Documento anexo a la respuesta de la FSSPX a Roma, versión abreviada
P. Jean-Michel Gleize
L’Osservatore Romano del 2 de diciembre de 2011 publicó un estudio realizado por Mons. Fernando Ocariz, uno de los cuatro expertos que representaron a la Santa Sede durante las últimas discusiones doctrinales con la Fraternidad San Pío X (de octubre 2009 a abril 2011). En él se aborda con toda claridad (§ 1), pero de una manera que sigue siendo muy insuficiente (§ 2), la cuestión central del valor magisterial del Concilio Vaticano II.
1. Principios incontestables.
En la primera parte de su estudio, el prelado español recapitula las nociones fundamentales ya recordadas por Pío XII en Humani generis: el hecho de que un acto del magisterio no esté garantizado por el carisma infalibilidad, propio de las definiciones solemnes, no significa que pueda ser considerado como “falible”, en el sentido de que propondría una “doctrina provisoria” o incluso “opiniones autorizadas”. En sentido amplio, esto significa que cuando no emite una definición solemne e infalible, el magisterio siempre es asistido por Dios, y esta asistencia es necesaria para asegurar la transmisión indefectible del depósito de la fe. En este sentido, el simple magisterio ordinario también goza de cierto carisma de verdad[1]. La infalibilidad del magisterio debe entenderse, por eso, en sentido análogo, es decir, en grados diversos[2].
Se sigue con evidencia que la adhesión debida a la verdad propuesta por el magisterio también se entiende en modos diversos. Las definiciones solemnes infalibles proponen ordinariamente como tales, verdades formal o virtualmente reveladas, que exigen un asentimiento de fe teologal. Las otras enseñanzas no definitorias exigen un asentimiento religioso interno que implica, además del asentimiento respecto a la verdad propiamente dicha, cierta parte de obediencia respecto a la autoridad magisterial. En fin, los actos magisteriales pueden contener elementos que, sin hacer parte de la materia de una enseñanza propiamente dicha, no exigen en cuanto tales ninguna adhesión.
2. Una problemática insuficiente.
Estas referencias generales no presentarían ninguna dificultad, si Mons. Ocariz no las aplicara a las enseñanzas del Vaticano II. En efecto, según él, aún si el último concilio no quiso definir ningún dogma, el carisma de verdad y la autoridad del magisterio estuvieron ciertamente presentes, al punto que negarlos al conjunto del episcopado reunido cum Petro et sub Petro para dar una enseñanza a la Iglesia universal, implicaría negar una parte de la esencia misma de la Iglesia. En consecuencia, las afirmaciones del Concilio que recuerdan verdades ya propuestas por un acto definitivo del magisterio anterior, requieren evidentemente la adhesión de la fe teologal. Las otras enseñanzas doctrinales del Concilio requieren asentimiento religioso interno.
Uno podría felicitarse, sin duda, viendo al fin un teólogo de la Santa Sede introducir todos estos matices, y oponer así un mentís de lo más formal, aunque implícito, a todas las exposiciones unilaterales que hasta el presente han presentado al Concilio Vaticano II en una óptica maximalista, como un dogma absolutamente intocable, “más importante aún que el de Nicea”[3]. Sin embargo, por más seductor que sea en los matices y las distinciones que aporta, semejante análisis vehicula en su raíz un postulado que está lejos de ser evidente. El estudio de Mons. Ocariz evita así responder a la cuestión crucial, que aún queda pendiente entre la Fraternidad San Pío X y la Santa Sede. Más exactamente, a los ojos del prelado del Opus Dei la respuesta a esta cuestión parece estar sobreentendida, como si nunca hubiese sido necesario abordarla, o como si el debate nunca hubiese debido tener lugar.
Éste se impone, sin embargo, más que nunca. En efecto, está lejos de ser evidente que, a los ojos de los católicos, el último concilio pueda imponerse en todo y para todos como el ejercicio de un verdadero magisterio, que reclama la adhesión de ellos en los distintos niveles indicados. De hecho, si se recuerda la definición tradicional del magisterio (§ 3-5), uno se ve obligado comprobar que los procedimientos del Vaticano II no se ajustan a él (§ 6-7), y eso tanto menos, cuanto esta novedad integral del 21º concilio ecuménico se explica profundamente en razón de presupuestos absolutamente inéditos (§ 8-12).
3. La razón de ser del Magisterio.
La unidad de la Iglesia y la unidad en la fe son inseparables, y justamente el rol del magisterio es salvaguardarlas. Para este fin necesita del carisma de la verdad, como medio requerido para conservar el bien común de la Iglesia, que es el bien de la unidad en la profesión de una misma fe. Es la razón que da la constitución Pastor aeternus del Concilio Vaticano I: “Así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente, fue divinamente conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra (…) para que, quitada la ocasión del cisma, la Iglesia entera se conserve una”[4]. De la misma manera, Santo Tomás explica por qué el Papa debe ser divinamente asistido cuando enseña el dogma; debe serlo precisamente cuando actúa como cabeza de la Iglesia, para salvaguardar la unidad de la Iglesia: “La razón es que no debe haber sino una única fe en toda la Iglesia, conforme a la recomendación del Apóstol (1 Cor 1, 10): ‘Tened un mismo lenguaje y no haya entre vosotros cismas’. Esta unidad no puede salvaguardarse si, planteándose una cuestión de fe en materia de fe, no pudiese ser definida por aquel que preside en toda la Iglesia, de modo que toda la Iglesia observe firmemente su sentencia”[5]. En consecuencia, la causa final de la actividad del magisterio es lo que explica la indefectibilidad en la fe. El magisterio es asistido por Dios en la medida en que debe asegurar la unidad de la fe de la Iglesia. Esta asistencia, por tanto, no es absoluta sino limitada: acompaña la transmisión de la revelación y no otra cosa. Cristo dijo a sus Apóstoles que el Espíritu Santo los asistiría para enseñar todo lo que Él mismo les había enseñado, ni más, ni menos[6].
Lejos de constituir la doctrina, el magisterio se define como tal en dependencia objetiva de la revelación divina, cuya transmisión íntegra debe asegurar[7]. En los debates que precedieron la adopción de la constitución Lumen gentium, los principales representantes del “Coetus internationalis patrum” habían propuesto una enmienda significativa[8]. Esta modificación del texto daba a entender que si las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, la asistencia del Espíritu Santo tampoco permite que jamás ellas puedan contradecir la fe común de la Iglesia o apartarse de ella. La razón de esta enmienda consistía en indicar que el Papa no tiene poder para definir arbitrariamente cualquier especie de verdad. Durante el Concilio Vaticano I, el relator encargado de explicar en nombre de la Santa Sede el significado exacto del texto de Pastor aeternus, insistía en este mismo sentido[9]. Como ya se ha hecho justamente notar[10], si en una falsa perspectiva se pierde de vista la justa relación que hace depender el magisterio de la Tradición objetiva, el Dios revelador corre el riesgo de pasar a un segundo plano, en beneficio de la guardiana y maestra. El medio de evitar este peligro radica en recordar cuál es la definición esencial de magisterio: una potencia ordenada a su objeto. Y como la unidad de una potencia deriva de la de su objeto, la unidad del magisterio es la de la verdad revelada[11].
4. La unidad de la verdad y la revelación.
Como ha demostrado el Cardenal Franzelin[12], la unidad de la verdad revelada y de la Tradición es, antes que nada, la unidad de significación de los diferentes dogmas, en la expresión ordenada de una misma verdad. Los dogmas son distintos unos de otros, pero forman una unidad, ya que están ordenados unos a otros, en la medida en que significan todos de manera complementaria, unos en dependencia de otros, los diferentes aspectos de la misma verdad revelada. Y esto se explica porque esta verdad revelada por Dios supone el principio mismo de toda verdad, que es el principio de no contradicción, el principio de no división a nivel del significado, el principio de la unidad de la verdad. Esta unidad de la verdad dogmática trasunta por la unidad de significado de las palabras que expresan la verdad.
Por eso, en la constitución Dei Filius, el Concilio Vaticano I afirma que “hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca apartarse de él bajo el pretexto o en nombre de una comprensión más profunda”[13]. Y en el Juramento antimodernista de San Pío X, nº 4, se dice igualmente: “Recibo sinceramente la doctrina de la fe que los Padres de la Iglesia nos han transmitido desde los Apóstoles, siempre con el mismo sentido y la misma interpretación. Por esto rechazo absolutamente el invento herético de la evolución de los dogmas, según la cual estos dogmas cambiarían de sentido para recibir uno diferente del que les ha dado la Iglesia en un principio”[14].
5. La unidad del Magisterio.
El objeto de la fe es la verdad ontológica, es decir, la realidad misma del misterio, en cuanto percibida por el creyente mediante conceptos y expresiones verbales[15]. El objeto de la revelación es la verdad lógica, esto es, la enunciación conceptual del misterio, cuya expresión (o el signo verbal exterior, escrito o vocal) es el dogma. La predicación del magisterio o la Tradición es la comunicación de esta revelación por medio de un lenguaje exterior (escrito u oral), que expresa la enunciación conceptual del misterio. La revelación y la Tradición tienen por objeto proveer al fiel conceptos y expresiones verbales, por medio de las cuales su acto de fe culminará en la realidad del misterio. El depósito de la fe es el conjunto de estas expresiones conceptuales y verbales. Este depósito, confiado a la custodia del magisterio, es inmutable en su significación. El magisterio, por tanto, no puede contradecir la revelación, proponiendo verdades cuya sentido no fuese querido por Dios. Tampoco puede contradecirse a sí mismo, proponiendo verdades cuyo sentido fuese contrario al de verdades que él mismo ya haya propuesto. Esto sigue siendo verdad, incluso si la expresión conceptual o verbal de la verdad revelada puede ir precisándose más y el magisterio puede ejercer su acto para proponer fórmulas dogmáticas más explícitas, lo que autoriza a hablar de un cierto “progreso homogéneo del dogma”. Estas expresiones dogmáticas, además, terminan siendo definitivas cuando expresan de modo suficientemente explícito la verdad revelada. Esto es afirmado por Pío XII, en oposición a los falsos postulados de la “nueva teología”[16]. La misión cuyo objeto radica en declarar el depósito se sujeta a las mismas reglas que la misión cuyo objeto es conservarlo, ya que no es sino una de sus consecuencias.
He allí por qué el magisterio, que se define por su dependencia respecto a su objeto, es constante o tradicional: esta constancia corresponde exactamente a la unidad misma del magisterio, y que resulta de su objeto. La unidad del magisterio, pues, es la que pertenece a un magisterio que propone siempre la misma verdad divinamente revelada, dándole un sentido inmutable, incluso si su expresión puede aumentar en precisión a través de una formulación conceptual o verbal más explícita.
6. El caso del Vaticano II: un nuevo Magisterio pastoral.
El discurso de apertura del Papa Juan XXIII (11 de octubre de 1962)[17], la alocución que dirigió al Sacro Colegio el 23 de diciembre de 1962[18], y el Discurso de Benedicto XVI del 22 de diciembre de 2005[19], indican claramente la intención del Concilio y la significación exacta del “magisterio pastoral”. El Vaticano II quiso expresar la fe de la Iglesia según los modos de investigación y de formulación literaria del pensamiento moderno, y redefinir la relación de la fe de la Iglesia respecto a ciertos elementos esenciales de este pensamiento.
Es evidente que el magisterio de la Iglesia siempre es pastoral en su intención, en cuanto que en cada época de la historia, la prudencia de los pastores propone la verdad para guiar las almas hacia la eterna salvación. Sin embargo, al mismo tiempo, la enseñanza del magisterio de la Iglesia sigue siendo estrictamente doctrinal y disciplinar en su objeto. Las declaraciones de Juan XXIII afirman claramente que, a diferencia de los concilios precedentes, la óptica única y específica según la cual el Vaticano II quiso abordar diferentes puntos, que a veces eran doctrinales, y otras veces eran disciplinares, y otras pastorales, no fue doctrinal sino pastoral, en un sentido fundamentalmente nuevo. Esto explica, además, la perplejidad de gran número de padres conciliares respecto a un tipo de textos desconocidos hasta entonces. Cuando el magisterio de la Iglesia propone el objeto de la fe recurriendo al lenguaje que resulta de la filosofía natural a la inteligencia humana[20], este aporte filosófico es el de una herramienta conceptual o verbal puesta al servicio de la más perfecta expresión de la verdad revelada. El Vaticano II quiso “estudiar y exponer la doctrina”, no solamente “siguiendo las formulaciones literarias”, sino también “siguiendo los modos de investigación del pensamiento moderno”. Si uno se atiene a esta intención manifestada por Juan XXIII, se ve en la obligación de decir que el Concilio quiso recurrir al pensamiento moderno no sólo como a una herramienta, sino también y sobre todo como a un verdadero objeto formal, principio y método de estudio y de exposición de la doctrina. Lo “pastoral” adquiere así todo su significado. La intención explícita del Vaticano II ha sido recibir del mundo las problemáticas nuevas salidas de la época moderna.
Podemos tomar como prueba suplementaria lo que ha escrito el Cardenal Ratzinger en su libro Les principes de la théologie catholique[21], publicado en francés en 1982. El epílogo de este libro se intitula: “La Iglesia y el mundo: a propósito de la cuestión de la recepción del Concilio Vaticano II”[22]. El Prefecto de la S. Congregación para la doctrina de la fe afirma: “De todos los textos del Concilio Vaticano II, la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et spes) ha sido incontestablemente la más difícil y también (…) la más rica en consecuencias. Por su forma y la dirección de sus declaraciones, se aparta en gran medida de la línea de la historia de los concilios y, por lo mismo, permite percibir, más que todos los demás textos, la fisonomía especial del último concilio. Por eso, después del Concilio, ha sido considerada más y más como el verdadero testamento del mismo: tras un proceso de fermentación de tres años, parece que su verdadera voluntad ha finalmente aparecido y ha encontrado su formal. La incertidumbre que aún pesa sobre la verdadera significación del Vaticano II está en relación con los diagnósticos de este género, y por tanto también en relación con este documento[23] (…) Debemos volver a interrogarnos sobre lo que la constitución pastoral tiene precisamente de nuevo y de especial (…) Un primer punto característico me parece que consiste en el concepto de “mundo” que tiene (…) La constitución entiende como “mundo” un vecino de la Iglesia. El texto debe servir a conducir a ambos a una relación positiva de cooperación, cuyo fin es la construcción del “mundo”. La Iglesia coopera con el “mundo” para construir el “mundo” —es así como se podría caracterizar la visión tan determinante del texto (…) Parece que por mundo todas las realidades científicas y técnicas del tiempo presente, y todos los hombres que las sostienen o que las han asimilado en su mentalidad”[24]. No tiene nada de sorprendente, pues, que el Cardenal Ratzinger diga incluso que “el texto de Gaudium et spes juega el papel de un contra-Syllabus, en la medida en que representa una tentativa de reconciliar oficialmente la Iglesia con el mundo, tal como ha resultado desde 1789”[25], o bien que “el Vaticano II tenía razón en desear una revisión de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Porque hay valores que, aun si nacieron fuera de la Iglesia, pueden, una vez examinados y purificados, encontrar lugar en su visión”[26]. Fundado sobre el método de investigación del pensamiento moderno, el Concilio produce necesariamente enseñanzas que lo hacen dependiente del mundo moderno.
No hay duda que el mundo moderno puede verse llevado a plantearse de una manera nueva las cuestiones eternas, a las que la Iglesia dará (en términos que quizá puedan ser más explícitos) las respuestas que siempre saldrán de los mismos principios y del mismo método. Con todo, el Vaticano II no ha examinado a la luz de la fe las nuevas cuestiones planteadas por la modernidad; al contrario, se ha negado explícitamente a examinar buen número de ellas, cuya importancia, sin embargo, había sido percibida por todos los católicos, como la cuestión del comunismo. La especificidad que hace que el Vaticano II sea un caso absolutamente único, es aquella de haber querido proponer la fe a la luz y siguiendo el modo del pensamiento moderno. Ahora bien, ningún concilio podía hacer suyos estos modos de investigación del pensamiento de la cultura del mundo moderno, “tal como ha resultado desde 1789”[27]. Los principios y el método del magisterio eclesiástico han sido suficientemente indicados por el Concilio Vaticano I: “La doctrina de la fe que Dios ha revelado, es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la Esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente proclamado”[28].
En consecuencia, es falso afirmar, como hace Mons. Ocariz, una constancia de método, en virtud de la cual los textos del Vaticano II esclarecerían legítimamente los del magisterio anterior a 1962. En efecto, por un lado, el fin del Vaticano II no ha sido retomar y precisar estas enseñanzas; por otro, el Vaticano II quiso expresar la fe según los principios y los métodos de un pensamiento nuevo, puesto a la fe[29], no sólo en éste o aquél de sus contenidos, sino en sus fundamentos, que son los de una duda epistemológica. Semejante pensamiento no es sólo incompatible con el catolicismo: se opone directamente a la metafísica natural de la inteligencia, poniendo en duda su capacidad de conocer lo verdadero. La filosofía moderna, en efecto, ha invertido la relación del sujeto con el objeto, y por eso mismo, la relación del hombre con Dios. Asumiendo los modos de investigación de la modernidad, el pensamiento conciliar ha asumido esta inversión, como demuestra claramente, por ejemplo, la declaración sobre la libertad religiosa: el principio y el fundamento de esta declaración no es otro que la primacía de la dignidad ontológica sobre la dignidad moral, es decir, la primacía del sujeto sobre el objeto. Semejante inversión, con el preconcepto subjetivista que ella implica, es absolutamente contraria al principio de objetividad realista que suponen la revelación, la Tradición y el magisterio. El pensamiento moderno, con sus modos de investigaciones, no puede servir como base para la interpretación de un magisterio, cuyos presupuestos objetivos son radicalmente inversos.
7. El caso del Vaticano II: las enseñanzas nuevas contrarias a la Tradición.
Al menos en cuatro puntos, las enseñanzas del Concilio Vaticano II están evidentemente en contradicción lógica con los enunciados del magisterio tradicional anterior, de modo que resulta imposible interpretarlos en conformidad con las otras enseñanzas ya contenidas en los documentos anteriores del magisterio eclesiástico. En consecuencia, el Vaticano II ha quebrado la unidad del magisterio, en la medida en que ha quebrado la unidad de su objeto.
Estos cuatro puntos son los siguientes. La doctrina sobre la libertad religiosa, tal como se la presenta en el punto nº 2 de la Declaración Dignitatis humanae contradice las enseñanzas de Gregorio XVI en Mirari vos y de Pío IX en Quanta cura, como así también las del Papa León XIII en Immortale Dei y las del Papa Pío XI en Quas primas[30]. La doctrina sobre la Iglesia, tal como se la presenta en el punto nº 8 de la constitución Lumen gentium contradice las enseñanzas del Papa Pío XII en Mystici corporis y Humani generis[31]. La doctrina sobre el ecumenismo, tal como se la presente en el n° 8 de Lumen gentium y el n° 3 del decreto Unitatis redintegratio, contradice las enseñanzas del Papa Pío IX en las proposiciones 16 et 17 del Syllabus, los de León XIII en Satis cognitum, et los del Papa Pío XI en Mortalium animos[32]. La doctrina sobre la colegialidad, tal como se la presenta en el nº 22 de la constitución Lumen gentium, incluyendo el n° 3 de la Nota praevia, contradice las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la unicidad del sujeto del poder supremo en la Iglesia de la constitución Pastor aeternus.
Además, la reforma litúrgica de 1969 desembocó en la confección del Novus Ordo Missae, que “se aleja de manera impresionante, tanto en su conjunto como en detalle, de la teología católica de la santa misa, tal como ha sido formulada en la sesión XX del Concilio de Trento[33]. La restauración del rito de la misa realizada por San Pío V tuvo como efecto explicitar los aspectos de la fe católica negados por la herejía protestante. La reforma litúrgica llevada a cabo por Pablo VI condujo a ocultar estos aspectos, en momentos en que resurgían con acrecida fuerza las herejías que hacían indispensable explicitar estos aspectos. En consecuencia, el Misal de Pablo VI no apareció para precisar el de San Pío V. Se alejó de él, en el sentido de que hizo oscuro y ambiguo lo que el Misal de San Pío V había explicitado y clarificado. Si se objeta que la reforma litúrgica de Pablo VI quiso aclarar otros aspectos que habían quedado en penumbra hasta entonces, respondemos que una nueva explicitación no puede volver a poner cuestionar una explicitación ya hecha, que es sin embargo lo que ha hecho el nuevo Misal de 1969, ocultando los aspectos de la fe católica precisamente negados por las herejías protestantes.
El Concilio Vaticano II, en los cuatro puntos indicados, como así también en la reforma litúrgica que de allí se siguió, presenta a los ojos del católico perplejo contradicciones evidentemente inaceptables. Tomada en su conjunto, la gran reforma del Vaticano II aparece como una extraña amalgama, sutil mixtura de verdades parciales y de errores ya condenados[34]. Infectado por los principios del liberalismo y del modernismo, esta enseñanza presenta graves deficiencias, que impiden ciertamente ver en el Vaticano II un concilio como los demás, representando la expresión autorizada de la Tradición objetiva. Esto también impide decir que el último Concilio se inscribe en la unidad del magisterio de siempre.
8. Una nueva problemática.
De conformidad con el Discurso de 2005, Mons. Ocariz sienta el principio de una “interpretación unitaria”, según la cual los textos del Concilio Vaticano II y los documentos magisteriales precedentes deben esclarecerse mutuamente. La interpretación de las novedades enseñadas por el Concilio Vaticano II debe, pues, rechazar, como dijo Benedicto XVI, la “hermenéutica de la ruptura en relación a la Tradición, mientras que ella debe afirmar la hermenéutica de la reforma, de la renovación dentro de la continuidad”. Se da allí un nuevo vocabulario, que expresa claramente una nueva problemática. Ésta inspira todo el razonamiento de Mons. Ocáriz: “Una característica esencial del Magisterio es su continuidad y homogeneidad en el tiempo”.
Si se habla de “continuidad” o de “ruptura”, debería entenderse, en sentido tradicional, de una continuidad o de una ruptura objetiva, es decir, en relación al objeto de la predicación de la Iglesia. Eso equivaldría a hablar del conjunto de las verdades reveladas, tal como el magisterio de la Iglesia las conserva y las expone, dándoles siempre la misma significación, y sin que la predicación actual pueda contradecir la predicación pasada. La ruptura consistiría en lesionar el carácter inmutable de la Tradición objetiva y sería entonces sinónimo de contradicción lógica entre dos enunciados, cuyas respectivas significaciones no podrían verificarse simultáneamente.
Sin embargo, hay que rendirse ante la evidencia y reconocer que el término “continuidad” en modo alguno tiene este sentido tradicional en el discurso de los actuales hombres de Iglesia. Se habla precisamente de continuidad a propósito de un sujeto que evoluciona con el tiempo. No se trata de la continuidad de un objeto, del dogma o de la doctrina, que el magisterio de la Iglesia propondría hoy en día, dándole el mismo sentido que antaño. Se trata de la continuidad del único sujeto Iglesia. Además, Benedicto XVI habla exactamente, no de la continuidad, sino de “de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino”. En cambio —agrega enseguida— “hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar”. Esto significa que la ruptura debe situarse al mismo nivel: es una ruptura entre dos sujetos, en el sentido de que la Iglesia, único sujeto del Pueblo de Dios, no sería la misma antes y después del Concilio.
9. Una nueva concepción de la unidad del Magisterio.
Este nuevo discurso implica una nueva idea de la unidad del magisterio. La continuidad de la que se habla es la unidad en el tiempo, es decir, la que importa el cambio que mide el tiempo, y es antes que nada la unidad del sujeto, no la del objeto. Este sujeto es la Iglesia, único Pueblo de Dios, esto es, el conjunto de todos los bautizados. Este sujeto es el punto de referencia que da cuenta de la unidad de la Tradición.
La Instrucción Donum veritatis del 24 de mayo de 1990[35], sobre la que se basa Mons. Ocáriz, desarrolla en detalle este punto de vista. Bajo el título “La verdad, don de Dios a su Pueblo”, el primer capítulo de este documento desarrolla la idea ya presente en el nº de Lumen gentium, según la cual la conservación y la explicación del depósito revelado competería a todo el Pueblo de Dios, con anterioridad a cualquier distinción jerárquica. Los bautizados compartirían una función profética, más fundamental que la función magisterial propia de los Apóstoles y sus sucesores. El Cardenal Raztinger insiste sobre esta idea, que a sus ojos es decisiva, en la Presentación que da de la Instrucción Donum veritatis: “Considerando la estructura del documento, causará sorpresa ver que al principio no hemos situado el magisterio, sino más bien el tema de la verdad como don de Dios a su Pueblo; la verdad de la fe no es dada al individuo aislado (Papa u obispo); por medio de ella Dios quiso hacer nacer una historia y una comunidad. La verdad reside en el sujeto comunitario del Pueblo de Dios, en la Iglesia”. Igualmente, Juan Pablo II dice en el nº 28 de la Exhortación postsinodal Pastores gregis: “En la Iglesia, escuela del Dios vivo, Obispos y fieles son todos condiscípulos y todos necesitan ser instruidos por el Espíritu. El Espíritu imparte su enseñanza interior de muchas maneras. En el corazón de cada uno, ante todo, en la vida de las Iglesias particulares, donde surgen y se hacen oír las diversas necesidades de las personas y de las varias comunidades eclesiales, mediante lenguajes conocidos, pero también diversos y nuevos”[36].
Falta aquí la distinción absolutamente necesaria entre el destinatario y el depositario-intermediario. Todo el Pueblo de Dios, y más que el Pueblo de Dios, todos los hombres sin excepción, son los destinatarios de la verdad que debe salvarlos. Pero sólo algunos individuos aislados son elegidos en medio de otros hombres para ser titulares de una función jerárquica y los depositarios de esta verdad, ya que sólo a ellos se les confió en depósito, con la carga de conservarla, y sólo ellos son los intermediarios establecidos por Dios a fin de comunicar en su nombre la verdad salvadora. La declaración Mysterium Ecclesiae del 24 de junio de 1973[37], sobre la que también se basa Mons. Ocáriz, dice sin duda que se requiere la autoridad del magisterio para asegurar la unidad social de la expresión de la fe[38]: a diferencia de lo que sucede en el protestantismo o en el modernismo de Alfred Loisy condenado por San Pío X, aquí el magisterio es una institución divina, y sólo él está asistido por Dios, para conducir al pueblo, indicándole la interpretación autorizada de la Palabra de Dios. Sin embargo, no se dice que la función magisterial se requiera como la de un depositario y de un intermediario, testigo privilegiado que recibió de Dios, como individuo aislado, la verdad de la revelación de Dios, con la carga de conservarla y de transmitirla. Y Donum veritatis precisa justamente en este punto Mysterium Ecclesiae, diciendo que la verdad de fe es un don de Dios a todo su Pueblo, que no es dada a un individuo aislado (Papa u obispo), sino que ella reside en el sujeto comunitario del Pueblo de Dios[39].
En el “Comentario” publicado el 27 de junio de 1994, a fin de precisar el sentido de la Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis, publicada el 22 de mayo de dicho año, el Cardenal Ratzinger expresa claramente esta nueva concepción del magisterio: “La Escritura puede convertirse en fundamento de una vida sólo cuando es confiada a un sujeto viviente —el mismo del cual ella ha nacido. Ella tuvo su origen en el Pueblo de Dios guiado por el Espíritu Santo, y este Pueblo, este sujeto, no ha dejado de subsistir. El Concilio Vaticano II ha expresado todo esto de la siguiente manera: "la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas" (Dei Verbum, § 9) […] Según la visión del Vaticano II, la Escritura, la Tradición y el magisterio no deben ser considerados como tres realidades separadas, sino que la Escritura, leída a la luz de la Tradición y vivida en la fe de la Iglesia, se abre, en este contexto vital, a su plena significación. El fin del magisterio consiste en confirmar esta interpretación de la Escritura, hecha posible por la escucha de la Tradición en la fe[40]. En este texto, el término “Tradición” es distinguido del magisterio y designa la vida concreta del Pueblo de Dios, es decir, el contexto vital del cual el magisterio debe abrevar como de una fuente.
La catequesis impartida por Benedicto XVI en 2006 confirma además esta idea. En sus orígenes, la Iglesia deriva de una experiencia que los Apóstoles vivieron con Cristo[41]. Prolongada en el espacio y en el tiempo, esta experiencia genera una comunión, que debe recurrir al servicio del ministerio apostólico para conservar su cohesión espacio-temporal[42]. La unidad jerárquica, en el tiempo y en el espacio, es una segunda unidad que deriva de una primera unidad más radical, que es aquella de la experiencia común. Es así como la Tradición viva, que es la experiencia común continuada en el tiempo, precede y suscita la Tradición apostólica, que es el ministerio continuado en el tiempo como un servicio de la comunión. Las dos Tradiciones permanecerán siempre sincronizadas y nunca se encontrará la continuidad de la experiencia común sin la continuidad del ministerio, porque a ojos de Benedicto XVI, la Iglesia no es una comunicad puramente carismática. Con todo, en la definición que da de la Iglesia, hay una anterioridad lógica de la experiencia común respecto al ministerio. Esta anterioridad es exactamente aquella que es introducida por la Instrucción Donum veritatis: el Pueblo de Dios depositario de la verdad precede, en este sentido, el magisterio jerárquico. La Tradición es, pues, entendida en un sentido nuevo, como la continuidad de una presencia activa, la de Jesucristo que vive en su Pueblo. Ella es realizada por el Espíritu Santo y expresada[43] gracias al servicio del ministerio apostólico: “Esta actualización permanente de la presencia activa de Jesús Señor en su pueblo, operada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraternal, es lo que se entiende, en sentido teológico, con el término Tradición”[44]. Se trata exactamente de “la comunión de los fieles en torno de los pastores legítimos en el curso de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad original de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia[45].
En esta nueva óptica, ya no se dice que el papel del magisterio radica en conservar y transmitir, en nombre de Dios, el depósito de las verdades reveladas por Cristo a los apóstoles. Se afirma que su papel consiste en asegurar la cohesión de la experiencia comunitaria de los orígenes, de modo que la comunión de hoy en día continúe la comunión de ayer. El magisterio está, pues, al servicio del sujeto Iglesia, y su papel es el de explicitar en fórmulas autorizadas las intuiciones preconceptuales del sensus fidei.
No se puede negar la realidad de este sensus fidei. Equivale al consenso unánime e infalible de la creencia. Sin embargo, se trata precisamente del consenso de la Iglesia discente (los fieles), que deriva de la infalibilidad de la Iglesia docente, que es su causa propia. Como la Iglesia es una y santa en la fe, la creencia de los fieles es indefectiblemente y solidariamente dócil, tanto en el tiempo como en el espacio, a la enseñanza de la jerarquía magisterial. Se puede hablar, sin duda, de un cierto sujeto de la Tradición en sentido pasivo, que es un sentido amplio, y que corresponde al conjunto de todos los creyentes; pero este sujeto es tal, como simple testigo de la enseñanza del magisterio, y el consenso de la Iglesia en la creencia posee, como máximo, el valor de un signo que da a conocer la infalibilidad de la enseñanza que ha propuesto a creer la verdad creída unánimemente. En este sentido, la profesión de fe indefectible de la Iglesia discente representa un lugar teológico, porque ella sola manifiesta las verdades propuestas infaliblemente por la predicación oral del magisterio ordinario universal. Pero este género de criterio sigue siendo un simple signo de la infalibilidad de la enseñanza, no su causa. Hacer de él una causa, implica reiterar el error condenado por el Concilio Vaticano I, extendiéndolo a la esfera particular del poder del magisterio: “Este primado no fue conferido inmediata y directamente al mismo bienaventurado Pedro, sino que lo fue a la Iglesia y que a través de ésta fue transmitido a él como ministro de la misma Iglesia”[46]. Esto significa además que una proposición del magisterio no sería infalible sólo en la medida en que fuese aceptada (incluso antecedentemente) por el Pueblo, cosa que contradice formalmente la sentencia enunciada infaliblemente por el mismo Concilio Vaticano I: “Dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables”[47].
10. Una nueva concepción de la unidad de la verdad.
En la perspectiva tradicional, para la que el punto de referencia es el objeto, la unidad del magisterio es la de la verdad revelada, porque el magisterio se define como el órgano de la Tradición objetiva. Por tanto, el acto de magisterio no se define esencialmente como un acto presente, por oposición a un acto pasado. Porque si el magisterio se ejerce, no lo es en tanto es presente o actual, sino en cuanto expresa siempre la misma significación de la misma verdad, cada vez más precisa. Esta expresión de la verdad, con la explicación que lo acompaña in eodem sensu, es en sí misma intemporal. En este sentido, el magisterio vivo no se reduce al magisterio presente, por oposición al magisterio pasado, que sería un magisterio no vivo o póstumo. Si el magisterio presente es vivo, el magisterio pasado también lo ha sido. El tiempo no tiene ninguna incidencia directa e inmediata sobre el objeto, ni sobre el acto del magisterio que lo enuncia. Para apoyar su crítica a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, Mons. Lefebvre evoca siempre, con gran precisión, no “el magisterio pasado” sino “el magisterio de siempre”, en otras palabras, el magisterio constante. El tiempo concierne sólo al sujeto que ejerce el acto de magisterio, y en ese sentido se puede distinguir entre una regla remota (el magisterio pasado) y una regla próxima (el magisterio actual) de la fe.
En el nuevo enfoque que entraña el Discurso de 2005, que hemos elucidado en los textos que hemos citado, el punto de referencia ya no es más el objeto. La unidad del magisterio es la del “único sujeto Iglesia, que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino”. El magisterio se define como el órgano de una experiencia común, vivida al filo del tiempo por el pueblo de Dios. Así, pues, la continuidad se basa en el sujeto de la Iglesia, que sigue siendo el mismo, independientemente del objeto. No es el sujeto el que se adapta al objeto: el sujeto es dicho continuo, porque el sujeto que lo dice sigue siendo el mismo. La renovación en la continuidad de la que habla Benedicto XVI consiste en establecer “el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad original de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia”[48]. De hecho, esta renovación no consiste en proponer la misma doctrina según un modo más explícito. Consiste en cambiar la doctrina, con los principios que ella implica, bajo pretexto que estos principios (de los que se dice que son “durables”) deben hallar su aplicación en una materia contingente. En este sentido el Vaticano II se propuso establecer “una nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno”, a fin de que la doctrina de la fe fuese “presentada de una manera que respondiese a las exigencias de nuestra época”, y “siguiendo los modos de investigación y de formulación literaria del pensamiento moderno”. Como el mismo sujeto Iglesia adopta así una posición distinta frente al mundo salido de la modernidad, la renovación será la de una continuidad, no de una ruptura.
Como enseña lógicamente la Declaración Mysterium Ecclesiae, si el magisterio impone al Pueblo de Dios las fórmulas dogmáticas a modo de formas diferentes aptas para traducir una experiencia vivida al filo del tiempo y de las contingencias, “de esto no se deduce que cada una de ellas lo haya sido o lo seguirá siendo en la misma medida”. Semejante relativismo se opone a las enseñanzas dadas por Pío XII en Humani generis[49]. Sin embargo, se armoniza con la nueva idea del magisterio expuesta por Donum veritatis. Además, el futuro Benedicto XVI mismo justifica esta concepción relativista: “[La enseñanza magisterial] afirma —quizá por primera vez de modo claro— que existen decisiones del magisterio que no pueden constituir la última palabra en una materia con cuanto tal, sino un estímulo sustancial en relación al problema, y sobre todo, una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisoria (…) En este sentido, se puede pensar en las declaraciones de los papas del siglo pasado sobre la libertad religiosa, y en las decisiones antimodernistas de comienzos de este siglo, y en particular, en las decisiones la Comisión Bíblica de la época. En cuanto un grito de alarma frente a las adaptaciones precipitadas y superficiales, están plenamente justificadas (…) Pero en los detalles relativos a los contenidos, han sido superadas, después de haber cumplido su deber pastoral en un momento preciso”[50]. Este relativismo se encuentra también en el Discurso del 22 de diciembre de 2005, que razona como si toda decisión, por el hecho mismo de pertenecer a la historia, no puede más que recaer sobre una materia contingente y expresar una verdad solamente relativa a las circunstancias: “En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable”.
En la mente del Papa este relativismo no data de ayer. Cuando aún era teólogo, Joseph Ratzinger ya se explicaba suficientemente sobre este punto: “No sólo —escribía en 1972— se debe decir que la historia de los dogmas, en el ámbito de la teología católica, es fundamentalmente posible, sino incluso que todo dogma que no se elabora como historia de dogmas es inconcebible”[51]; por eso, “la formación del concepto de Tradición en el catolicismo post-tridentino constituye el obstáculo más grande para una comprensión histórica de la realidad cristiana”[52]. En efecto, el concepto post-tridentino de Tradición supone que la revelación ha terminado con la muerte del último de los Apóstoles, y que después permanece sustancialmente inmutable en su significación. Ahora bien, “el axioma del fin de la revelación con la muerte del último Apóstol”, explica Joseph Ratzinger, “era y es, dentro de la teología católica, uno de los principales obstáculos para la comprensión positiva e histórica del cristianismo: el axioma así formulado no pertenecer a los primeros datos de la conciencia cristiana[53] (…) Afirmando que la revelación está cerrada con la muerte del último Apóstol, se concibe objetivamente la revelación como un conjunto de doctrinas que Dios a comunicado a la humanidad. Esta comunicación llegó a su fin cierto día y los límites de este conjunto de doctrinas reveladas quedaría así fijado al mismo tiempo. Todo lo que viene después sería o la consecuencia de esta doctrina o la corrupción de ella[54]. Ahora bien, “esta concepción no sólo se opone a una plena comprensión del desarrollo histórico del cristianismo, sino que incluso está en contradicción con los datos bíblicos”[55].
Todo esto es perfectamente coherente, si se afirma que la Tradición es “la comunión de los fieles en torno a los pastores legítimos a lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad original de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia”[56], o también “la historia del Espíritu, que actúa en la historia de la Iglesia a través de la mediación de los Apóstoles y de sus sucesores, en fiel continuidad con la experiencia de los orígenes”[57], o si se postula que “la Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad”[58], o si se decide que “la Tradición apostólica no es una colección de cosas, palabras, como una caja de cosas muertas; la Tradición es el río de la vida nueva que viene desde los orígenes, de Cristo hasta nosotros, y nos implica en la historia de Dios con la humanidad”.
Pero si las aguas de este gran río en el que se baña la fe de la Iglesia nunca siguen siendo las mismas, nos será muy difícil seguir a Mons. Ocáriz en la búsqueda de una “interpretación unitaria” que satisfaga las exigencias del principio de no contradicción.
11. El nudo del dilema.
En la lógica del Vaticano II y del Discurso de 2005, el objeto, en cuanto tal, es relativo al sujeto. En la lógica del Vaticano I y de toda la enseñanza tradicional de la Iglesia, el sujeto, en cuanto tal, es relativo al objeto. Estas dos lógicas son inconciliables.
El magisterio, en cualquier época que sea, debe seguir siendo el órgano del depósito de la fe. Se desnaturaliza en la misma medida en que se altera este depósito. Es falso que los principios divinalmente revelados y explicitados por el magisterio anterior ya no se impondrían necesariamente, bajo pretexto de que el sujeto Iglesia los vive de modo distinto a través de la contingencia de la historia, o porque el Pueblo de Dios se ve llevado a establecer una relación nueva entre su fe y el mundo moderno. Los principios que se aplican en materia contingente (como son aquellos que fundan toda la doctrina social de la Iglesia) no son contingentes. No hay duda que la inmutabilidad sustancial de la verdad revelada no es absoluta, porque la expresión conceptual y verbal de esta verdad puede precisarse más y más. Pero este progreso no implica poner en tela de juicio el sentido de la verdad, que sólo adquiere más explicitación en su formulación. Los principios siguen siendo necesarios, sean cuales fueran las distintas formas concretas de su aplicación. Esta distinción entre principios y formas concretas es ficticia, en lo que concierne a la doctrina social de la Iglesia, y en vano Benedicto XVI recurre a ella en su Discurso de 2005 para legitimar la declaración Dignitatis humanae.
Volviendo al Vaticano II, la cuestión fundamental radica en saber cuál es el principio primero que debe servir como regla última de la actividad del magisterio. ¿Es el dato objetivo de la revelación divina, tal como se expresa en su sustancia definitiva a través del magisterio de Cristo y de los Apóstoles, al cual sucede el magisterio eclesiástico? ¿Es la experiencia comunitaria del Pueblo de Dios, depositario (y no solamente destinatario) del don de la Verdad, en cuanto portador del sentido de la fe? En el primer caso, el magisterio eclesiástico es el órgano de la Tradición y depende del magisterio divino-apostólico como de su regla objetiva; entonces la cuestión finca en saber si las enseñanzas objetivas del Concilio Vaticano II son los de un magisterio constante y los de una Tradición inmutable. En el segundo caso, el magisterio eclesiástico es el portavoz federador de la conciencia común del Pueblo de Dios, encargado de establecer la cohesión espacial-temporal de la expresión del sensus fidei; en ese supuesto, para el sujeto Iglesia, el Vaticano II es el medio de expresar en lenguaje conceptual su sensus fidei, vivido y reactualizado respecto a las contingencias de la época moderna.
12. Hermenéutica y reinterpretación.
Para Mons. Ocáriz, las enseñanzas del Vaticano II representan novedades, “en el sentido de que explicitan aspectos nuevos, aún no formulados por el magisterio, pero que, a nivel doctrinal, no contradicen los documentos magisteriales precedentes”. La exégesis justa de los textos del Concilio presupondría entonces aparentemente el principio de no contradicción. Apariencia engañosa, porque la no contradicción no tiene el sentido que tenía hasta ahora.
El magisterio de la Iglesia siempre entendió este principio en el sentido de una ausencia de contradicción lógica entre dos enunciados objetivos. La contradicción lógica es una oposición que tiene lugar entre dos proposiciones, una de las cuales afirma y la otra niega el mismo predicado del mismo sujeto. El principio de no contradicción exige que si esta oposición tiene lugar, las dos proposiciones no pueden ser verdaderas al mismo tiempo. Este principio es una ley de la inteligencia y no hace más que expresar la unidad de su objeto. Como la fe se define como una adhesión intelectual a la verdad propuesta por Dios, ella verifica este principio. La unidad objetiva de la fe también corresponde a una ausencia de contradicción en los enunciados dogmáticos.
La hermenéutica de Benedicto XVI entiende en lo sucesivo este principio en un sentido no objetivo sino subjetivo, no intelectualista sino voluntarista. La ausencia de contradicción es sinónimo de continuidad a nivel del sujeto. La contradicción es sinónimo de ruptura al mismo nivel. El principio de continuidad no exige, en primer lugar y antes que nada, la unidad de la verdad. Existe en primer lugar y antes que nada la unidad del sujeto que se desarrolla y crece en el transcurso del tiempo. Para retomar el encabezado sugestivo de la constitución pastoral Gaudium et spes: es la unidad del Pueblo de Dios, tal como vive en el momento presente, en el mundo de este tiempo. Unidad que se expresa a través de la única palabra autorizada del magisterio de hoy, precisamente en cuanto es de hoy. Mons. Ocáriz subraya: “Una interpretación auténtica de los textos conciliares puede realizarse sólo por el propio Magisterio de la Iglesia. Por ello en la labor teológica de interpretación de las partes que, en los textos conciliares, susciten interrogantes y parezcan presentar dificultades, es preciso sobre todo tener en cuenta el sentido según el cual las intervenciones magisteriales sucesivas hayan entendido tales partes”. No nos equivoquemos: este magisterio, que debe servir de regla de interpretación, es el nuevo magisterio de este tiempo, tal como salió del Vaticano II. No es el magisterio de siempre. Como ya se ha dicho justamente, el Vaticano II debe entenderse a la luz del Vaticano II, reinterpretando en su propia lógica de continuidad subjetiva y vital todas las enseñanzas del magisterio constante.
Hasta ahora, el magisterio de la Iglesia nunca se había comprometido en semejante petición de principio. Siempre quiso ser fiel a su misión de conservar el depósito. Su principal preocupación siempre ha sido referirse a los testimonios de la Tradición objetiva, unánime y constante. Su expresión siempre ha sido la de la unidad de la verdad.
13. El Magisterio y Vaticano II.
El término “magisterio” se dice en dos sentidos distintos de la persona que ejerce el poder de magisterio (el Papa o los obispos) y del acto del poder de magisterio (una definición infalible o una enseñanza simplemente auténtica). La persona es sujeto de una potencia o de una función que, por definición, se ordena a su objeto. Por ejemplo, todo hombre está dotado de inteligencia especulativa, ordenada por naturaleza al conocimiento de los primeros principios[59]. Esta función existe o no existe, de manera absoluta. En cambio, el ejercicio del magisterio es el uso de la función: incluso si la mayor parte del tiempo este uso es correcto, siempre es posible que el titular de una función ejerza el acto de una manera defectuosa, lo que equivale a no cumplir el acto, porque un acto defectuoso se define como una privación. Por ejemplo, el error intelectual o falsedad se define como la privación de la relación que debería haber existido entre el intelecto y la realidad.
Admitimos sin lugar a dudas que el Vaticano II ha representado el magisterio de la Iglesia, en el sentido que el poder de los obispos entonces reunidos en este Concilio cum Petro et sub Petro fue y sigue siendo aportar una enseñanza a la Iglesia universal; pero objetamos que este Concilio haya querido satisfacer las necesidades de un magisterio sedicente pastoral, cuya intención nueva es manifiestamente extraña a las finalidades del magisterio divinamente instituido, y que ha contradicho, al menos en los cuatro puntos indicados, los datos objetivos del magisterio constante y claramente definido. De modo que aparece así que este magisterio se vio afectado por una grave deficiencia en su mismo acto. El Doctor Angélico enseña lo siguiente[60]: “Cuando un artista hace obras defectuosas, no son obras de arte, sino mas bien contrarias al arte”. Guardando todas las proporciones, cuando un concilio produce malas enseñanzas, no es la obra del magisterio, sino más bien (o peor aún) contra el magisterio, es decir, contra la Tradición.
He ahí por qué nadie podría contentarse con los así llamados “espacios de libertad teológica” existentes en el seno mismo de la contradicción introducida por el Vaticano II. El deseo profundo de todo católico fiel a las promesas de su bautismo es adherir en toda sumisión filiar a las enseñanzas del magisterio de siempre. La misma piedad también exige, con una urgencia mayor, remediar las graves deficiencias que paralizan el ejercicio de este magisterio desde el último Concilio. Es por eso que la Fraternidad San Pío X sigue deseando, y más que nunca, una auténtica reforma, en el sentido de, para la Iglesia, se trata de que permanezca fiel a sí misma, de que siga siendo lo que es en la unidad de la fe, y de conservar así su forma originaria, en fidelidad a la misión que recibió de Cristo. Intus reformari.
R. P. Jean-Michel Gleize, FSSPX. Fuente sitio de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, Distrito de Sudamérica.
Notas:
[1] Mons. Ocáriz hace referencia en este punto a la constitución Dei Verbum del Vaticano II (nº 8), pero San Pío X subraya la misma idea en el Juramento antimodernista (Motu proprio Sacrorum antistitum del 1 de septiembre de 1910, DS 3549).
[2] Cf. Charles Journet, L’Eglise du Verbe Incarné, t. 1, 2ª edición, 1955, pág. 426-435. Junto a una asistencia absoluta, que está en la raíz de la infalibilidad en sentido estricto, propia de las definiciones solemnes, también existe una asistencia prudencial, que es la raíz de una infalibilidad en sentido amplio, propia de la predicación ordinaria y cotidiana del magisterio.
[3] “Lettre de Paul VI à Mgr Lefebvre du 29 juin 1975”, en Itinéraires. La condamnation sauvage de Mgr Lefebvre, número especial (diciembre 1976), pág. 67.
[4] DS 3071.
[5] ST, 2a2ae, cuestión 1, artículo 10.
[6] Mt, 28/20; Jn, 14/26; Jn, 16/13. Cf. Cardinal Johannes Baptist Franzelin, La Tradition, tesis 5, n° 60-66, Courrier de Rome 2008, pág. 67-70 y tesis 22, n° 456-479, pág. 325-336.
[7] “Fideliter custodienda et infallibiliter declaranda” (DS 3020) o “Sancte custodiendum et fideliter exponendum” (DS 3070).
[8] Cf. Acta synodalia, t. II, pars I, pág. 652. Al texto que hablaba de la infalibilidad habría que haberle añadido el inciso que agregamos en negrita: “Definitiones Romani Pontificis quae propter Spiritus sancti assistentiam nunquam extra vel contra fidem communem Ecclesiae proferuntur ex sese tamen et non ex consensu Ecclesiae irreformabiles esse”.
[9] “En efecto, el Papa es infalible sólo y únicamente sólo si, actuando como doctor de todos los cristianos y representando toda la Iglesia, juzga y define lo que todos deben creer o rechazar. Y en esto no podría separarse de la Iglesia, como el fundamento no puede separarse del edificio que debe sostener (…) Esto es evidente si se considera el fin en vistas del cual Dios concede al Papa la infalibilidad, cual es conservar la verdad en la Iglesia” (Mons. Gasser, Mansi, t. 52, col. 1213 C).
[10] Cf. Jean-François Chiron, L’Infaillibilité et son objet. L’autorité du magistère infaillible de l'Eglise s’étend-elle aux vérités non-révélées? Cerf, 1999, pág. 501-503.
[11] Por lo mismo que debe proponer la verdad revelada, que es su objeto primario, el magisterio propone también otras verdades en conexión lógicamente necesaria con el depósito revelado, e incluso hechos contingentes en conexión moralmente necesaria con el fin primero de la Iglesia, que es conservar y explicitar el depósito revelado. La conexión es tan estrecha, que la negación de estas verdades y de estos hechos pondría en peligro próximo la revelación. Esta esfera corresponde al objeto secundario del magisterio y comprende la revelación de lo revelado virtualmente, por ejemplo, toda la doctrina de la Iglesia relativa a la ley natural, los juicios doctrinales que la Iglesia realiza sobre libros, la canonización de los santos (con la que se afirma el doble hecho de la glorificación y de la virtud heroica del santo), la aprobación de las órdenes religiosas (con la que se afirma que la respectiva regla de vida es apta para conducir a la perfección).
[12] Cardenal Johannes Baptist Franzelin, La Tradition, tesis 6, n° 67-76, Courrier de Rome 2008, pág. 71-76.
[13] DS 3020.
[14] DS 3541.
[15] ST, 2a2ae, q. 1, a. 2, corpus y ad 2.
[16] “Es de suma imprudencia el abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de ingenio y santidad no comunes, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio y con la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado —con un trabajo de siglos— para expresar las verdades de la fe, cada vez con mayor exactitud, y (suma imprudencia es) sustituirlas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía, que, como las hierbas del campo, hoy existen, y mañana caerían secas; aún más: ello convertiría el mismo dogma en una caña agitada por el viento” (Pío XII, encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950, nº 11).
[17] DC n° 1387 del 4 de noviembre de 1962, col. 1382-1383.
[18] DC n° 1391 del 6 de enero de 1963, col. 101.
[19] DC n° 2350 del 15 de enero de 2006, col. 59-63.
[20] Pío XII, Humani generis: “Y esta filosofía, confirmada y comúnmente aceptada por la Iglesia, defiende el verdadero y genuino valor del conocimiento humano, los inconcusos principios metafísicos —a saber: los de razón suficiente, causalidad y finalidad— y, finalmente sostiene que se puede llegar a la verdad cierta e inmutable”.
[21] Joseph Ratzinger, Les Principes de la théologie catholique. Esquisse et matériaux, Téqui, 1982.
[22] Ratzinger, ibidem, pág. 423-440.
[23] Ratzinger, ibidem, pág. 423.
[24] Ratzinger, ibidem, pág. 424-425.
[25] Ratzinger, ibidem, pág. 427.
[26] Cardenal Joseph Ratzinger, Entretiens sur la foi, Fayard, 1985, pág. 38.
[27] Joseph Ratzinger, Les Principes de la théologie catholique. Esquisse et matériaux, Téqui, 1982, pág. 426-427.
[28] Constitución dogmática Dei Filius, cap. 4, DS 3020.
[29] El magisterio anterior al Vaticano II condenó la intención de incorporar la filosofía moderna a la teología, en la medida en que esta filosofía está imbuida de racionalismo, de escepticismo o de relativismo. Cf. por ejemplo el Breve Eximiam tuam del Papa Pío IX al Arzobispo de Colonia, 15 de junio de 1857 (DS 2829), condenando la filosofía de Anton Günther.
[30] El magisterio precedente (Pío IX) condena la proposición que afirma que “la mejor la condición de aquella sociedad en que no se le reconoce al poder el derecho u obligación de reprimir con penas a los infractores de la Religión católica, sino en cuanto lo pida la paz pública”; Dignitatis humanae nº 2 afirma que “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa” y que “esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros”
[31] Pío XII afirma la identidad real entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica; Lumen gentium nº 8 afirma la no separación de dos realidades distintas que son la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica.
[32] El magisterio anterior afirma que fuera de la Iglesia católica, en las sectas cismáticas y heréticas en cuanto tales, no existe ningún valor salvífico, y que la Providencia divina no se sirve de estas sectas como medios de salvación; Vaticano II afirma exactamente lo contrario.
[33] Cardenales Ottaviani et Bacci, “Prefacio al Papa Pablo VI” en Breve examen crítico del Novus Ordo Missae.
[34] “Sin rechazar en bloque este Concilio, pienso que es el desastre más grande de este siglo, y de todos los siglos pasados desde la fundación de la Iglesia” (Mons. Lefebvre, Lo destronaron). No es una cuestión de cantidad o de porcentaje. El modernismo es un error único en su género, en cuanto que amalgama enunciados materialmente verdaderos con enunciados que, con frecuencia, son incompletos, ambiguos, contrarios y raramente falsos de manera manifiesta. El resultado de esta amalgama es un conjunto que es erróneo en su coherencia interna, pero que guarda la apariencia de verdad en cada uno de los puntos aislados, porque los enunciados buenos son utilizados para refrendar los principios subyacentes del error. San Pío X dio el diagnóstico definitivo del cáncer del modernismo, diciendo que esta enfermedad es “tanto más peligrosa, cuanto es menos manifiesta”.
[35] DC 2010 del 15 de julio de 1990, pág. 693-701.
[36] DC 2302, col. 1022. Los n° 26-28 de este texto van en este sentido.
[37] DC 1636 del 15 de julio de 1973, pág. 664-671; comentario, pág. 837-839.
[38] El nº 2 precisa, en efecto, que “el Espíritu Santo ilumina y sostiene al Pueblo de Dios en cuanto cuerpo de Cristo unido en comunión jerárquica” y añade que si el Pueblo de Dios adhiere a la fe, esto tiene lugar, no sólo gracias al sentido de la fe, que es suscitado y sostenido por el Espíritu de verdad, sino también “guiado por el magisterio”. Provistos con la autoridad de Cristo, los pastores tienen el poder de enseñar y su papel no se reduce a refrendar el consenso preexistente de los simples fieles, sino que pueden “prevenir tal consentimiento y exigirlo al interpretar y explicar la palabra de Dios escrita o transmitida”.
[39] Cf. la Presentación del Cardenal Ratzinger a la Instrucción Donum veritatis: “El documento trata el problema de la misión eclesial del teólogo, no a partir del dualismo magisterio-teología, sino en el contexto de la relación triangular: Pueblo de Dios, como portador del sentido de la fe y lugar común a todos del conjunto de la fe, el magisterio y la teología. El desarrollo del dogma de los últimos 150 años es una demostración clara de esta relación compleja: los dogmas de 1854, 1870 y 1950 fueron posibles porque habiendo sido reasumidos por el sentido de la fe, el magisterio y la teología fueron conducidos por él y lentamente buscaron unírsele” (L’Osservatore Romano, 10 de julio de 1990, pág. 9).
[40] DC 2097 del 3 de julio de 1994, pág. 613.
[41] “La aventura de los Apóstoles comienza así como un encuentro de personas que se abren unas a otras. Un conocimiento directo del Maestro empieza así para los discípulos. Ven donde vive y comienzan a conocerlo. En efecto, no deberán ser los pregoneros de una idea sino los testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar, deberán “permanecer” con Jesús (cf. Mc 3/14), entablando con él una relación personal. Sobre esta base, la evangelización no será más que un anuncio de lo que ellos vivieron y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo”. Benedicto XVI, “Los Apóstoles, testigos y enviados de Cristo”, alocución del 22 de marzo de 2006, L’Osservatore Romano n° 13 del 28 de marzo de 2006, pág. 12.
[42] “A través del ministerio apostólico, la Iglesia, comunidad reunida por el Hijo de Dios encarnado, vive a lo largo del tiempo edificando y alimentando la comunión en Cristo y en el Espíritu, a la cual todos son llamados y en la cual pueden realizar la experiencia de la salvación dada por el Padre. En efecto, los Doce se preocuparon por darse sucesores, a fin de que la misión que les había sido confiada fuese proseguida después de su muerte. A lo largo de los siglos la Iglesia, orgánicamente estructurada bajo la dirección de sus pastores legítimos, continuó así viviendo en el mundo como un misterio de comunión, en el que se refleja en cierta medida la comunión trinitaria misa, el misterio de Dios mismo”. Benedicto XVI, “El don de la comunión”, alocución del 29 de marzo de 2006, L’Osservatore Romano n° 14 del 4 de abril de 2006, pág. 12.
[43] Mysterium Ecclesiae (citando un pasaje de la condenación de la proposición nº 6 en Lamentabili) afirma en este sentido que el papel del magisterio no se reduce a sancionar el consenso ya expresado de los simples fieles. Sin embargo, existe una diferencia entre decir que el magisterio eclesiástico transmite e impone a la creencia de los fieles la verdad, de la cual es depositario como sucesor del magisterio apostólico, y decir que el magisterio eclesiástico impone la expresión adecuada de una verdad, de la cual es depositario el Pueblo porque su sentido de la fe la detenta en su estado preconceptual. Esta segunda afirmación no escapa a la condenación de Lamentabili. En efecto, la proposición condenada nº 6 afirma precisamente: “En la definición de las verdades, la Iglesia discente y la docente colaboran de tal modo, que a la Iglesia docente no le corresponde sino sancionar las opiniones comunes de la discente” (DS 3406).
[44] Benedicto XVI, “La comunión en el tiempo: la Tradición”, alocución del 26 de abril de 2006, L’Osservatore Romano n° 18 del 2 de mayo de 2006, pág. 12.
[45] Benedicto XVI, ibidem.
[46] Concilio Vaticano I, constitución Pastor æternus, capítulo 1, DS 3054.
[47] Concilio Vaticano I, constitución Pastor æternus, capítulo 4, DS 3074.
[48] Benedicto XVI, “La comunión en el tiempo: la Tradición”, alocución del 26 de abril de 2006, L’Osservatore Romano n° 18 del 2 de mayo de 2006, pág 12.
[49] “Las verdades que la Iglesia quiere enseñar de manera efectiva con sus fórmulas dogmáticas se distinguen del pensamiento mutable de una época y pueden expresarse al margen de estos pensamientos, sin embargo puede darse el caso de que esas verdades pueden ser enunciadas por el sagrado magisterio con términos que contienen huellas de tales concepciones. Teniendo todo esto presente, hay que decir que las fórmulas dogmáticas del magisterio de la Iglesia han sido aptas desde el principio para comunicar la verdad revelada y, mientras se mantengan, serán siempre aptas para quienes las interpretan rectamente. Sin embargo, de esto no se deduce que cada una de ellas lo haya sido o lo seguirá siendo en la misma medida”.
[50] Cardenal Ratzinger, presentación de la Instrucción Donum veritatis, L’Osservatore Romano, 10 de julio de 1990, pág. 9.
[51] Joseph Ratzinger, Théologie et histoire. Notes sur le dynamisme historique de la foi, 1972, pág. 108, citado por Joaquim E. M. Terra, Itinerario teologico di Benedetto XVI, Roma, 2007, pág. 66.
[52] Ratzinger, ibidem, p. 65.
[53] Ratzinger, ibidem, pág. 64.
[54] Ratzinger, ibidem.
[55] Ratzinger, ibidem.
[56] Benedicto XVI, “La comunión en el tiempo: la Tradición”, alocución del 26 de abril de 2006, L’Osservatore Romano n° 18 del 2 de mayo de 2006, pág. 12.
[57] Benedicto XVI, ibidem.
[58] Benedicto XVI, ibidem.
[59] ST 1a2ae, cuestión 51, artículo 1.
[60] ST 1a2ae, cuestión 57, artículo 3, ad 1.