Quienes viajamos el jueves 20 de
diciembre por el Centro, Microcentro, Tribunales, Palermo, Retiro, etc.,
padecimos en carne propia todo tipo de demoras en los medios de transporte, sin
contar las condiciones en que nos vimos obligados a circular. Todos los diarios
registraron el detestado caos vehicular, generalizada gripe que nos agobia. Ya fuera de la ciudad de Buenos Aires,
también la Panamericana resultó insoportable debido a los saqueos en un
supermercado de Campana (Km. 74). Por otra parte, en tanto el Acceso Sur está
íntimamente ligado al Microcentro, también las autopistas y caminos que allí
conducen se vieron afectados.
Al cansancio natural y previsible de
todo un año, se suma esta agresión. Pero, ¿cuál fue la causa? Ella se encuentra
en la fecha y los numerosos actos, marchas, manifestaciones e incluso operativos
policiales. En estas líneas, sin embargo, nos interesa destacar las acciones que
buscaron deliberadamente el caos. Por eso no
hablaremos del acto de la CGT-CTA, ni de los hinchas de Ferro y Huracán sino
únicamente de Quebracho, que quemó
decenas de neumáticos en la Avenida 9 de Julio “recordando” la caída del ex
Presidente Fernando De la Rúa y los muertos en la protesta, allá por diciembre
del 2001.
Hemos escrito “marchas y manifestaciones” pero es un
término suave. Deberíamos hablar, en realidad, de la comisión de delitos: ¿son
otra cosa el bloqueo de una avenida principal? Estamos hablando –y es muy
importante usar los términos correctos– de delitos. Y de la violación de derechos elementales, como el
derecho al libre tránsito. Pero la palabra derecho
requiere una breve aclaración.
Estamos tan acostumbrados a los
abusivos reclamos por los derechos que, a veces, podemos perder de vista su
espacio propio, legítimo. Es un reflejo natural: tantos sinvergüenzas se han
amparado en “derechos” para pedir cualquier cosa, que espontáneamente
cualquiera desconfiaría. En efecto, ¿quién no puede escandalizarse cuando el
paro de 200 personas que claman por sus
derechos perjudica a 200.000? ¿Quién no advierte la desproporción entre el
mal que se provoca y el bien buscado? Sin embargo, a pesar de todo, existen los
derechos. Y, entre ellos, la libre circulación. Y existe, en consonancia con
este derecho, el deber de la fuerza pública –la Policía– de proteger y
custodiar los derechos de las personas.
Pero hay acá mucho más que el mero
bloqueo de una avenida. Concretamente: ¿por qué Quebracho puede cometer sus delitos –una vez más– sin ser reprimida
por la Policía? Los uniformados fueron colocados “al margen” de las
manifestaciones, debiendo tolerar cómo verdaderos delincuentes abusaban de su
libertad frente a sus ojos. ¿Qué mensaje se esconde detrás del humo de los
neumáticos quemados?: “Acá mandamos nosotros. Los que decimos qué
se puede hacer y qué no, somos nosotros. Hacemos lo que queremos y andá
sabiendo que si en determinado momento se nos da la gana de cortarte la calle y
demorarte 3 horas, podemos hacerlo y lo vamos a hacer”.
No es sólo bloquear una avenida
principal. Es otra cosa: la destrucción está legitimada. El caos es
bueno. Los argumentos más deshonestos y las justificaciones de lo
indefendible “dan letra” a un núcleo
importante de personas organizadas y dispuestas a bloquear avenidas. Conclusión:
la Policía, atada de manos. Los delincuentes, convertidos en dueños de las
calles.
El 20 de diciembre la ciudad de
Buenos Aires no fue testigo de un tránsito caótico sino víctima de un ensayo de
gimnasia revolucionaria. No tuvo
lugar, principalmente, una saturación vehicular sino la legitimación social de
una mentalidad revanchista y llena de resentimiento, que –por supuesto– generó
infinitas saturaciones vehiculares. Por eso, no nos confundamos ni dejemos que
Doña Rosa limite el alcance de estos indicios. Que las notas periodísticas no
nos hagan colocar estos hechos bajo la etiqueta de Sociedad. Nada de éso. Se ha confirmado, por enésima vez, un marco
de subversión: todo está al revés. Si por subversión se entiende “dar vuelta
todo”, “invertir el fondo de las cosas” –cuyo resultado es considerar bueno a
lo malo y malo a lo bueno–, armados de esta definición tendremos una clave para
entender los procesos políticos y sociales cotidianos. El fenómeno subversivo
está confirmado no tanto por los hechos sino por las explicaciones que los
acompañan:
● Quienes
participan en la comisión de delitos, son “manifestantes que reclaman por sus muertos”
y reivindican “la calle como escenario principal y casi excluyente de la
producción política popular”[1].
● “Reprimir
un delito” es un delito. Por ende, la Policía no puede –no debe– reprimir
porque “violentarían la legítima libertad de expresión de los que se
manifiestan”. De esta manera, sólo puede tolerarse, a regañadientes, que la
Policía irrumpa cuando todo esté suficientemente
mal, suficientemente podrido. La
fuerza pública no puede actuar antes
sino sólo después.
Observada la realidad mediante estos
engañosos cristales, tanto el bloqueo de la Av. 9 de Julio como la tolerancia
para con el delito, pierden su nitidez: estamos ciegos. No importa que cientos
de miles de personas hayan perdido su tiempo, llegados a sus casas más tarde,
impedidos de continuar sus tareas. No importa que muchos hayan perdido su
presentismo. No importa que incontables turnos y acuerdos se hayan demorado. No
importa que infinitas personas vean sus trabajos problematizados. No importa
que este tipo de acciones no produzcan nada bueno ni generen nada valioso. Todo
desaparece frente a la legitimidad del reclamo de Quebracho. Importa una sola cosa.
–Lo que importa es que no estamos a favor de la
represión. Lo que importa es que somos buenitos y no somos como los militares
que reprimían a los que pensaban distinto.
Porque, en el fondo, ésta es la tiranía que
padecemos: estamos tan pero tan agobiados
por el peso del fantasma de “la represión”, que nos hemos vuelto incapaces de
ejecutar –y de admitir su licitud– los más sencillos y elementales actos de
autoridad: fenómeno que ocurre en el orden familiar y educativo pero también en
el orden público, con resultados a la vista.
Entendámonos: no es sano vivir así. No es sano
estar preso del influjo de una ideología, no una realidad, hasta el
punto de sacrificar la realidad –que tenemos delante de los ojos– en el altar
de esa ideología que no podemos ver.
¿Hasta
cuándo nos vamos a permitir esta esclavitud mental? ¿Seremos genuflexos
espirituales toda nuestra vida? ¿O tendremos el valor de romper con ese conjuro
que nos aplasta?
Juan Carlos Monedero
(h), Buenos Aires, 23 de
diciembre de 2012.
[1] http://www.quebracho.org.ar/inicio/index.php?option=com_content&view=article&id=708:ante-un-nuevo-aniversario-del-argentinazo-acto-homenaje-av-&catid=63:noticias