1. Pero es preciso reconocer que
en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos
de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de
perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y
hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo.
Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más
sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho
uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de
nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el
silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores
entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor
y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más
perjudiciales cuanto lo son menos declarados.
Hablamos, venerables hermanos, de
un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de
sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de
conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario,
hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de
los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia,
como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia
todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la
propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la
categoría de puro y simple hombre.
2. Tales hombres se extrañan de
verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará
de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de
Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente
enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta
no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman
la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el
peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y
el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo
conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur no a las ramas, ni
tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras
más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que
circule el virus por todo el árbol, y en tales proporciones que no hay parte
alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen
por corromper. Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su
táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al
racionalista y al católico, lo hacen con habilidad tan refinada, que fácilmente
sorprenden a los incautos. Por otra parte, por su gran temeridad, no hay linaje
de consecuencias que les haga retroceder o, más bien, que no sostengan con
obstinación y audacia. Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una
vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de
estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con
frecuencia intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de
remedio, sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian
toda autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una
conciencia mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la
verdad lo que sólo es obra de la tenacidad y del orgullo.
A la verdad, Nos habíamos
esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos empleado
con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la severidad y, por
último, aunque muy contra nuestra voluntad, las reprensiones públicas. Pero no
ignoráis, venerables hermanos, la esterilidad de nuestros esfuerzos: inclinaron
un momento la cabeza para erguirla en seguida con mayor orgullo. Ahora bien: si
sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la
religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería
un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombres y de mostrarlos a la
Iglesia entera tales cuales son en realidad.
3. Y como una táctica de los
modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la
verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo
metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y
esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e
indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y
consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas
en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí,
reservándonos indicar después las causas de los errores y prescribir los
remedios más adecuados para cortar el mal.
San Pio X, Encíclica “Pascendi”, 08-09-1907, nnº 1-3.