Por Natalia Sanmartín Fenollera
Visto en Wanderer,
04-Nov-2016.
En Yorkshire, en el norte de
Inglaterra, el viento barre los páramos cubiertos de brezo. La brisa es helada.
El azote del viento hace que caminar sea un esfuerzo; las ovejas bajan la
cabeza.
Y sólo es octubre. Las gentes de
otros tiempos cruzaban estos páramos diariamente caminando kilómetros bajo el
viento helado y la nieve. Los cruzaban con lluvia y hielo; lo hacían en enero y
en diciembre. Caminaban ante la mirada de sus ovejas, que pacen ahora como hace
siglos, ajenas a la endiablada dureza de esta tierra.
No sólo es dura la tierra, también
lo fueron los hombres que se asentaron en ella. Y entonces, ante el paisaje
agreste, surge una reflexión casi inevitable: nosotros, los hombres modernos,
no somos como ellos.
No somos ya como los hombres y las
mujeres de antaño. No tenemos sus cuerpos, domados y endurecidos por la
enfermedad, la vida austera, el dolor, y el trabajo físico; no tenemos su
capacidad de resignación ante los reveses y las desgracias, tampoco tenemos su
resistencia. No tenemos siquiera sus corazones, su disposición, hecha de
perseverancia y esfuerzo, para sufrir, para padecer y compadecer, para amar,
para doblegar los sentimientos, para curar las heridas propias y ajenas, para
caer y levantarse.
Todos los que queremos volver a una
vida sencilla, evangélica, guiada por el ideal benedictino; todos los que
soñamos con ese ideal, pese a no estar de ningún modo a su altura; tenemos que
hacer un ejercicio de crudo realismo que comienza por reconocer que nosotros no
somos ni podemos ser ya como ellos. El mundo nos ha contaminado y separado de
la realidad lo suficiente como para asumir que nuestra primera tarea no es
heroica, no es reconstruir nada, ni siquiera es recuperar nada. Nuestra primera
tarea es renunciar, quitar, abandonar, cerrar.
Las inteligencias modernas no se
parecen tampoco a las de los antiguos. Aquellos hombres dedicaban años a
estudiar en profundidad lo que tenían a su alcance y eso era su universo. Los
hombres que amaban el estudio pasaban su vida leyendo y releyendo libros,
libros heredados, libros polvorientos, libros llenos de sabiduría, libros
también a veces con errores, libros perdidos, libros desactualizados, libros
mal traducidos, libros deteriorados, libros escogidos.
Nosotros llevamos un teléfono en la
mano que contiene toda una Biblioteca de Alejandría. Un hallazgo por el que
cualquier sabio antiguo habría dado la vida. Pero también un anillo brillante
que ha destruido nuestra capacidad, tan hermosa y tan humana, de aguardar, de
tener paciencia, de reposar, de concentrarnos, de callar, de amar el
silencio.
Muchos de nosotros ansiamos volver a
vivir cerca de la tierra, hacemos planes para comprar una aldea abandonada al
pie de un océano, peleamos para recuperar la liturgia, soñamos con escuelas en
las que se estudie griego y latín. Cada familia, un huerto. Una taberna, oscura
y silenciosa, excepto por las risas y las charlas; una taberna donde la amistad
masculina florezca como antaño. Un capellán para una iglesia. Un jardín en
torno a la Domus Aurea. Una pequeña librería; una editorial evangélica. Un
mundo pequeño que estará lleno, como el grande, de pecado, pero en el que
también sobreabundará la gracia. Una tierra que contendrá trigo y cizaña. Una
pobre y buena tierra en este mundo en ruinas hasta el fin de los tiempos.
Pero ese sueño será una imitación,
será una impostura, una cáscara vacía si no logramos entornar al menos las
puertas de esa hermosa biblioteca. Con sus volúmenes, su brillo, sus colores,
sus debates y sonidos, sus mapas, videos, mensajes e imágenes. Si no logramos
aprender a vivir, a esperar, a rezar, a discutir, a perdonar, a sonreír, a
leer, a pensar, a hablar de nuevo como siempre hablaron los hombres: cara a
cara y sin una pantalla ante los ojos.
En los años setenta, John Senior
dijo a sus alumnos del Seminario Pearson que tirasen la televisión por la
ventana si querían reconstruir la cultura cristiana. Casi cincuenta años
después, la televisión no es la amenaza; no para muchos de nosotros. La amenaza
es nuestra amada biblioteca; es ella la que nos cuesta tirar por la ventana. La
misma que me permite escribir ahora estas líneas, la que está tan repleta de
tesoros y de cosas buenas, y la que ha privado también a nuestras mentes del
primer signo de civilización: las paredes y los muros.
Senior solía recordar cómo Homero,
al describir a los cíclopes y su salvajismo, nos dice: “Vivían sin murallas”.
Para los griegos, las fronteras, las paredes, las murallas, eran signos de
civilización.
Parece una contradicción, un
contrasentido en el que caemos todos, clamar por lo real, lo sencillo, lo
pequeño, lo cercano, y al tiempo tener la mirada puesta en lo que ocurre en
cada rincón del mundo a cada minuto. Hemos destruido las murallas en nuestras
mentes. Hemos derribado las fronteras. Y al hacerlo, hemos dejado entrar el
mundo a raudales en nuestra inteligencia, nuestro corazón y nuestras almas.
¿Es posible cerrar esa puerta? Es
muy difícil. Quizá sea imposible. Tal vez pueda plantarse esa semilla en la
próxima generación y nuestra labor sea protegerla para que crezca. Pero ser
cristiano, incluso serlo en el nivel más bajo de la escala cristiana, ese en el
que estamos tantos, es terriblemente difícil también.
Lo difícil no ha sido jamás una
razón para que un hombre abandone una tarea. Tampoco debería serlo hoy para
nosotros. Aunque ya no seamos tan fuertes como ellos.