jueves, 23 de junio de 2011

Del democratismo russoniano.



La Iglesia Católica condenó al liberalismo como «error teológico» diez o doce veces; y he aquí que los democristianos han inventado una re­ceta para suprimirle el veneno, combinándolo con una intensa «pie­dad» católica. Ojalá que les vaya bien, pero yo no lo voy a ver. Mas los Papas que reprobaron a Rousseau, a Mazzini y a Lammenais lo hicie­ron apoyándose en los escritos de los doctores católicos (pues uno es el carisma de «pastor», otro el de «doctor») y los doctores católicos no es­cribieron porque sí, sino señalando a punta de discurso los errores, in­cluso de filosofía natural, que había en aquellos nefastos utopistas mamados. El más grande de esos doctores fue un hombre de nuestra raza, nacido en la árida Extremadura, y el más florido de todos los oradores, un poco por demás para mi gusto, pero terriblemente ter­minante y absoluto detrás de sus floreos[1]. «El gobierno republicano es el gobierno necesario a los pueblos ingobernables. —España tendrá que escoger entre la dictadura del sable o la dictadura del trabuco. —Los eslavones (rusos) van a dominar a Europa. —Francia se va a convertir en el Club del mundo. —Inglaterra ha perdido su coraza y va a ser abatida; y entonces ¡ay de Europa! —El mundo actual se prepara a ser unificado bajo la mano despótica de un plebeyo satánico y genial, pa­recido a Bonaparte...», etc. Y por encima de esos relámpagos, la idea que más tarde en manos de Sardá y Salvany se convertiría en un libro malo (literariamente hablando): El Liberalismo es pecado.
Es peor que eso, es un error; está basado en errores. Poco importa que, después, otro doctor católico inglés haya descubierto que en su fondo subyace, como en todas las herejías, una verdad enorme, o me­jor dicho, obnorme: una verdad que se ha vuelto loca. Tomen por ejemplo la «soberanía del pueblo». Santo Tomás hubiese dicho: «Sí, en cierto sentido sí». Pero tomen la práctica actual: yo soy pueblo, y por tanto soberano, porque si no soy peronista y no estoy «inhabilitado» me dejan votar; pero si no quiero votar, el gobierno me sacude una multa que me balda. Si no veo en conciencia por quién debo votar (yo no puedo ver el futuro y las promesas de los candidatos son igual­mente lindas), debería ser libre para votar o no; o no hay libertad. To­das las veces que he votado en mi vida (menos una) me he equivoca­do. La carga de mi conciencia ante este triste hecho, el gobierno la atropella como un elefante en una cristalería: «Vote o pague». Y des­pués de votar, ¿qué? Después de votar, mi elegido triunfante (pues voté por el que vi que iba a ganar) hará tranquilamente lo contrario de lo paraqué lo voté e incluso él me prometió (¡un puesto!), y yo pueblo sigo siendo soberano; sin puesto y si acaso sin comida.
Pobre pueblo, que votas hacia la derecha para que te gobiernen ha­cia la izquierda —dijo un ilustre italiano contemporáneo. La soberanía del pueblo es una cosa que existe para ser abdicada —justo al revés de lo que soñó Rousseau. Pero aún así es menos peor este soberano embuste que no el sistema puro de Rousseau, que sería el acabóse perfecto si se quisiera llevar a la práctica. La perfecta soberanía del pueblo se ha convertido en la soberanía de la metreta o la soberanía de la mentira —o las dos conjugadas, como predijo el elocuente Marqués de Valdegamas—; sólo que pulcramente ya no le llaman «dictadura». En efecto no lo es, es algo peor; el trabuco es ametralladora.
El democratismo russoniano produjo algo que no había previsto Rousseau: produjo los «politiqueros», depositarios obligatorios de la soberanía del pueblo; que constituyen una tribu variada donde se ha­llan incluso ladrones y asesinos (aunque los peores son los imbéciles) pero que se respetan mutuamente en el fondo, aunque se insulten pour la forme de vez en cuando; porque entre bueyes no hay cornadas, hoy por mí mañana por ti, pájaros de una pluma vuelan a una, el que con lobos anda a aullar se enseña, y limpio o no limpio, poco importa el trigo si sale el bodigo... Los politiqueros constituyen el Ersatz de la antigua «nobleza» (lo cual prueba que este estamento social era de natura, y por tanto insuprimible); solamente que tienen más privile­gios y menos responsabilidad que los antiguos nobles. Hablan un len­guaje especial donde está falsificado el signo TAO, siempre tienen con qué vivir aunque no estén en el candelero, sirven para todo tratándose de «puestos», y a pesar de que muchos acaban mal en este mundo (y todos ellos en el otro mundo, según el Dante, véase el Cerchio 8.°)5 hay más y más vocaciones dellos, se reproducen enormemente, y en­jambran que da miedo. Y son siempre «legales», están en la Legalidad. Convengamos entre nosotros en que la Legalidad sería para los politi­queros una cosa espléndida si no existiese Dios.

Leonardo Castellani, “Dinámica Social”, n.º 93, julio de 1958. Tomado de “Pluma en ristre”, Ed. Libros Libres, Madrid 2010, págs. 264-265.



[1] Se refiere, claro está, al gran escritor político español Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas.