martes, 30 de agosto de 2011

Homilia de Mons. de Galarreta sobre la caridad.


Para respetar el carácter propio del sermón  se ha conservado el estilo oral.

Econe, 29 de junio de 2011.

Excelencias,
Queridos sacerdotes,
Queridos ordenandos,
Queridos fieles:

Henos aquí reunidos, un año más, en el seminario de Ecône, casa materna de la Fraternidad San Pío X, a fin de conferir el diaconado y el sacerdocio, a fin de realizar con ello lo que constituye la vocación y la misión de la Fraternidad. Se trata de transmitir, conservar, vivir el sacerdocio católico en aras de asegurar la perennidad de la fe y de la Iglesia Católica.
El sacerdote es un alter Christus, otro Cristo. Actúa in persona Christi, haciendo las veces de Cristo. Es, por eso, verdaderamente el sacerdocio de Cristo entre nosotros. Es la presencia de Cristo entre nosotros. El sacerdote asegura la continuidad de los beneficios de la encarnación de Nuestro Señor, de su vida, su enseñanza, su gracia, su redención. He allí lo esencial. A lo largo de esta crisis —crisis de fe, crisis de la Iglesia—, es evidente que no podemos prescindir, ignorar la situación en la que estamos, sobre todo la situación de la santa Iglesia. A decir verdad en lo esencial nada cambia. En lo esencial no ha cambiado nada.

El liberalismo intenta conciliar el catolicismo con el pensamiento resultante de 1789.

Monseñor Lefebvre bien había visto y definido el mal de nuestro tiempo, de la sociedad, y sobre todo el mal en la Iglesia. Este mal se llama simplemente liberalismo. Es esta conciliación, este intento de conciliación entre la Iglesia y el mundo, entre la fe católica y los principios liberales, entre la religión y el pensamiento resultante de 1789. Todo está ahí, el problema está allí. El resto de las cosas no son más que justificaciones teóricas, sutiles, sofisticadas, de la teología modernista para legitimar la adaptación hecha por el Concilio Vaticano II y las autoridades con el mundo salido de la revolución, con el mundo liberal.
Y yo quisiera citarles algunas palabras de quien entonces era el Cardenal Ratzinger, en las que afirma con simplicidad y claridad precisamente eso. En aras de fidelidad y de precisión las voy a leer; son bien breves:

“El Vaticano II tenía razón en desear una revisión de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Porque hay valores, que si bien han nacido fuera de la Iglesia, pueden, una vez examinados y purificados, encontrar su lugar en su visión [del mundo]” (“Entrevista sobre la fe”, Cardenal Raztinger y Vittorio Messori, 1985, Fayard, pág. 38).
“El problema de los años sesenta consistía en incorporar los mejores valores resultantes de dos siglos de cultura liberal” (Entrevista con Vittorio Messori, mensuario “Gesú”, noviembre de 1994, pág. 72).

El Papa actual, Benedicto XVI, entonces Cardenal Ratzinger, muestra igualmente cómo la constitución“Gaudium et spes” es el “testamento del Concilio”; indica su intención y define su fisonomía en estos términos:

“Si se busca un diagnóstico global del texto [de Gaudium et spes] se podría decir que, en relación a los textos sobre la libertad religiosa y sobre las religiones del mundo, es una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de contra-syllabus. El texto tiene el papel de un contra-syllabus en la medida que representa una tentativa de reconciliar oficialmente la Iglesia con el mundo, tal como es desde 1789” (“Los principios de la teología católica”, Cardenal Joseph Ratzinger, 1982, Téqui, pág. 427).

He allí textos y afirmaciones bastante claros. Es un testimonio de importancia capital, autorizado, que nos dispensa probar estas afirmaciones. Si ellos mismos confiesan que es así, no hay necesidad que nosotros lo probemos. El Vaticano II ha querido ser una conciliación de la religión católica, de la fe de la Iglesia con el liberalismo, con la revolución y los principios de la Revolución Francesa, e incluso —como el Papa lo dice, por lo demás— de los principios de la fe con los principios de la Ilustración. Estas afirmaciones invitan a varias reflexiones, a varios comentarios.
Porque, en primer lugar, ¿cómo es posible que haya valores que se relacionen tan esencialmente con el orden natural y sobrenatural —para convencerse, ¡basta ver lo que era la Iglesia antes y después del Concilio!—, cómo pueden nacer estos valores fuera de la Iglesia? ¿Entonces la Iglesia no es la depositaria de la verdad? ¿La Iglesia Católica no es la verdadera Iglesia? ¿Acaso la verdad evoluciona a remolque de la historia y de los tiempos, de las culturas y de los lugares? No puede decirse que son valores nacidos fuera de la Iglesia. Un autor como Chesterton ya decía que las ideas de la Revolución Francesa son ideas católicas desquiciadas. Podríamos decir con más precisión: son verdades católicas indebidamente trasladadas al orden natural, ideas que son verdaderas en el orden sobrenatural, con ciertos límites, pero que han sido traspoladas directamente al orden natural.
Si verdaderamente el Concilio Vaticano II tomó valores liberales y los corrigió, purificó y modificó, entonces se habría vuelto a hallar simplemente la verdad católica de siempre, ya que se trata de verdades cristianas deformadas. El liberalismo es una herejía cristiana, católica, según sus orígenes quiero decir.
Por otra parte, era temerario desear esta conciliación cuando el magisterio constante de los Papas, a lo largo de dos siglos y medio, había condenado estos supuestos valores: habían sido condenados en general y en particular. Había sido condenada no sólo la posibilidad de tal conciliación, sino también la necesidad de afirmar tal conciliación. Lo dice el Syllabus, lo dice Pío IX.
He allí uno de los pecados originales del Concilio. A menudo nos ponen por delante el magisterio y la autoridad. Con frecuencia es el único argumento que tienen. Pero comenzaron por dar de mano con un magisterio de dos siglos y medio, para realizar precisamente aquello que los Papas ya habían condenado. Es más que temerario.
Entonces se busca una conciliación con el mundo, con un mundo alejado de Dios y opuesto a Dios. Ved el mundo, basta ver alrededor de nosotros para comprender de qué mundo se trata. Ahora bien, la Escritura es bien clara. San Juan nos dice: “Todo lo que viene del mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida” (I Jn 2, 16). Y el Apóstol Santiago decía a los cristianos: “Adúlteros, ¿acaso no sabéis que la amistad del mundo es enemistad para con Dios? Quien quiere hacerse amigo del mundo, por lo mismo se hace enemigo de Dios” (Sant. 4, 4).

El espíritu de independencia conduce a la deificación del hombre.

Porque, en última instancia, ¿cuál es la esencia, la sustancia, el núcleo de ideario liberal? Los Papas y los grandes autores de los siglos XIX y XX ya lo dijeron. Antes que nada, es el naturalismo, es la negación del orden sobrenatural, de la revelación, de la gracia, y en consecuencia y en el mismo sentido, negación de la Iglesia, de Cristo, de Dios. El naturalismo coherente conduce al ateísmo. Y ahí está el comunismo para recordárnoslo: ¡jamás en la historia de la humanidad se había visto tal horror! En segundo lugar, es el espíritu de independencia y de rebelión. Independencia de todo: independencia de la inteligencia respecto a lo verdadero, de la voluntad respecto al bien, del hombre respecto a Dios, respecto a la autoridad. Y en tercer lugar, es la deificación del hombre. Ya lo señalaba San Pío X: el hombre reemplaza a Dios, se hace dios y ordena a sí mismo la gloria y la creación.
Así, pues, se ha intentado, se ha procurado una conciliación con esas ideas, fundamental y radicalmente contrarias a la fe católica, y contrarias sin más al orden natural, a la realidad. Claro, como se trata de un intento de conciliación, no han reafirmado esos principios como tales. No han negado el orden sobrenatural, pero lo redujeron e incluyeron en el natural. No negaron la Iglesia, pero han puesto la Iglesia al servicio del mundo, el reino de los cielos sobre la tierra, al servicio del mundo y al servicio de este emprendimiento humanista de la unidad del género humano y de la paz, siempre dentro del orden natural. Ved Asís, por ejemplo, Asís III, que es presentado así.
No han negado a Cristo, pero lo han puesto al servicio del hombre. Cristo está unido a todo hombre, ha revelado el hombre al hombre, y con su gracia hace que el hombre sea un hombre perfecto. He allí su doctrina. No han afirmado la independencia absoluta del hombre respecto a Dios, pero pasaron del orden objetivo al orden subjetivo. Hablando objetivamente, sí, existe Dios, una religión verdadera, una verdad. El hombre tendría, pues, la obligación moral de adherir a ello. Pero de todos modos, pase lo que pase, el hombre se salva siguiendo su conciencia, su verdad, y sobre todo ejerciendo su libertad. En eso reside la dignidad ontológica y sagrada del hombre. El ejercicio de la libertad, no en el sentido tradicional —libertad de moverse dentro del bien— sino que el hombre encuentra su perfección y su salvación en el simple hecho de elegir entre el bien y el mal.
No han afirmado la divinidad del hombre, pero han dado un giro antropológico a través del personalismo, que puso el bien común, y todo bien común, al servicio del hombre individual, de la persona. Y en última instancia se pone al servicio de la persona el bien común divino, universal, supremo, que es Dios. Porque Dios es el bien común supremo. Es por eso que el Concilio afirma que el hombre es la única criatura que Dios ama por ella misma. ¡Que Dios ama por ella misma! Dios encuentra su gloria en la gloria del hombre, no en la gloria que el hombre da a Dios, sino en la glorificación del hombre.
Así, pues, perseguimos el mismo fin que los liberales, los humanistas y los revolucionarios. ¡No hay ningún problema! Todos buscamos la glorificación del hombre, y a través de ello también daremos gloria a Dios. En consecuencia, su dios se perfecciona y completa por medio de la gloria del hombre. ¡Ni más ni menos!

Restaurar todo en Cristo para remediar el mal presente.

Ustedes se aperciben cuán imposible es esta conciliación. Y han aplicado rigurosamente todas sus consecuencias. Monseñor Lefebvre nos decía: Lo han destronado. Sí, han desconocido sistemáticamente la primacía y la realeza de Nuestro Señor, sus derechos, los derechos de Dios. Se preconizan los derechos del hombre. Negación de los derechos de Dios con la declaración de los derechos del hombre. Han destronado a Nuestro Señor en Sí mismo, en sus derechos, por medio de la libertad de conciencia, por la libertad de ideas, por la libertad de pecar, por la libertad de culto, por la libertad religiosa. Ha sido verdaderamente destronado. Pero también han destronado a nuestro Señor en su Iglesia a través del ecumenismo, porque si Cristo es rey, la Iglesia es la reina. Y han destronado a Nuestro Señor en su Vicario y en los obispos a través de la colegialidad y, en última instancia, por medio de la demolición de toda autoridad.
He allí las ideas con las cuales el Concilio intentó una conciliación. Y ahora, por supuesto, viene la conciliación de la conciliación, es decir, la hermenéutica de la continuidad. E incluso existen algunos que se nos parecen, o que fueron de los nuestros pero que ya no lo son, y que intentan hacer la conciliación de la conciliación de la conciliación. Es una causa perdida, es un intento condenado de antemano al fracaso: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defecto. El bien procede de una causa totalmente buena, íntegra; el mal, de cualquier defecto en la causa.
Pero esto envuelve un error esencial, porque la esencia del pensamiento liberal es total y radicalmente contrario a la fe católica. Lo que se intenta conciliar son cosas contrarias. No se puede hacer un círculo cuadrado. Es imposible. Ni se lo puede pensar. Es de sentido común. Se podría preguntar a un habitante de Martigny [pueblo cercano a Ecône] si se puede ir al mismo tiempo a Roma, Ciudad Eterna, y a París, Capital de la Ilustración. ¡Pregúntenle si se puede tomar el mismo camino para ir a estos dos términos! En España decimos que eso equivale a querer prender una vela a Dios y otra al diablo. El Apóstol San Pablo ya lo había dicho más o menos en estos términos: “No queráis unciros en yugo con los infieles” (II Cor. 6, 14). ¿Qué unión puede haber entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué conciliación entre la luz y las tinieblas? ¿Qué concierto entre Cristo y el diablo? ¿Entre el fiel y el infiel? ¿Entre el Templo de Dios y el templo de los ídolos? San Pablo dice que el templo de Dios es la Iglesia. Entonces, ¿qué conciliación puede haber? Ninguna.
Monseñor Lefebvre nos ha señalado con precisión el mal y también nos ha indicado con precisión y clarividencia el remedio. Nos ha señalado el remedio: es Nuestro Señor Jesucristo. Y más precisamente es Cristo Sacerdote y Cristo Rey. No hay salvación, no hay redención posible, ni para los individuos ni para las sociedades, fuera del sacerdocio y fuera de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo. Porque Él cumple su misión a través de su sacerdocio y a través de su realeza. “Nadie puede poner otro fundamento fuera del que ha sido puesto por Dios: Cristo Jesús”, dice San Pablo (Cor. 3, 11). Lo mismo dice San Pedro: la piedra que ha sido rechazada por los arquitectos, por los constructores, ha sido hecha piedra angular. Porque no hay salvación en otra parte, en otra persona, sino en Nuestro Señor Jesucristo. Y no existe otro nombre bajo los cielos por el cual los hombres puedan ser salvados, que el nombre de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Hechos 4, 11-12).
Cuando San Pablo, en la Carta a los Efesios, quiere fundar firmemente nuestra esperanza, nos recuerda que Dios Padre desplegó su poder y el poder de su fuerza resucitando a Nuestro Señor de los muertos, haciéndolo sentar a su derecha y poniendo bajo su autoridad todo principado, toda autoridad, toda dominación, todo trono, y todo lo que existe en este mundo y en el venidero. Dios lo sometió todo a Él, tanto en este siglo como en la eternidad. Lo hizo Cabeza de la Iglesia que es su cuerpo. La Iglesia es la plenitud de Aquel que es todo en todos. Cristo es todo en todos en la Iglesia. Y Dios lo sometió todo a Él (cfr. Ef. 1, 20-23).
En la Carta a los Corintios el Apóstol es aún más claro, diciendo que lo ha sometido todo a Él, que no hay nada que no le esté sometido. Nada ha quedado fuera de su imperio, de su realeza. Por tanto, oportet illum regnare, es preciso que Él reine (I Cor. 15, 25). He allí el ideal del sacerdote, del sacerdocio: fundarlo todo en Nuestro Señor Jesucristo, instaurarlo y restaurarlo todo en Cristo, como así también reunirlo todo, recapitularlo todo, ordenarlo todo a Nuestro Señor Jesucristo.
Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios. Ese es el plan de Dios desde toda la eternidad: restaurarlo todo, recapitularlo todo en Cristo. Fuera de su sacerdocio y de su realeza la vida del hombre es una pesadilla sin fin. Lo vemos bien en la sociedad en la que vivimos; no hay ni verdad, ni virtud, ni salvación, ni redención, ni justicia. Todo eso viene por medio de Nuestro Señor, por medio de su sacerdocio, por medio de su realeza: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn. 14, 6).
Así, pues, queridos hermanos, queridos ordenandos, la vida del sacerdote consiste justamente en someter toda inteligencia a Nuestro Señor Jesucristo, que es la verdad, toda voluntad a Nuestro Señor Jesucristo que es la vida, y ofrecer a todos los hombres la única vía de salvación que es Nuestro Señor Jesucristo.

Por qué ir a Roma.

Si las cosas son así, alguien me podría decir: pero ¿por qué tener contacto con estas personas?, ¿por qué ir a Roma? Parece que, por principio, no hay que tener contactos, ningún contacto con ellos. Y bien, todo lo contrario: por principio tenemos que tener contactos y por principio es necesario que vayamos a Roma. Por otra parte, es evidentemente la prudencia la que determina las circunstancias y determina qué hay que hacer realmente en un caso concreto. Pero, por principio, debemos ir antes que nada porque somos católicos, apostólicos y romanos. Además, si Roma es la cabeza y el corazón de la Iglesia Católica, sabemos que necesariamente la crisis se solucionará, la crisis se resolverá en Roma y por Roma. En consecuencia, la poca de bien que haremos en Roma es mucho mayor que mucho bien que haríamos en otros lugares.
Por otra parte, caritas Christi urget nos, la caridad de Cristo nos obliga (II Cor. 5, 14). Hay que comprender bien cuán difícil es arrancar el error cuando se ha vivido toda una vida en el error. Es extremadamente difícil tener la luz y la fuerza para romper con toda una serie de ataduras de orden natural, toda una vida dedicada a eso, toda una enseñanza al amparo de la autoridad y de las consecuencias que se siguen. Reconozcamos que no es fácil y tengamos compasión. Porque, en última instancia, necesitan tener, ni más ni menos, aquello que nosotros ya hemos recibido gratuitamente, la luz y la gracia. ¿Qué es lo que tenemos que no hayamos recibido? (I Cor. 4, 7). Por tanto, precisan recibir, ni más ni menos, lo que nosotros hemos tenido la gracia de recibir gracias a la misericordia y la longanimidad de Dios. Para nosotros en un deber de caridad.
Los que se oponen ferozmente y por principio a todo contacto con los modernistas me hacen recordar un pasaje del Evangelio. Cuando Nuestro Señor no fue recibido en un pueblo, Santiago y Juan —hijos del trueno— le propusieron que, si Él quería, descendiese el fuego del cielo y consumiese la ciudad. Y Nuestro Señor, indulgente, deja de lado este orgullo monumental pero ingenuo de los Apóstoles —¡como si Nuestro Señor los necesitase para resolver los problemas!— y les responde: No sabéis de qué espíritu sois (Lc 9, 51-56). En efecto, aún no habían recibido el Espíritu Santo, que difunde la caridad en los corazones, y no sabían qué espíritu los movía. Habían caído en el celo amargo.

Hemos creído en la caridad.

¿Y cuál es este espíritu? Es el Espíritu de Nuestro Señor Jesucristo. No es demasiado complicado, hay que mirar cómo Nuestro Señor enfrenta a sus enemigos, a sus opositores. Tanto San Juan como San Pablo nos dicen que es allí donde hemos conocido verdaderamente el amor de Dios, a saber, que el Padre nos ha amado y que Cristo ha dado su vida por nosotros cuando aún éramos pecadores, cuando éramos sus enemigos. Sobre todo allí se manifiesta la caridad de Dios y nosotros hemos creído en esta caridad. Así, pues, debemos hacer lo mismo (cfr. I Jn. 4, 9-16 y Ef. 2).
¿Cómo se manifestó este amor de Nuestro Señor? ¿Por medio de la guerra, los anatemas, las condenaciones, o haciendo caer fuego del cielo? ¡No! Esta obra de amor se realizó a través de la humildad, de la humillación, de la obediencia, con paciencia, a través del sufrimiento, la muerte y perdonando en la Cruz incluso a sus enemigos. A lo largo de su vida Nuestro Señor desplegó todos los medios posibles y razonables para que los fariseos admitiesen la verdad y para ofrecerles la salvación y el perdón. Eso es lo que tenemos que hacer.
No sé por qué la firmeza doctrinal sería contraria a la delicadeza, a la ingeniosidad y aún a la intrepidez de la caridad. No lo sé. No sé por qué la intransigencia doctrinal se opondría a las entrañas de misericordia, al celo misionero y a la caridad apostólica. No se trata de elegir entre la fe y la caridad; hay que englobar las dos. Sin la caridad no soy nada, incluso si tuviera una fe que mueve montañas. Si no tengo caridad no soy nada. Si diese mi vida por los pobres y no tengo caridad, no soy nada (cfr. I Cor. 13, 3).
Vuelvan a leer el elogio de la caridad que San Pablo hace en su Carta a los Corintios (cf. 1 Cor. 13), apliquen eso a la vida de Nuestro Señor y sabrán sin duda alguna cuál es el espíritu católico. La caridad es paciente, la caridad es buena, no es envidiosa, la caridad no busca su interés, no tiene en cuenta el mal, devuelve bien por mal, la caridad todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Es así como realmente podemos cooperar en la restauración de la fe, en la restauración de todas las cosas en Cristo. Y si el remedio está en Cristo, el sacerdocio y la realeza de Cristo, la solución pasa necesariamente por el Corazón de nuestra madre, la Santísima Virgen María.
Nuestro Señor ha sido y será siempre exclusivamente fruto de la Virgen María, del Corazón de María. Ella es la Madre de Cristo, Madre de Dios, la madre de todos los hombres, Corredentora de la humanidad, la Mediadora de todas las gracias. La que confiere y distribuye todas las gracias. Ella es realmente la Reina de toda la creación, Reina de los cielos y la tierra. Como dice San Bernardo, todo lo hemos recibido por medio de la Virgen María. Tenemos que ir con fervor, devoción y perseverancia al Corazón de María, a fin de obtener las gracias que necesitamos, especialmente una vida fuerte en la fe, en la esperanza y la caridad. Porque debemos amar con fuerza.
Vayamos, pues, verdadera y frecuentemente, gracias a una devoción verdadera e interior, al Corazón de María, a este Trono de gracia, a fin de conseguir el auxilio necesario en el momento oportuno, a fin de ser, en última instancia, verdaderos cristianos y verdaderos sacerdotes de Nuestro Señor Jesucristo.

Así sea.

Fuente: Dici