domingo, 27 de febrero de 2011

¿Darwinismo “cristiano”?


El 5 de mayo del corriente se le concedió el premio Templeton al ex dominico Fran­cisco J. Ayala [1], biólogo darwinista que sos­tiene se da una compatibilidad perfecta entre la teoría evolucionista y la doctrina católica.
Lo que escandaliza no son tanto las con­vicciones de Ayala, nada nuevas, por cierto, en el horizonte del catolicismo neotérico, cuanto la concesión al ex fraile de un premio considerado como el “Nobel” de la religión. En efecto, ¿puede enaltecerse como “católi­co” a quien se adhiere toto corde (“con todo su corazón”) al darwinismo y propone ni más ni menos que una teodicea darwinista de su cosecha según la cual sólo el darwinismo, paradójicamente, es compatible con la idea de Dios, mientras que la adhesión a la doctri­na de la creación significa, en su dictamen, el reconocimiento en Dios de carencia de po­der o de bondad? [2]. Con eso y todo, a Ayala se le conoce como “darwinista católi­co”, y polemizó en cuanto tal con el darwinista ateo Dawkins, quien afirmaba que la veraci­dad de la teoría biológica de Darwin hipote­caba grandemente la verdad del cristianismo. Tenemos así la coherencia (en el error) del darwinista Dawkins que Ayala rechaza en nombre de un incoherente darwinismo cris­tiano.
Los titubeos del magisterio tocante a la teoría de la evolución biológica y la nada des­preciable simpatía que muchos pastores de almas sienten por las interpretaciones de Darwin nos inducen a realizar un análisis bre­ve y necesariamente parcial de dicha teoría a la luz de la verdad.

Premisa.

El darwinismo puede reducirse, sin mer­ma de la profundidad del análisis, a tres aser­ciones:

a) La materia inerte puede pasar y pasó, auto-organizándose por virtud propia, a materia viva (generación espontánea de la vida).
b) La materia viviente evolucionó, a lo largo de la historia de la vida, desde los primeros seres unicelulares hasta el hombre (evolucio­nismo).
c) Tamaña evolución biológica se verificó se­gún el principio democriteo del azar y de la necesidad, es decir, por conducto de la deri­vación casual, fruto de mutaciones genéticas, de nuevas especies a partir de las preexis­tentes (especiación) y de la selección de las especies más adaptadas para vivir en un am­biente dado (selección natural).

Tal teoría postula una filosofía muy con­creta que tiene por cimientos:

1) El materialismo: la vida reside en la materia y, por ende, el alma es inútil tanto como forma del cuerpo cuanto como principio vital.
2) El mecanicismo: el mundo viviente se pue­de explicar sólo mediante la materia y su movimiento, que se halla regulado por leyes fisicoquímicas.
3) El materialismo dialéctico: la materia, agi­tada por el fermento íntimo de la dialéctica, evolucionó en virtud de solas las fuerzas fisi­coquímicas y, pasando de grado en grado y de especie en especie, llegó al hombre.
4) El ateísmo: no hay creación ni creador. Dios no existe, o si existe, no desempeña papel alguno en la creación de la vida, de las especies y del hombre.
5) El reduccionismo: el hombre no es más que una bestia evolucionada que se identifica por completo con su cuerpo entendido como materia que se auto-organiza.
6) El antiteleologismo: no se da finalidad al­guna, como que el hombre y las diferentes especies no son otra cosa que fruto del azar.
Remitimos a los mejores autores de la phüosophiaperennis para las demostracio­nes; aquí nos limitamos a recordar que los seis cimientos filosóficos del darwinismo son refutables por la razón.

El darwinismo no es ciencia (experimental).

La ciencia en el sentido galileano es, ante todo, un asunto de método, una unión fecunda de experiencias sensatas y demostracio­nes necesarias: se parte de la observación ordinaria y selectiva de los fenómenos, se pasa luego a la medición matemática de los datos y, como consecuencia, a la formulación de una hipótesis; sólo después de haber verifi­cado la hipótesis experimentalmente, y haber formulado una ley matemática capaz de ex­plicar los fenómenos en curso de estudio, se puede hablar de verdad científica.
Las verdades científicas se clasifican, a su vez, según tres niveles de seguridad científica en función de la observabilidad y de la reproductibilidad del fenómeno, de suerte que las verdades científicas del tercer nivel no gozan de credibilidad científica plena. Ahora bien, la teoría de la evolución biológica «se queda por debajo del tercer nivel de credibilidad científica (...) está más abajo que el nivel más bajo de credibilidad científica. En re­sumidas cuentas: no es ciencia» [3]. A la teoría evolucionista «le faltan los dos pila­res que hicieron posible el gran viraje del siglo XVII: la reproductibilidad y el rigor matemático» [4]. La teoría darwiniana, en efecto, se basa en presuntos fenómenos que nadie ha observado y que no pueden repro­ducirse experimentálrnente; además, carece de fundamento matemático.
Se echa de ver que, al faltarle la medición matemática de los datos, el danvinismo no es ni siquiera una hipótesis científica [5], es de­cir, ni siquiera constituye una teoría que me­rezca que la comunidad científica la someta a un examen experimental atento y minucioso para valorarla. Es contra la propia ciencia y contra su método como se sostiene el darwinismo. Escribe Zichichi lo siguiente al respecto: «son unos oscurantistas los que pretenden elevar al rango de teoría cientí­fica a una teoría ayuna de cualquier es­tructura matemática por elemental que sea, y carente, además, de pruebas expe­rimentales de cuño galileano. Si el hom­bre de nuestro tiempo tuviese una cultura verdaderamente moderna, debería saber que la teoría evolucionista no forma parte de la ciencia» [6]. La honestidad exige que se otorgue a Darwin el puesto que le corres­ponde, es decir, que se le coloque entre los wordmakers [o “charlatanes”].

El darwinismo es contrario a la razón.

La materia es un elemento pasivo e inercial, cuantitativo y no cualitativo. Por ello, si se quiere reducir lo real a pura materia, se ob­tendrá una pura nada, una mera potencia pa­siva. Sólo la obtusidad ideológica puede pa­rir algo tan absurdo como el materialismo.
En realidad, toda sustancia corpórea es un ‘sínolo’, esto es, un todo-uno, un com­puesto de materia y forma, en la cual la forma es lo determinante, y la materia, lo determi­nado. Negar la causa formal significa negar la sustancia, lo cual va contra la evidencia. Re­conocer la causa formal implica admitir la for­ma o como coincidente con la materia o como no coincidente. La materia, sin embargo, no puede ser forma, como que es pura privación amorfa. Además, dado que cada sínolo se compone de materia, si la materia fuese forma o el origen de ésta, se debería admitir que la materia fuera simultáneamente todas las formas, lo cual es absurdo. La materia es potencia de todas las sustancias corpóreas, pero, para que tal potencia se reduzca al acto es menester una forma que la determine. La idea de una materia que se auto-organiza es racionalmente insostenible.
Más absurda todavía es la generación es­pontánea, en cuanto que en las substancias vivientes la forma coincide con el alma El evolucionismo biológico admite, ade­más, el transformismo, esto es, la derivación de las especies unas de otras, lo que significa la reducción al acto de potencias (los nascituri de las nuevas especies) que no son preforma­ciones de lo actual (las especies existentes), sino de lo potencial (las especies posibles), lo cual constituye una imposibilidad evidente; la potencia es una posibilidad determinada unívocamente por su acto propio, lo que sig­nifica que del huevo (potencia) de un pato (acto) nacerá necesariamente un pato (po­tencia actualizada), no un ejemplar de otra especie.
En biología la especie (categoría de indi­viduos genéticamente semejantes entre sí ca­paces de aparearse y tener descendencia fértil) se identifica con la forma primaria; así, pues, si se aceptara el transformismo, se debería. El evolucionismo biológico admite, ade­más, el transformismo, esto es, la derivación de las especies unas de otras, lo que significa la reducción al acto de potencias (los nascituri de las nuevas especies) que no son preforma­ciones de lo actual (las especies existentes), sino de lo potencial (las especies posibles), lo cual constituye una imposibilidad evidente; la potencia es una posibilidad determinada unívocamente por su acto propio, lo que sig­nifica que del huevo (potencia) de un pato (acto) nacerá necesariamente un pato (po­tencia actualizada), no un ejemplar de otra especie.
En biología la especie (categoría de indi­viduos genéticamente semejantes entre sí ca­paces de aparearse y tener descendencia fértil) se identifica con la forma primaria; así, pues, si se aceptara el transformismo, se debería admitir la derivación de la forma B a partir de la forma A, cosa imposible, o bien la muta­ción de la forma A en la B, que es igual de imposible por cuanto que si la forma A cam­biara, se violaría el principio de identidad.
Dejando aparte lo expuesto más arriba, el darwinismo sostiene que, por evolución bio­lógica, el hombre y todas las especies vivien­tes descienden de un primer organismo unicelular; eso significa, habida cuenta de que la especie es la forma y de que la forma es la causa (formal) de las sustancias, que en la forma de la primera bacteria se contenían las causas formales de todos los seres vivos. Tamaña aserción es insostenible, pues causae superior non continetur sub ordine causa inferioris, sed e converso [“la causa supe­rior no se contiene bajo el orden de la causa inferior, sino al revés”]. Si no fuese contraria a la revelación divina, la teoría platónica [7] de la descendencia, no del hombre a partir de las bestias por evolución, sino de éstas a partir de aquél por degradación, sería, sin duda, racionalmente menos absurda que el darwinismo.

El darwinismo es contrario a los hechos.

Esto supuesto, es decir, refutado el darwi­nismo como racionalmente insostenible, pro­cede comprobar que tampoco encuentra en los hechos asidero alguno, o mejor dicho, los hechos refutan, igual de bien que la razón, las fantasías evolucionistas y quitan a los darwi­nistas cualquier posible apelación a verdades fácticas.
El primer axioma del darwinismo es la generación espontánea. Ahora bien, tal creen­cia la refutó experimentalmente Francesco Redi. Y que la imposibilidad de la generación espontánea constituye una verdad científica lo confirman las investigaciones del abate Lazzaro Spallanzani y de Louis Pasteur. ¡La materia no puede engendrar la vida, por vir­tud propia, ni aun en mil millones de años!
El premio nobel George Wald, profesor titular de biología en Harward y conocido darwinista, admite que los experimentos de Pasteur «conducen a la negación total de la teoría de la generación espontánea (...). La razón aconsejaba la creencia en la ge­neración espontánea, mientras que el otro extremo del dilema no podía ser sino la creencia en un acto determinado y primor­dial de creación sobrenatural. No existe una tercera opción» [8]. En pocas palabras, si la generación espontánea es imposible -verdad científica demostrada por Pasteur-, no hay más remedio que reconocer el acto creador de Dios (¡palabra de Wald!). Wald, cier­tamente, no puede abandonar la generación espontánea, como buen darwinista, por lo que intenta salvarla a título de “necesidad filosófi­ca indemostrable”. Con tal de negar al Crea­dor se va incluso contra la evidencia experi­mental; mas al obrar así se cae en una espe­cie de fideísmo materialista que nada tiene de científico.
Una vez caído el primer axioma, podría uno verse tentado de salvar los otros dos. No pocos creyentes se han aventurado a realizar esta tarea (incluso en el ámbito popular): con­jugar Darwin y el Génesis; Dios creó la pri­mera bacteria, al decir de ellos, y de la misma brotaron, por evolución, todas las especies vivientes.
Si la especiación es fruto del azar, cae en el dominio de las leyes matemáticas de la pro­babilidad. Tras tomar en cuenta las posibles combinaciones del material genético así como el número de especies aparecidas en la Tie­rra, los cálculos probabilísticos más avanza­dos excluyen con matemática certeza la po­sibilidad de que, en el tiempo de floración de la “historia de la vida”, largo más no infinito, nacieran las diversas especies en virtud del mecanismo casual hipotetizado por Darwin. Sólo admitiendo la intervención de una inteli­gencia creadora se puede dar razón de la vida y de sus innumerables formas.
Se dirá: ¿Y los muchos fósiles y restos esqueléticos de especies extintas y las seme­janzas interespecíficas? La semejanza, así somática como genética, no prueba la especiación. Ciertas semejanzas innegables, reconocidas mucho antes de Darwin, lo único que demuestran es la estructura común de lo creado. Que todos los elementos estén constituidos por átomos, que la materia or­gánica se halle formada por un número reducidísimo de elementos químicos, que la inmensa variedad de los seres vivos tenga una estructura genética semejante, todo eso lo que hace es revelarnos el poder y la providencia infinitos de Dios en lugar de llevarnos al evo­lucionismo.
Vengamos al hombre. Para Darwin no es más que un mono evolucionado. Formu­lémosle a Darwin la misma interrogación re­tórica que Voltaire le planteaba a Boulanger: Qui te l’a dit? (“¿Quién te lo ha dicho?”).
Dejando aparte las formas intermedias que faltan y el hecho de que los restos de los pre­suntos homínidos pueden explicarse de otra manera, la teoría de la evolución del hombre a partir del mono se revela como difícilmente sostenible por las siguientes razones: - ¿Por qué todas las presuntas especies de homínidos intermedios entre el mono y el hombre se han extinguido mientras que los insectos y muchos miles de millones de ani­malitos primordiales, y aun los mismos mo­nos, siguen entre nosotros?
- ¿Por qué, que se recuerde, no se ha visto nunca a lo largo de la historia humana a nin­gún homínido nacer de un mono, como tam­poco se ha visto a bestia alguna parir un ejem­plar de otra especie? ¿Por ventura se ha de­tenido la evolución?
- ¿Por qué del hombre, bestia entre las bes­tias y sujeto, por ende, a la evolución biológi­ca, no ha evolucionado nunca una nueva es­pecie, una especie posthumana?
- La moderna genética ha demostrado con certeza la falsedad del poligenismo humano al afirmar, como verdad científica, el monogenismo, que ya había sido enseñado antes por el magisterio eclesiástico. Eso confirma la narración del Génesis mientras que plantea serias dificultades a los evolucionistas: ¿Por qué de millones de monos descendió una sola pareja de australopitecos, etc., a lo largo del árbol genealógico de los homínidos hasta lle­gar a una sola pareja de hombres?
- Además, si la especiación es un proceso casual, se plantea un dilema: puesto que la procreación de descendencia fértil se da sólo entre sujetos de la misma especie, el monogenismo impone el nacimiento, al mismo tiem­po y en idéntico lugar, del primer par de indi­viduos de la nueva especie, un macho y una hembra, so pena de imposibilitar la transmi­sión del patrimonio genético propio de la es­pecie nueva. Eso es probabilísticamente im­posible, tanto más cuanto que, después de tal “milagro” evolutivo contrario a las leyes de la probabilidad (el nacimiento casual de un solo macho de la especie humana y de una sola hembra de la misma especie en las con­diciones de espacio y tiempo definidas con anterioridad), no volvió a nacer de una espe­cie prehumana, durante millones de años hasta hoy ningún ejemplar de especie humana.
¡El reconocimiento científico del monogenismo de las especies condena al ridículo al darwinismo!

El darwinismo es contrario a la revelación.

No es verdad que la Iglesia haya acogido a Darwin en los últimos decenios. Mejor di­cho, debe reconocerse el evolucionismo como incompatible con la fe «al ser el ateísmo un presupuesto esencial e irrenunciable de la filosofía evolucionista» [9].
La Iglesia cree en Dios, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles, es decir, afirma que el cosmos, con todas las criaturas que contiene, es obra de Dios creador. Esta fe inmutable goza de un fundamento exacto y detallado en la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo Testamento [10] cuanto en el Nuevo [11].
No sólo la revelación divina enseña que Dios creó todas las cosas mediante el Ver­bo, sino que se hace aún más explícita tocan­te al hombre: el hombre no es una bestia evo­lucionada, el hombre es un ser personal creado directamente por Dios a su imagen y seme­janza. Es una verdad de fe que «los prime­ros hombres fueron Adán y Eva, creados inmediatamente por Dios; todos los demás descienden de ellos, por lo cual se les lla­ma los progenitores de los hombres» [12]. Adán, «el primer padre del mundo, fue por el mismo Dios formado» (Sap 10, 1), y na­die puede ponerlo en duda.
Se objetará que el magisterio ha legitimado el darwinismo. Eso es falso, pues Juan Pablo II se limitó a consignar el éxito que la teoría de la evolución biológica cosecha­ba entre la comunidad científica, mientras que Pío XII se había ceñido a no prohibir el estudio científico de la evolución bioló­gica, a la que reputaba por una hipótesis que tenía que ser examinada atenta y minu­ciosamente.
Aunque el darwinismo sea absolutamente inconciliable con la verdad, una teoría de la evolución revisada y corregida no entraría en conflicto, en opinión de algunos, con la doc­trina de la fe. Eliminando la generación es­pontánea, reconociendo al hombre como criatura de Dios, depurando el evolucionis­mo de su base materialista y refiriendo la especiación, no al azar, sino a un Intelligent Design [“Plan Inteligente”], se podría admi­tir, según parece, una historia natural que fuera creación y evolución al mismo tiempo, esto es, obra de Dios como creación libre, aun­que por conducto de la evolución biológica. Tocante al hombre, p. ej., esta corriente de pensamiento asegura que Adán nació de homínidos bestiales; pero que el nacimiento de la nueva especie humana no fue fruto del azar, sino de una intervención libre e inteli­gente de Dios; de ahí que la nueva especie deba su esencia y su existencia a Dios, no a la evolución.
Ahora bien, esta evolución “cristianizada” entraña más problemas que soluciones, como todos los compromisos modernistas. Pre­senta varios escollos si se la aplica al hom­bre, verbigracia: si Adán, al que Dios creó a su imagen y semejanza, fue parido por un bru­to animal, ¿quién lo educó? ¡La mona de su madre! De ello cabría inferir la maldad de Dios, un Dios que creó al primer hombre para condenarlo a una niñez bestial, a una “educa­ción” animalesca, a una relación de filiación ignominiosa. Además, si Adán hubiese reci­bido la educación propia de una bestia, ¿cómo habría podido transmitir luego a su descendencia una educación humana? Pero si Adán fue educado como una bestia y, por ende, transmitió a sus hijos una educación bestial, etc., ¿de dónde viene la humanidad del hombre? ¡Lo mismo cabe preguntar del lenguaje!
Cierto es que ni la dignidad del hombre sufriría menoscabo ni la verdad de la fe se resentiría de saberse que Dios usó, al crear a Adán, material biológico simiesco en lugar de barro; pero tamaña hipótesis, sobre ser ex­traña a la Escritura y a la tradición, comporta más dificultades que las que resuelve.
Una vez puestos en evidencia la absurdidad filosófica y el carácter herético del darwi­nismo, no queda sino reputar por inútil y pe­ligroso todo intento de compromiso con él y, por ende, cualquier tentativa de formular un evolucionismo cristiano. El católico debe creer que el cosmos y todas las especies vivientes que lo pueblan fueron creados por Dios y que «Dios formó a Adán de la tierra» (Eclo 33, 10) ya adulto, inteligente, libre e inocente; le dio el lenguaje humano [13] y una ciencia infusa [14], de manera que puede decirse, en cierto sentido, que la familia originaria de los protoparentes fue el propio Dios.
Cuando Pío XII afirma que mientras que el alma humana es creada por Dios inmedia­tamente, el origen del cuerpo, en cambio, puede localizarse en una materia orgánica preexistente, hay que estar muy atentos a no traicionar el sentido de su afirmación. Des­pués de Adán, el cuerpo de todos los hom­bres se engendra mediante la unión carnal de los progenitores, al paso que el alma Dios la crea inmediatamente y la infunde en el cuer­po. ¿Puede el hombre ser un mono evolucio­nado en el que Dios infundió un alma espiri­tual? En puridad de verdad, el alma no es un pasajero del cuerpo ni un mero auriga suyo: el alma es acto primero del cuerpo físico or­gánico (Aristóteles), es decir, el alma es for­ma sustancial del cuerpo. Es el alma humana lo que hace humano al cuerpo, lo que hace que el hombre sea hombre; por consiguiente, si el alma es creada directamente por Dios, el hombre será por fuerza criatura de Dios.
El hombre tiene una sola alma, y ésta de naturaleza racional, la cual es forma corporis (“forma del cuerpo”). Es ésta, además de una verdad racional, una verdad de fe en cuya virtud «ha de ser considerado como hereje quienquiera que (...) pretendiere afirmar, defender o mantener pertinazmente que el alma racional o intelectiva no es por sí misma y esencialmente forma del cuerpo» [15]. Así, pues, como el alma del hombre, que Dios crea directamente, es espiritual, y como tal alma es forma del cuerpo, el cuerpo humano será por fuerza una imagen material del alma espiritual. Por eso es necesario ase­verar que el cuerpo humano es criatura de Dios. Si luego pensamos que Dios se hizo hombre, que su cuerpo es pan de vida eter­na, que después de resucitar subió al Padre con su cuerpo y que al fin de los tiempos la resurrección de los cuerpos hará que todos los elegidos estén con Dios en cuerpo y alma, pensar en el hombre como en una bestia (aun­que se le considere sólo en su dimensión cor­pórea) es, sobre absurdo, también blasfemo. Pensar en Nuestro Señor o en María Santísi­ma como en descendientes de monos es una blasfemia de las más repugnantes.
A nuestro juicio, no es lícito admitir el darwinismo ni siquiera para explicar el origen de solas las bestias, pues Dios declaró a Job: «He ahí al hipopótamo, creado por Mí, como lo fuiste tú» (Job 40, 10).

Creacionismo y evolucionismo.

Sin remontarnos a Demócrito, Epicuro, Lucrecio u Horacio (quizás también a Anaximandro), se pueden identificar a lo lar­go de los siglos de la modernidad los gérme­nes del evolucionismo: escondidos primero entre las páginas de algún volumen herético, echaron brotes luego en Bruno, Grocio, Pufendorf, Shuckford, Duni, Monboddo, Paracelso, Pomponazzi, Hobbes, de Maillet, Rousseau, etc.
Las teorías del animalazo violento (Hobbes) o del primitivo al que mueven sólo la comida y los goces sexuales (Rousseau) no nacen de datos objetivos, sino de la vo­luntad de construir una mitología atea y ma­terialista capaz de sustituir al Génesis mosaico. Darwin no hizo más que continuar este proyecto ideológico. En efecto, la teoría de la evolución biológica no es una realidad que se imponga a la inteligencia, sino una teoría ideológica elaborada en función del progra­ma cultural positivista, que se procura arri­mos pseudocientíficos echando mano de da­tos parciales de la realidad.
La dificultad que muchos de nuestros contemporáneos encuentran para acoger la revelación mosaica sobre el origen de la vida y del hombre no nace de la ciencia natural, sino de una convicción constitutiva de la mo­dernidad: «los orígenes de las cosas deben ser por naturaleza, toscos» [16]. Vico, aun­que era creacionista, resumió en esta frase la esencia de todo evolucionismo, esto es, la idea de un progreso necesario que empuja a la materia a hacerse vida, a la bestia a volver­se hombre, y al hombre a tornarse Dios. Con eso y todo, sólo si el Creador no existiera podría valer la máxima de los orígenes bur­dos de las cosas. En caso contrario, habría que reconocer que lo que sale de las manos de Dios es cualquier cosa menos tosco, o mejor dicho, es de una perfección insupera­ble. La creación puede admitir la involución-corrupción, no la evolución.
Dijo el padre Bonifazio Finetti que la re­ducción del hombre a bestia evolucionada es fruto de una “imaginación fecundísima” auxi­liada, desgraciadamente, por una “elocuen­cia engañosa y seductora”, ¡y nada más!
La creación por parte de Dios del cos­mos, de la vida, de cada especie en particu­lar y del hombre es una verdad no atacable por la ciencia experimental, como enseñaba el gran científico Lord W. T. Kelvin.
Así, pues, el darwinismo, como se ha pro­bado, no es más que una hipótesis indemos­trable (y poco creíble, por añadidura). Bien es verdad que tampoco el Génesis es experimentalmente demostrable, pero entre el Es­píritu Santo y Darwin no hay proporción. Sólo un estulto podría llamar embustero a Dios para creer a un naturalista fantasioso.
Estamos de acuerdo con el príncipe de los iluministas, sospechoso de todo salvo de parcialidad en favor del catolicismo, cuando afirma que Dios «dio su forma, su lugar y sus funciones a todo elemento, a toda especie y a todo género» (Voltaire), de suerte que «nada se muda de lo que es vegetal o animal; todas las especies per­manecen las mismas sin variación» (Vol­taire). Si no nos despojamos del sentido común, ¿cómo podremos rechazar seria­mente la idea de que todas las especies son invariablemente las mismas y fueron, además, creadas por Dios?[17].
Los mecanismos evolutivos que Darwin describió atañen a las cualidades individua­les, no a las propiedades específicas. La ex­periencia y la razón nos evidencian la imposi­bilidad de la generación espontánea y de la especiación. Con todo, se echan de ver mu­taciones genéticas intraespecíficas relativas a las cualidades individuales, no a la forma es­pecífica, esto es, se puede admitir una micro-evolución [una evolución dentro de la espe­cie] de la que se originan las razas. El hombre “crea” nuevas razas útiles para sus fines des­de tiempos inmemoriales echando mano de selecciones y apareamientos cuidadosamen­te programados; lo mismo sucede en la natu­raleza por obra del azar y de la selección na­tural. No obstante, nunca nació ni nacerá un hombre de un mono o una gallina de un pato. El darwinismo repugna a la razón hasta tal punto, que, según escribe Voltaire, muy po­cos se hallan dispuestos a creer en su cora­zón «que descienden de un rodaballo o de un bacalao».
A quien se adhiere a las hipótesis evolu­cionistas le sucede algo semejante a lo que le ocurre al que lee novelas cautivadoras y las toma por historias verdaderas. El darwinismo no es ciencia, sino ideología y mitología, nada más que un sagacious romance. Parafra­seando a Nanotte: antaño se escribían nove­las de amores mientras que hoy se escriben de historia natural; tal es la literatura evolu­cionista.


Baldasseriensis, tomado de la Revista “Sí, Sí, No, No”, Nº 220, año XX, Noviembre 2010, edición española.


Notas:
[1] Ayala, ex presidente de la Asociación para el Avance de la Ciencia, es autor de numerosos en­sayos sobre el darwinismo, el más reciente de los cuales se denomina: FJ. Ayala, Il dono di Darwin alla scienza e alla religione, ed. Jaca Book, 2009).
[2] «El mundo natural abunda en catástrofes, de­sastres, imperfecciones, disfunciones, sufrimiento, crueldad. (...) Las personas de fe no deberían atri­buir toda esta miseria, crueldad y destrucción al plan específico del Creador. Yo veo en ello más bien una consecuencia de la torpeza de la natura­leza y del proceso evolutivo. (...) El conocimiento científico, y en particular la teoría de la evolu­ción, nos permiten apreciar en lo que valen las opiniones consoladoras relativas al mundo natu­ral y la vida» (FJ. Ayala, Ayala, Com'é goffo il creato! [“Ayala. ¡Qué torpe es lo creado!”], en Agora domenica (inserto en Avvenire), 18 de abril de2010, pág. l).
[3] A. Zichichi, Perché io credo in Colui che ha fatto il mondo [“Por qué yo creo en El que hizo el mundo”], ed. Il Saggiatore, 1999, p. 84. 4)Ibidem, p.85.
[4] Ibidem, p. 85.
[5] Por lo demás, aun si también lo fuese, valdría el principio esencial para el método científico que enunció G.A. Borelli, non enim hypotheses fictas admitiere debemus (“no debemos admitir hipóte­sis ebusteras”).
[6] Ibidem, p. 85.
[7] Cf. Platón, Timeo 91E-92B.
[8] G. Wald, Molecole e vita, Bolonia: ed. Zanichelli, 1968.
[9] G. de Rosa, // origine dell'uomo, en Civiltá Cattolica n 037]5,-pA2.
[10] Cf.,p.ej.,Genl; 2; Sapl,14; Sir l8, l; 42, 15; etc.
[11] Cf., v. gr., Jn 1, 3; Rom 11, 36; etc.
[12] San Pío X, Catecismo mayor, n. 213.
[13] Véase la interesantísima reflexión del vizconde de Bonald sobre el origen divino del lenguaje.
[14] Sto. Tomás, Summa Theologiae, pars I, q. 93, a. 3.
[15] Concilio de Vienne, 6 de mayo de 1312; Denzinger-S., 902.
[16] G. B. Vico, Scienza Nuova, pág. 367.
[17] Cf. Voltaire, Elementos de la filosofía de Newton.