miércoles, 17 de noviembre de 2010

Parábola del sepulcro y las víboras.



El llamado “elenco contra fariseos”, donde se halla la semejanza del sepulcro y las víboras, fue proferido dos veces, como se ve claro cotejando los lugares paralelos de Mateo XXIII y Lucas XI: la primera proferición, en una comida donde había fariseos presentes, es mansa, no contiene la contumelia directa de “hipócritas” aunque sí la de “bobos” (stulti), no termina con la amenaza del infierno, y es más bien un “argumento” (como di­cen los ingleses) y una prevención. La segunda es el “élenjos” más terrible que se ha pronunciado en este inundo: es una maldición y una sentencia de muerte.
La primera fue proferida más o menos en la mitad de la vida pública, la segunda el Martes de Pasión, ante la muerte; una en una comida privada, la otra ante el pueblo y los discípulos, quizás en el Templo; la una provocó simplemente una mayor obsesión de entramparlo con preguntas capciosas, la otra, la deci­sión de apresurar el asesinato legal; la una terminó en avisos a sus discípulos acerca de la persecución, la segunda, en sentencia de muerte para Jerusalén y sus Jefes (muerte eterna), envuelta en profunda tristeza, con una profecía esjatológica. Los lectores superficiales y también los exégetas antiguos las identifican o acoyuntan, y eso hoy día induce a grave error. Finalmente, en la segunda y más terrible, no hay réplica alguna y en la primera, un Escriba interrumpe para decir: “Maestro, nos estás haciendo contumelia”.
Hay que responder a este Escriba (Cristo no respon­dió, prosiguió simplemente su requisitoria) porque de ella viene el grave error actual, expresado por muchos escritores, que enunciaremos así: "Cristo insultó a los fariseos, ¿qué mucho que ellos lo quisieran mal?" El clérigo protestante y Profesor de Escritura Rvdo. George Herbert Box M.A. nada menos que en la acreditada Enciclopedia Británica (artículo Pharisee) lo trae en for­ma pulcra: describe a los fariseos como gente honora­ble, muy piadosa, rígida en moral, un poco estrecha y antipática pero honrada (más o menos como los “victorianos” ingleses a quienes los asimila), que al fin cumplían con su deber al “investigar” a Cristo y celar la Ley de Moisés; de donde Cristo viene a quedar como una especie de demagogo anárquico, perturbador de la moral común.[2]
El filósofo Santayana en un libro nada feliz (sobre un tema para el cual no tiene bastante preparación) La Idea de Cristo en los Evangelios, que han editado aquí como tantos otros bodrios, dice con candidez que: al fin y al cabo nada le habían hecho a Cristo (pág. 139), ¿por qué se irrita Él “sin que parezca que ellos hayan hecho nada para provocarlo” (sic), si al fin y al cabo no había esperanza de cambiarlos? Más allá van Wellhausen y el “célebre” santón protestante Albert Schweitzer, que se extrañan de que la policía lo haya aguantado tanto tiempo (cinco semanas según él) a Cristo; y en el fon­do, por ende aprueban (nefandum dictu) su asesinato legal. Algunos católicos, como Daniel-Rops (Jésus en son Temps, Fayard, 1949), tienden a atenuar y discul­par al fariseísmo, recordando a Hillel y Gamaliel, exce­lentes personas; y San Pablo, Nicodemos, José de Aritmatea, santos; olvidando que si fueron santos, fue porque “se dieron vuelta” a odiar al fariseísmo. No digamos nada de Sholem Asch (El Nazareno) y Ludwig (Vida de jesús), para los cuales los fariseos son lo mejor de lo mejor del mundo; y Cristo amigo de ellos ¡y fariseo también!
Cristo no comenzó su carrera insultando a los fari­seos ni a nadie, como ni tampoco Juan Bautista: termi­naron ambos por la imprecación, probado primero inú­tilmente todo lo demás. Cristo hubiese podido lícitamente comenzar por la maldición, pues allí había llegado ya Juan el Precursor, cuya prédica Él continuaba; pero no lo hizo. Volvió a fojas uno; aceptaba las invita­ciones a comer de los fariseos y respondía a sus pre­guntas, mansamente al principio, aun cuando esas invi­taciones no significaran hospitalidad, ni siquiera curio­sidad, sino (después se vio) trampas odiosas. No predi­có contra su ociosa casuística, sino cuando ella escombraba la Ley de Dios. Cumplió incluso sus necios mandatos, mientras no fueran contra la misericordia y la justicia o el sentido común. No los desacreditó públi­camente como sacerdotes o como “catedráticos”, mien­tras leían la Ley de Moisés: “Haced pues todo lo que os dijeren...”, lo cual era difícil, porque el ejemplo de ellos era al revés y “exempla trahunt, verba dictant.”[3] El “mansísimo” Jesús fue mansísimo incluso en este tre­mendo “élenjos” que estamos considerando, créase o no.
“Élenjos” llamaban los griegos a la parte de la ora­ción jurídica en que el fiscal precisa los cargos y da las pruebas; o sea, en lenguaje moderno, la “requisitoria”. Cumplió Cristo con su misión; hizo, con tristeza aquí, su deber. Su requisitoria enumeró en ocho acápites los hechos que eran públicos; definidos, juzgados y valo­rados con dureza y diafanidad de cristal de roca. La expresión “sepulcros blanqueados” es hoy término del lenguaje común del mundo entero, a causa de su certeridad. Las ochos acusaciones de Cristo, que defi­nen para in aeternum un tipo, son menos violentas aunque no menos graves que las otras coincidentes que nos trae la literatura rabínica de ese tiempo; como la clasificación de los Siete Fariseos que hace el Talmud (Sotah, 22 b, Bar.), la maldición a las “familias sacerdotales” indignas, del Menahoth, XIII, 21, o las incriminaciones a los Altos Sacerdotes de Flavio Josefo en Antigüedades Judaicas, XXI, 179.
Los fariseos traían a la mente de Cristo imágenes de muerte: sepulcros y víboras. ¿Qué mucho, si estaba ya condenado irremediablemente por ellos a muerte y viperinamente calumniado? Nadie lo podía ya sustraer a la muerte, ni su Padre mismo, oso decir. Contesta aquí con otra sentencia de muerte a la suya ya fijada; y hace con sus asesinos, anticipándoles su futuro, la últi­ma posible (inútil) obra de misericordia.
Cristo No “tiene dos estilos”, como cree Santayana Jorge. Lo mismo que la imagen que Él nos trazó de su Padre (en realidad, El fue por excelencia la imagen terrestre del Padre), Cristo es el mismo cuando increpa y cuando perdona, igual que la figura de Dios que Él nos diseñó, por un lado Padre magnánimo y buen pas­tor, y por otro lado sultán absoluto e irritable, no son sino las dos fases de la misericordia y la justicia de Dios, ambas inmensurables a medidas humanas, que no hacen sino una sola cara, la cara de Dios, la cual de suyo es inefable, y sólo se puede expresar humanamen­te así, con dos exageraciones que se equilibran. Cuando Cristo tenía que hacer de juez, hizo de juez sin dejar de ser el buen pastor, que da la vida por sus ovejas. La persona que sabía que un día habría de juzgar a esos hombres ciegos y condenarlos ¿es mucho que les grita­ra, cuando aún estaban a tiempo de salvarse? Fue ese griterío el último instrumento de salvación: el martillo para los corazones hechos piedra. Dadme un padre recto y justo, y comprenderá lo que digo. Mas un padre que increpa a su hijo que ya ve perdido, hasta lo últi­mo, suele generalmente conseguir su causa; aquí no­nes. Un padre romano, es decir, no argentino: un varón bueno como Lucius Brutus, quien, llorando, tuvo que condenar a muerte a un hijo.
La prueba es que la imprecación de los ochos “Vae” (que propiamente en griego “ouaí” no expresan ira sino más bien tristeza) se resuelve en ternísima tristeza: Jerusalén, Jerusalén, ¡cuántas veces quise cobijar a tus hijos como la gallina bajo sus alas a sus pollitos, y no quisiste! Sigue la sentencia porque darla es el deber de Cristo: infierno para los malévolos y empedernidos asesinos —no tanto y no sólo de Su cuerpo y el de los Profetas “que yo os enviaré”, sino sobre todo asesinos de las almas, de sus ovejas —y la ruina para Jerusa­lén. Pero no podía detenerse allí Cristo; y añade a la sentencia del juez la promesa del Padre, la única que podía hacer, la lejana promesa y profecía de la conver­sión parusíaca de los judíos; algún día, perdido allí en las brumas de lo desconocido. Matadme, pues, para llenar la medida de vuestros padres y desbordarla, oh herederos de Caín y de todos los matadores de justos y profetas...
Os aseguro que “ya no me veréis más hasta el día en que digáis: 'Bendito el que viene en nombre del Señor”. Así termina el “elenco contra fariseos”.
¿Quería decir su entrada triunfal en Jerusalén el Domingo de Ramos? No, eso había pasado ya; y los que dijeron “Bendito el que viene en el Nombre” no fueron los deicidas, sino los Discípulos, el pueblo chico, los niños. Se refería a la conversión de los Judíos en el fin del mundo. Aludía al Domingo pasado, sí; haciendo a ese efímero reconocimiento del Hijo de David por una mínima Jerusalén, figura y “tipo” del futuro reconoci­miento total y definitivo. Su corazón fue a descansar allá, no teniendo ya en otra parte “donde reclinar la cabeza” —pero terminó con una bendición. Porque aun-que la Justicia y la Misericordia de Dios son infinitas, la Misericordia es mayor —dice Santo Tomás: que yo no sé cómo puede ser. Que lo explique otro.
He hablado mucho en El Evangelio de Jesucristo[4] del fariseísmo y los fariseos: y es demasiado poco. Dije allí que los fariseos eran malísimos, y eso hay que decir, y lo dijo al máximo Cristo; que el fariseísmo es el famoso pecado contra el Espíritu Santo, “que no tiene perdón ni en esta ni en la otra vida”; y que toda la vida de Cristo se puede resumir en esta palabra: “luchó contra el fariseísmo”, pues, en efecto, ésa fue la “em­presa” de Jesucristo como hombre, desde su nacimien­to a su muerte, así como todas sus acciones de “refor­mador religioso” incluso milagros, profecías y funda­ción de la Iglesia; y ella llena el Evangelio, de modo que se podría escribir un libro, que no se ha escrito; y se debería escribir, habiendo hoy día un repunte del fariseísmo; el cual es eterno más que los imperios y las pirámides de Egipto. Diré también ahora que "la abo­minación de la desolación en el lugar donde no debe estar" es también el fariseísmo. Y dirán que es manía. Y no lo es.
Sobre esta palabra de Daniel[5] repetida por Cristo[6], qué significa en concreto, se dividen desesperadamente los exégetas. Es un modismo hebreo que dice “el colmo del desastre”, o “el colmo de los colmos”, que decimos nosotros. Opinamos que esa “abominación” que Cristo dio como señal de huir de Jerusalén y de la Sinagoga, es la misma muerte injusta y sacrílega de Cristo patrada por la “Religión (por los hombres oficialmente religio­sos) de Israel” siguiendo en esto que diré una leve y vaga indicación de Maldonado. Todas las diversas opi­niones de los Santos Padres, caen a prima considera­ción; por ejemplo: “Fue el entrar el ejército romano en la ciudad santa” (Orígenes): ya no había entonces lugar de huir. “Fueron las águilas romanas, que eran ídolos, en el Templo de Jerusalén”: lo mismo y más. “Fue la estatua de Adriano colocada en el Templo” (San Jeróni­mo): fue colocada después de la destrucción del Tem­plo. “Fue el retrato del César que Pilatos introdujo en el Templo” (íd.). No lo introdujo sino en la ciudad, de noche y clandestinamente... “Fue la sedición de los Zelotes en el tiempo de Floro, los cuales profanaron el Templo...” “Fue el mismo cerco de Jerusalén por las Legiones...” (San Agustín). Dejo otras por no aburrir. Ninguna tienen atadero con el ser un “signo” de dejar la ciudad deicida, y “huir a las montañas”, pues no quedaba lugar ya de “huir a las montañas”. ¿Qué más abominación de la desolación que el Monte Calvario, el cuerpo desangrado del Justo de los Justos colgado de tres clavos; y el rasgón del velo del Tabernáculo[7] acontecido milagrosamente al mismo tiempo? Cuenta el judío Josefo que al quedar eventrado el Tabernáculo, como cosa que ya no contenía a Dios ni a nada, se oyeron en el Templo voces aéreas que decían: “Huid, huid, salgamos de aquí”. No. La abominación máxima y bien patente fue el fariseísmo deicida. Y la señal perspicua fue el partirse en dos el velo del Santísimo al fenecer Cristo, símbolo portentoso del acabamiento de la Sinagoga como casa de Dios.
Me dirán que eso no fue “señal” de fuga de Jerusa­lén por los neófitos. Pues sí señor lo fue. Empezaron a desfilar (a filer doux, como dice el francés) desde la Crucifixión, empezando por los Apóstoles, exceptuan­do Santiago el Mayor, Obispo de Jerusalén. Instarás: pero la fuga en masa de los cristianos a la aldea montañosa de Pella en la Transjordania ¿no fue unos 30 años después de la Crucifixión? Concedo; pero para esa fuga última y urgente, Cristo dio otra señal: “Cuando veáis la ciudad sitiada aunque no del todo”[8]; y eso entendieron bien los neófitos. Pues el primer sitio de Jerusalén por Vespasiano fue flojo y daba lugar a huir; el segundo, seis meses después por Tito (nombrado su padre Emperador de Roma), fue cerradísimo, incluso por una enorme muralla, el Romanum Vallum, contra el cual se estrellaban los míseros fugitivos y eran reen­viados a la urbe “condenada por Dios” (palabras del Príncipe Tito), las mujeres con las manos o los pechos amputados, los varones eventrados para buscar oro o joyas, tragados para ocultarlos —es decir, cadáveres, si hemos de creer al historiador Josefo. Todos los otros “signos” de los Santos Padres —poco o nada cuidado­sos de las fechas— acontecieron después del cerco de Tito: cuando ya no había caso de huir.
Y esta opinión o presunción mía (que no doy sin pruebas) se confirma con el hecho de que este “signo” de la desolación abominable, serálo también del fin del mundo, pues al fin del mundo lo aplica Daniel; y tam­bién Cristo, como “antitypo”. A los dos finales debe pues convenir el signo, a los dos desastres, al typo y al antitypo; y San Pablo cuando habla del Anticristo, da como señal el sacrilegio religioso, y no otra cosa: “Se sentará en el Templo de Dios haciéndose dios”[9], es decir, se apoderará de la religión para sus fines, como habían hecho los fariseos; en forma aún más nefanda el Anticristo. Interpretación de la “abominación” por San Pablo.
Si creemos a San Pablo y a Cristo (que en los últimos tiempos habrá una “gran apostasía”[10] y que no habrá ya [casi] fe en la tierra[11]), sólo el fariseísmo es capaz de producir ese fenómeno. Cuando los judíos digan: “Ben­dito sea el que viene en el Nombre”, será cuando los cristianos hayamos flaqueado y decaído, cuando “el Devastador esté a su vez devastado”, dice Daniel; cuando Roma, el Orden Romano haya desaparecido, como a osadas está hoy desapareciendo. Sólo el fariseísmo pue­de devastar a la Iglesia por dentro; sin lo cual ninguna persecución externa le haría mella, como vemos por su historia, pues “la sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Si la Iglesia está pura y limpia, es hermosa, y atrae, no repele: atrae prodigiosamente, como se vio ya en su asombrosa propagación entre dificultades sin cuento, muertes y martirios.
Me detengo un momento para resollar: tengo mie­do...
Solamente cuando la Iglesia tenga la apariencia de un sepulcro blanqueado, y los que mandan en ella tengan la apariencia de víboras, y lo sean, el mundo entero se asqueará de Ella y serán poquísimos los que puedan mantener no obstante su fe firme, un puñado heroico de “escogidos” que “si no se abreviara el tiempo, ni ellos resistirían”.[12] Entonces se producirá “el gran receso” y a causa de él, “el Hombre de Pecado, el Hijo de la Perdición” tendrá cancha para hacer su satánica vo­luntad en el mundo —por muy poco tiempo.
Con todas las promesas divinas encima (hay que decirlo),
Si la Iglesia no practica la honradez, está perdida; Si la Iglesia atropella la persona humana, está perdi­da.
Si la Iglesia suplanta con la Ley, la norma, la rutina, la juridicidad y la “política”... a la Justicia y a la Cari­dad, está lista.
Porque entonces entrará en ella “la abominación de la desolación en el lugar donde no debe estar” que predijo Daniel Profeta, es decir, el fariseísmo.
Por culpa del fariseísmo —“sepulcro que no se ve, por lo cual los hombres caminando lo tocan y se man­chan” (Lucas 11, 44) según la Ley de Moisés (Números 19, 16: mancha legal “si alguien tocara un muerto... o un sepulcro, quedará inmundo por siete días”), por lo cual los judíos “blanqueaban” los sepulcros un mes antes de Pascua —las Puertas del Infierno CASI prevale­cerán contra Ella, y sobre ese CASI de desesperación, volverá Cristo.
Velad, pues. Y no toquéis los sepulcros ni las víbo­ras.
 
Leonardo Castellani, tomado de “Cristo y los Fariseos”, fragmento de “Las parábolas de Cristo”. 


[2] (En la edición 1953 este artículo ha sido corregido; la eulogía del fariseísmo, retirada; y el artículo es solamente histórico; y correcto. Me refiero, pues, a las ediciones anteriores a 1940. La Enciclopedia Británica existe desde 1768. L. C.)
[3] Los ejemplos arrastran, las palabras exhortan.
[4] Domingo X después de Pentecostés.
[5] 9, 27.
[6] Mateo 24, 15.
[7] Mateo 27, 51; Marcos 15, 38; Lucas 23, 45.
[8] Lucas 21, 20.
[9] I Tesalonicenses 2, 4.
[10] II Tesalonicenses 2, 3.
[11] Lucas 18, 8.
[12] Mateo 24, 22.