La palabra griega mártir significa testigo que testifica un hecho del que tiene conocimiento por observación personal. Con este sentido es con el que aparece por primera vez en la literatura cristiana; los apóstoles fueron “testigos” de todo lo que habían observado en la vida pública de Cristo, así como de todo lo que habían aprendido con su enseñanza, “en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, hasta lo último de la tierra” (Hech 1, 8). San Pedro emplea el término con este significado en su alocución a los apóstoles y discípulos con motivo de la elección del suplente de Judas: “Así que es necesario que de los que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que, dejándonos, fue elevado al cielo, uno de ésos sea, junto con nosotros, testigo de su resurrección” (Hech 1, 21-22). En su primera carta se refiere San Pedro a sí mismo como “testigo de los padecimientos de Cristo” (1 Pe. 5, 1).
Pero incluso en estos primeros ejemplos del uso de la palabra mártir en la terminología del cristianismo ya es digno de atención un nuevo matiz en su acepción. Los discípulos de Cristo no eran testigos corrientes como los que prestaban declaración en un tribunal de justicia. Estos últimos no corrían ningún riesgo al atestiguar los hechos que habían observado, mientras que los testigos de Cristo se enfrentaban diariamente, desde el comienzo de su apostolado, con la posibilidad de sufrir graves castigos y aún la misma muerte. Así, San Esteban fue un testigo que selló su testimonio con su sangre a principios de la historia cristiana. Las vocaciones de los apóstoles estuvieron siempre rodeadas de peligros del carácter más serio, hasta que todos ellos sufrieron finalmente la última pena por sus convicciones. De este modo, en vida de los apóstoles, el término mártir llegó a usarse en el sentido de testigo al que se le puede exigir en cualquier ocasión que renuncie o reniegue de lo que ha testificado, bajo pena de muerte. A partir de esta fase fue natural la transición hacia el significado habitual del término, según se usa en la literatura cristiana desde entonces: un mártir, o testigo de Cristo, es una persona que, aunque no ha visto ni oído nunca al divino fundador de la Iglesia, está no obstante tan firmemente convencida de las verdades de la religión cristiana que sufre de buen grado la muerte antes que renegar de ella. San Juan emplea la palabra con este significado a finales del siglo primero; se habla de Antipas, un converso del paganismo, como de “mi testigo (mártir), mi fiel (seguidor), que sufrió la muerte entre vosotros, donde habita el Adversario” (Ap. 2, 13). El mismo apóstol habla más adelante de “las almas de los que habían sido inmolados a causa de la palabra de Dios y a causa del testimonio (martyrian) [de Jesucristo] que mantenían” (Ap. 6, 9).
Lo ortodoxo era no buscar el martirio. En general se consideraba imprudente, si bien las circunstancias podían excusar a veces tal proceder. San Gregorio Nacianceno recapitula en una sentencia la regla a seguir en casos semejantes: buscar la muerte es una pura temeridad, pero es cobarde renunciar a ella (Orat. XIII, 5, 6). La rotura de ídolos fue condenada en el Concilio de Elvira (306), el cual decretó, en su canon sexagésimo, que no sería inscrito como mártir un cristiano ajusticiado por un vandalismo de esa clase. En cambio Lactancio solo censura levemente a un cristiano de Nicomedia que sufrió el martirio por derribar el edicto de persecución (Do mort. pers., XIII).
Tomado de “Grupo de estudios católicos Santo Tomás Moro”.