El mal que
padece el mundo se debe, más que a la aparición de ideas nuevas, al repudio de
verdades antiguas. Y entre estas venerables verdades repudiadas, ninguna ha
traído consecuencias más desastrosas que el abandono del verdadero concepto de
la naturaleza humana. El Liberalismo, lo mismo que la doctrina Colectivista, es
una deformación de la verdad del hombre. El primero engendró esclavos
económicos por su egoísmo individualista, al aislar al hombre de la sociedad;
la segunda engendró esclavos políticos al fomentar el egoísmo colectivo y
absorber al hombre dentro de la sociedad.
Entre estos
extremos, se halla el áureo término medio de la doctrina cristiana acerca del
hombre, única que puede servir de base a un nuevo orden social. Ante todo,
demos la verdadera definición de la libertad. La libertad no es el derecho de
hacer lo que a mí se me antoje, ni la obligación de ejecutar lo que me ordene
un dictador; digamos más bien que la libertad es el derecho de hacer lo que
debo hacer. En estas tres palabras: “querer”, “deber” y “obligar”, están las
alternativas entre las cuales ha de elegir el mundo actual. De las tres,
elegimos “deber”.
Esa pequeña
palabra “deber” implica que el hombre es un ser libre. El fuego está obligado a
arder, el hielo a congelar, pero el hombre debe ser bueno. El verbo “deber”
implica la moralidad toda, como poder moral diverso de la potencia física. La
libertad no es un derecho a ejecutar lo que queramos, como suele decir tan a
menudo la juventud moderna: “Si quiero, puedo hacer esto o lo otro, ¿no es así?
¿Quién me lo va a impedir?” Ciertamente, puede usted hacer cualquier cosa si se
le antoja: robar a su prójimo, apalear a su esposa, rellenar colchones con
hojas de afeitar usadas y ametrallar las gallinas de su vecino, pero no debe
hacerlo, porque el deber implica la moralidad, los derechos y deberes
recíprocos.
La doctrina
cristiana sobre el hombre afirma, además, que no hay derecho que no engendre su
correspondiente deber. Derechos y deberes son correlativos, como el lado
cóncavo de una taza para el convexo. Tengo derecho a la vida, pero ello mismo
me obliga al deber de respetar la vida de los demás. Y, desde el momento en que
no existen derechos sin obligaciones, ambos han de poseer un carácter social.
Por ello, en el Cristianismo la más elevada expresión moral no está en defender
con egoísmo nuestros derechos, sino en servir a nuestros semejantes. Económica
y políticamente, esto implica que cada “derecho” origina una “función” o un
“papel”. He aquí la solución propuesta por la Iglesia: reconstruir la sociedad,
pero no sobre “derechos” egoístas, sino sobre la base de la “función”, porque
“los hombres han de estar ligados, pero no según la posición que ocupen en la
bolsa o mercado de trabajo (es decir, de acuerdo con sus respectivos
emolumentos) sino según las diferentes funciones que desempeñen en el seno de
la sociedad”.
La diversidad
entre la sociedad basada en derechos y la que se funda sobre la función es
decisiva. En el sentido moderno, los derechos pertenecen al individuo; las
funciones, en cambio, son sociales, puesto que están encaminadas al bien común,
y sin embargo, ambos son inseparables, pues muchos derechos dependen de la
función misma, por ejemplo, mis ojos tienen derecho a ver, pero no pueden
ejercitarlo sin antes reconocer su deber de formar parte de mi organismo.
Mientras el ojo funciona en el cuerpo, disfruta de sus derechos. Mi corazón
tiene derecho a su provisión de sangre, pero no puede ejercitar esa función a
menos que demuestre su amor al bien del organismo entero, cumpliendo con su
deber de enviar sangre a todos los demás miembros que lo integran. Pues bien,
lo que afirmo como verdadero en el orden físico, es igualmente cierto en el
orden social, vocacionalmente, desde este punto de vista, el Capital y el
Trabajo se relacionan en forma inseparable con el bien común de la sociedad.
Este es el fundamento de la justicia social.
Por fin, la
doctrina cristiana acerca del hombre está intrínsecamente ligada con el
problema de la propiedad. Para este problema se ofrecen tres soluciones
posibles. La primera quiere colocar todos los huevos en unos pocos cestos: es
el capitalismo; la segunda quiere hacer una tortilla con todos, para que nadie
sea dueño de ellos: es el comunismo; la tercera quiere distribuir los huevos en
el mayor número posible de canastas: ésta es la solución de la Iglesia
Católica.
El derecho de
la propiedad fluye de mi personalidad directamente, y cuanto más íntima sea la
relación entre los diversos objetos y mi propia persona, tanto más personal
será mi derecho a poseerlos; serán más míos cuanto más honradamente les imprima
el sello de mi naturaleza racional. Por este motivo los escritos, creación
directa de la inteligencia, y los hijos, productos inmediatos del cuerpo, son
tan nuestros. Por eso el Estado salvaguarda los derechos de autor mediante
leyes de propiedad intelectual, y reconoce que el derecho a la educación
pertenece más a los padres que a él mismo. Por consiguiente, el derecho del
hombre a poseer, emana de su derecho a ser quien es y a vivir su existencia.
La
personalidad es, pues, un núcleo en torno del cual se concentran numerosas
zonas de propiedad: muy próximas algunas y otras muy alejadas; dentro de las
primeras se hallan el cuerpo, el alimento, la indumentaria, la vivienda, las
creaciones literarias y artísticas de nuestra mente y nuestras manos, etc. en
las zonas remotas se hallan los elementos superfluos, los lujos de la vida. Por
consiguiente, el derecho de propiedad no se aplica igualmente a todo; por el
contrario, varía en razón directa de la cercanía o alejamiento del objeto
respecto a la persona humana; cuanto más cerca esté de nuestra persona, más
profundo el derecho de posesión; cuanto más unido a nuestra responsabilidad
interna, más fuerte nuestro derecho a adueñarnos de él, del mismo modo que
cuanto más nos aproximemos a una hoguera, sufriremos más su calor. Por eso un
millonario no tiene el mismo derecho a su segundo millón que un trabajador
pobre a participar en las ganancias, administración o propiedad de la industria
para la cual trabaja, por eso también, un hombre no tiene el derecho primario
de poseer yate, pero sí el de ganar un salario que le permita vivir. El
capitalista que invoca el derecho de propiedad cuando el Estado le obliga a
pagar impuestos sobre sus riquezas superfluas a fin de ayudar con ese dinero a
los necesitados, no apela al mismo derecho fundamental que invoca el granjero
cuando dice que sus vacas le pertenecen. Puesto que la propiedad es extensión
de la responsabilidad personal, se deduce lógicamente que cinco acciones en una
Compañía que opera con billones de dólares no constituyen la misma suerte de
propiedad, ni es tan sagrado nuestro título a esas acciones, como el de la
pobre viuda a las cinco bolsas de patatas que ha cultivado en su terrenito. En
otros términos, el derecho de propiedad no es absoluto e invariable: se acrecienta
de acuerdo con su relación a la personalidad, disminuye cuando esta relación es
más remota.
No existe
incompatibilidad alguna entre la filosofía social de la Iglesia y el mundo
actual; lo que existe es ignorancia, falta de información. El objetivo es
restablecer la antigua verdad que afirma que es menester volver a descubrir al
hombre, no al hombre-animal del cual tanto sabemos, sino al hombre racional del
que tanto ignoramos. Y ese descubrimiento sólo se logrará cuando conozcamos a
Aquél a cuya imagen y semejanza fue creado el hombre, pues comenzamos a ser
libres cuando Dios comienza a ser importante.
Mons. Fulton J. Sheen