sino inclinar­se a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo, y esto es amor de Dios»; y así ha de abrazar ávidamente to­das las mortificaciones voluntarias, y con mayor avidez aún y amor las involuntarias, porque és­tas son más queridas de Dios. Salomón dijo: Mejor es el sufrido que un héroe[12]. Sin duda que agrada a Dios quien se mortifica con ayunos, cilicios y disciplinas, porque mortificándose da pruebas de varonil entereza; pero mucho más agradable es a Dios holgarse en los trabajos y sufrir pacientemente las cruces que Él nos man­da. San Francisco de Sales decía: «Las tribula­ciones que nos vienen de la mano de Dios o de los hombres, son siempre más preciosas que las que son hijas de la propia voluntad, porque es ley general que donde menos lugar tiene nues­tra voluntad, más contento hay para Dios y pro­vecho para nuestras almas.» En igual sentido abundaba Santa Teresa: «Y deja casi aniquila­da aquella pena con el gozo que le da ver que le ha puesto el Señor en las manos cosa que en un día podrá ganar más delante de Su Ma­jestad, de mercedes y favores perpetuos, que pu­diera ser ganara él en diez años por trabajos que quisiera tomar por sí»; razón por la cual afirmaba Santa María Magdalena de Pazzi no haber cosa en el mundo, por acerba que fuese, que no la sufriera alegremente, pensando que procede de la divina mano. Y así fue, porque, en los no pequeños trabajos que hubo de sufrir en un lustro, bastábale traer a la memoria ser voluntad de Dios, para recobrar la paz y la tran­quilidad. ¡Ah!, que para conquistar a Dios, ines­timable tesoro, todo es nada o de ningún valor. Del P. Hipólito Durazzo es la siguiente senten cia: «Cueste Dios lo que costare, jamás nos cos­tará muy caro.»
Roguemos, pues, al Señor que nos halle dig­nos de amarlo; que, si le amamos perfectamen­te, todos los bienes terrenos se nos harán humo y lodo, al paso que las ignominias tornaránse en suavísimos deleites. Oigamos lo que dice San Juan Crisóstomo del alma que se entrega com­pletamente a Dios: «Luego que se ha llegado al perfecto amor de Dios, vívese como solo en la tierra y ni se para en glorias o en ignomi­nias: desprécianse tentaciones y trabajos y se pier­de el gusto y apetito de las cosas terrenas. No encontrando ayuda ni reposo en cosas del mun­do, corre el alma sin tregua ni descanso tras del amado sin que haya estorbo que la detenga, por­que ya trabaje, coma, vele, duerma, en cuanto haga o diga, cifra su ideal y afanes en la bús­queda del amado; que en él está su corazón por estar en él su tesoro.»
En este capítulo hemos hablado de la pacien­cia en general; en el decimoquinto trataremos en especial de las ocasiones en que habremos de ejercitarla.

San Alfonso María de Ligorio, tomado de “Tratado del amor a Jesucrisito”.

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[1] Nam quos praescivit et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).
[2] Christus passus est pro nobis, vobis relinquens exemplum ut sequamini vestigia eius (I Petr., II, 21).
[3] Despectum, novissimum virorum, virum dolorum (Is., LIII, 3).
[4] Quem enim diligit Dominus castigat; flagellat cautem omnem fílium  quem recipis (Hebr., XII, 6).
[5] Patientia autem opus perfectum habet (Iac, I, 4).
[6] Amicti stolis albis et palmae in manibus eorum (Apoc, VIl, 9).
[7] Non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam quae revelabitux in nobis (Rom., VIII, 18).
[8] Momentaneum et leve tribulationis nostrae, supra modum in sublimitate aeternum glorias pondus operatur in nobis (II Cor., IV, 17).
[9] Si sustinebimus, et conregnabimus (II Tim., II, 12).
[10] Non coronatur nisi qui legitime certaverit(ib., 5).
[11] Tollat crucem suam... es sequatur me (Lc, IX,23).
[12] Melior est patiens viro forti (Prov., XVI, 32).