El sacerdote que fue Párroco de Mater
Admirabilis de Buenos Aires, Mons. Gustavo Podestá, ha pronunciado el domingo
28 de agosto del 2005, una interesante homilía en la que recuerda el rito
penitencial de degradación de un clérigo apóstata. La reproducimos tal cual
figuraba en su página web y que viene bien para comprender la gravedad que la
Iglesia sabiamente siempre le dio a la deserción de uno de sus clérigos.
Solo podemos agregar el
importante contraste que hay hoy, con las reacciones y acciones del episcopado
argentino, luego de la deserción del obispo Bergalló.
Sermón del 22 domingo durante el año.
Ceremonia impresionante, que se
realizaba en las escalinatas de las catedrales frente al inmenso atrio donde se
reunía el pueblo. Ese mismo pueblo que había sido herido por el escándalo de un
pecado público y, más, cuando se trataba de un clérigo. Peor aún si constituido
en dignidad. A los crímenes públicos la Iglesia públicamente los castigaba, ya
que, en verdadera caridad, restituía a los fieles la confianza en la justicia y
probidad de sus autoridades, mostraba la gravedad del delito y, al mismo
tiempo, estimulaba el propósito de enmienda y la penitencia y conversión del
reo.
Allí, en las escalinatas que
subían hacia la puerta del templo, se colocaba un asiento bajo y sin respaldo,
tipo sillón frailuno, llamado 'faldistorio', en el cual se sentaba el obispo
oficiante. A su lado una pequeña mesa con un mantel, en donde, en medio de
cirios apagados, se colocaban las vestiduras sacerdotales junto con un trozo
rectangular de vidrio en forma de cuchillo.
Traían al que, después de juicio
y sentencia, había sido hallado culpable y los clérigos lo revestían, por
última vez, con sus hábitos sacerdotales si era sacerdote, o pontificales si
era obispo o arzobispo.
En medio de un silencio sepulcral
el Obispo celebrante se ponía de pie y comenzaba:
“En nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo. Por cuanto yo (...) Obispo de tal lugar, por gracia de
Dios y de la Sede Apostólica, habiendo sido probado fehacientemente de acuerdo
a los sagrados cánones (o según propia confesión) el crimen del Obispo
o Presbítero tal (...) resultando evidente y público el crimen cometido, y por
lo tanto no solo grave y condenable, sino dañoso a la salud de los fieles, y
aún enorme por la dignidad del que lo cometió, habiendo no sólo ofendido la
divina Majestad sino inferido gravísima conmoción a la ciudad, y por esto
haberse hecho indigno de su oficio eclesiástico, por ello, tanto por la
autoridad de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como por la de
nuestro cargo pastoral, mediante estos escritos lo privamos de todos su cargos
y oficios y, por nuestra palabra, lo deponemos, y, según la tradición de la
Iglesia, lo sentenciamos a ser degradado”.
Luego, con lágrimas en los ojos
-según cuentan frecuentemente las crónicas- el oficiante se ponía de pie y, si
el reo era obispo, le sacaba la mitra de la cabeza, diciendo: “Desnudamos
tu cabeza de la mitra, ornato de dignidad pontifical y que enlodaste en el
ejercicio de tu autoridad”.
A continuación, un acólito traía
un evangelio y se lo ponía al depuesto en las manos. El oficiante entonces se
lo retiraba diciendo: “Devuelve el Evangelio, porque, habiendo
despreciado la gracia de Dios, te hiciste indigno del oficio de predicarlo”.
Después le sacaba el anillo: “Te
arrancamos este anillo, signo de fidelidad a tu esposa la amada Iglesia de
Dios, a quien temerariamente traicionaste”.
Otrosí: “Te quitamos el báculo, para
que no te atrevas más a ejercer el oficio de dirigir que tan gravemente
perturbaste”.
Y, finalmente, la parte más
emotiva. Con el vidrio -sin filo, por supuesto- habiéndole quitado los guantes
ceremoniales -las 'quirotecas'- le raspaba los dedos y las manos simbólicamente
y decía: “En cuanto está en nuestro poder hacerlo, así te privamos de tu
bendición sacerdotal y de tu unción episcopal, para que pierdas el honor y la
gracia de santificar, bendecir y consagrar”.
También pasaba el vidrio por su
frente: “Borramos de tu frente la consagración, la bendición y la unción que se
te confirió, y te deponemos del orden pontifical para el cual te has hecho indigno”.
Al final, conmovido, lo exhortaba
a la penitencia y al arrepentimiento y, si lo que había cometido era un delito
común, lo entregaba al fuero civil.
Esta ceremonia, se encuentra en
el Pontifical Romano anterior al Concilio Vaticano II. En latín. La he
traducido algo libremente para Vds.
Es verdad que este rito en
particular ya prácticamente no se usaba desde hacía tiempo: no era fácil que
ningún obispo sinvergüenza se aviniera a someterse libremente a la degradación.
(No sé si todavía se usa la degradación entre los militares, con la quita de
los galones y jinetas y rotura del sable.) Pero la ceremonia, al menos en los
papeles, estuvo en vigencia por lo menos hasta la aparición del nuevo
pontifical de después de los setenta. Y lo cierto es que nunca se derogó, y no
sería malo que de vez en cuando se utilizara.
De todos modos sí está vigente,
en la parte penal del Código de Derecho Canónico, para cierto tipo de
delitos aberrantes, la expulsión del estado clerical (CIC 1395). No solamente
el pedido o aceptación de renuncia. La Iglesia se muestra realmente
misericordiosa cuando castiga justa y medicinalmente, no cuando, por falsas
solidaridades o lástimas, se hace complaciente con el delito o el pecado y
disminuye su gravedad, tanto peor cuando, el que lo comete, más alto cargo y
responsabilidad ocupa. Como decía el talentoso y silenciado escritor colombiano
Nicolás Gómez Dávila, muerto en 1994, “Lo que aleja de Dios no es el
pecado, sino el empeño en disculparlo”.
Pero aunque dolidos en lo más
profundo de nuestro ser de católicos, avergonzados ante el mundo, sacudidos en
nuestras convicciones humanas, perplejos ante la lenidad con la cual se trata a
uno de los más graves y dolorosos escándalos de la historia de la Iglesia
Argentina, no podemos tampoco extrañarnos demasiado de los extremos pavorosos
de las posibilidades de la indignidad del hombre. En estos tiempos ya hemos
visto absolutamente de todo. Y, aunque la gracia de Cristo en su Iglesia ha
producido y sigue produciendo infinidad de santos en demostración de ese poder
divino capaz de salvar el abismo de todas las debilidades, para que la gracia
nos alcance hemos de ponernos bajo su influjo. Ni la Braun ni la Philips ni
Gillette tienen la culpa de las caras desprolijas o mal barbadas que andan por
ahí; sino el que no los usa. Existen el jabón, el agua y el detergente y,
mientras están al alcance de los bolsillos, no es culpa de estos elementos el
que la gente ande sucia. Tampoco son Dios, ni la Iglesia, ni su doctrina y
sacramentos culpables de los pecados de sus hijos.
No basta ni ser bautizado, ni ser
cura, ni ser obispo, para ser buen cristiano, mucho menos santo: hay que
ponerse bajo el influjo de la gracia, en oración, en penitencia, en fe,
esperanza y caridad vividas. Siempre habrá católicos -incluídos sacerdotes,
monjes y obispos- que se cierren voluntariamente al influjo santificante de
Jesús.
Pero Cristo ya nos había
prevenido que habría escándalos en su Iglesia, y reservaba para ellos metáforas
que hoy parece que es políticamente imprudente mencionar.
Ahí está Pedro, en el
pasaje inmediatamente siguiente al del domingo pasado, ufano de su
nombramiento: Roca, Piedra de la Iglesia, intermediario de la revelación del
Padre, con las llaves de mayordomo de la casa de su Señor en las manos,
pavoneándose a lo mejor frente a los demás apóstoles. Y se pasa de vueltas.
En las costumbres de la época,
los discípulos, frente a sus maestros, debían guardar silencio. Menos todavía
pretender enseñar a nadie estando ellos presentes: "Merece recibir de
Dios la muerte quien se atreve a enseñar la Ley en presencia de su maestro",
dice un pasaje del Talmud. Llegar a lo de Simón: corregirlo, era inconcebible.
Pero, en su torpeza, por lo menos
tuvo la precaución de llevar a su Maestro, Jesús, aparte, lejos del resto de
los apóstoles. Aunque su buena intención humana fue comprensible, la
desafortunada osadía de Simón tratando de apartar a Cristo de su misión divina
para ahorrarle la cruz, fue casi peor que las declaraciones hechas por algunos
eclesiásticos a periodistas o en cartas de lectores defendiendo, con un
humanismo subhumano, lo indefendible. Y allí recibe Simón uno de los reproches
y seguidilla de dicterios más terribles con los cuales la ira de Jesús haya
fulminado a nadie durante su vida terrena: “¡Retírate!”, “¡Satanás!”,
“¡Obstáculo!”.
El '¡retírate!',
reconstruido al arameo original en el cual probablemente habló Jesús, suena
algo así como ¡Halilá Iéka!, difícil de traducir, pero mucho más
fuerte que ‘retírate’, porque unido a una interjección. Algo así como “¡pero!
¡ándate de aquí!” o “¡Maldición! ¡Estás despedido!”. De hecho algunos
intérpretes opinan que el significado exacto de la frase era expulsarlo a Simón
del grupo de los apóstoles -aunque quizá como una mera amenaza; o que Jesús,
luego, lo haya tomado otra vez-. Un verdadero ex abrupto y baldazo de agua
helada para el cándido Simón. Quien, ahora, de ser el que hará de la Iglesia un
bastión contra el cual no podrán los poderes de la muerte, del infierno, se
transforma en nada menos que en Satanás.
Y no es para menos, porque lo que
aconseja Pedro a Jesús es llegar a Mesías terreno, recibiendo todos los reinos
del mundo, aceptando los dictados de la carne y de la sangre, de lo puramente
humano, que, ya sabemos, a la larga, conduce a lo inhumano, a lo aberrante. “Todo
esto te daré si te postras y me adoras”, ya lo había tentado a Jesús,
Satanás en el desierto. Todo te daré: el aplauso de la prensa, de lo
políticamente correcto, de los doctores ‘deshonoris causa’, de los mitrados
amigos de Judas, de las masas estólidas, de los católicos mal formados, -puro
sentimentalismo sin fe-, de los maestros de este mundo, de los ancianos o
senadores, de los sumos sacerdotes, de los escribas y abogados de cuanta mala
causa existe, de los miembros de la Suprema Corte ... ‘si me adoras’, ‘si te
apartas de la cruz’.
¡Retírate de mí! ¡“Vade retro”!
¡Tú eres para mí obstáculo!
Obstáculo. Skándalon, dice
el texto griego original. Escándalo -espantosa palabra-. En griego significa
trampa. Es quizá una onomatopeya que deriva del ruido ‘¡skan!’ que
hacían las antiguas trampas griegas de bronce al soltarse. De esa raíz viene ‘escalón’:
ese que no vemos cuando vamos caminando y nos hace tropezar o caer. En la
Biblia, skandalon traduce el hebreo ‘mikeschol’, piedra saliente
que uno pega sin darse cuenta con el pie, y nos hace vacilar o caer. Estamos
acostumbrados a cosas parecidas los que caminamos por las veredas de Buenos
Aires.
“Y yo te digo tú eres Pedro,
tú eres Piedra”, “tú eres piedra de tropiezo para mí”.
¡Desdichado Simón! ¡En qué pocos
instantes se ha transformado de Pedro, piedra, roca sobre la cual construir la
Iglesia, en roca en la cual tropezar; en escándalo! Y no hizo gran maldad:
quiso solamente actuar de acuerdo a su corazón humano. No quería ver a su
maestro crucificado, no cabía en su mente el heroísmo del que todo daría por
Dios y por su honor de hijo de Dios y por sus hermanos. Mucho menos comprendía
que, si alguien quería seguir al Señor, tenía que tener la misma arrojada
actitud de su jefe. Que no hay para el cristiano lugar para claudicaciones,
cálculo, componendas, mesa de diálogo, rendiciones. Cargar la cruz y seguir al
Señor no es, en labios de Jesús, soportar las minúsculas contrariedades de la
vida, como a veces se interpreta piadosamente, sino ponerse el uniforme de
Cristo y saber que, al menos en el último acto, sin excepción, habremos de
recibir con alegría la orden de lanzarnos a la carga, con la cruz en ristre,
hacia nuestro enemigo la muerte.
Como el soldado que cuando, por
no perder la vida, huye o se esconde y no enfrenta al adversario, o se rinde
cobardemente antes de disparar un tiro, o se sube en un "banquito",
pierde su honor y, para sus camaradas y su conciencia, es un muerto viviente...
¡tanto más para el cristiano cuando se trata de estar al lado o no de Cristo en
orden a la Vida verdadera! “El que quiera salvar su vida la perderá”.
Tanto peor si es general, u obispo, elevado en dignidad. Y el derecho de la
Iglesia afirma que es horrendamente peor el delito de un clérigo elevado en
dignidad, que el de quien no lo es.
¡Pobre Pedro con su pequeño
escándalo de hoy! ¡Horror de los grandes escándalos! Antes que nada los del
error y la herejía, la predicación de falsedades, la ocultación desde el
púlpito de la verdad divina, las liturgias profanadas, escándalos todos que
hieren a la fe. Pero también los escándalos de los malos ejemplos, las
celebraciones y comuniones sacrílegas hechas en estado de pecado, las dobles
vidas, las conductas nefandas de quienes están vestidos de dignatarios de
Cristo... “¡Ay del mundo a causa de los escándalos! -dirá Jesús en el
capítulo 18 de Mateo-. Es inevitable que existan; pero ¡ay de aquel que los
ocasiona!”.
Dios los ayude a convertirse, a
pedir perdón, a hacer penitencia, a reparar el reguero de almas dolidas,
escandalizadas, perdidas, desmotivadas, escépticas que dejan, con iglesias
vacías -y, a lo mejor, groseras adhesiones tumultuosas en las calles o en los
diarios- en el camino de sus culpas.
Aunque en el fuero interno nadie
puede meterse, excepto Dios, que la justa pena ayude siempre en la Iglesia a la
conversión del reo, y nos estimule a todos a buscar nuestra propia salvación “con
temor y temblor” como dice San Pablo, esperando el día cuando, más allá de
la justicia humana -y sus sentencias a veces feroces, a veces homicidamente
benignas- “venga el Hijo del hombre, en la gloria de su Padre, rodeado de sus
ángeles, y entonces pague a cada uno de acuerdo con sus obras”.
Acuda también, con Él, María en nuestra ayuda; y Dios nos
tenga piedad.
Mons. Gustavo Podestá, sermón pronunciado
el 22º domingo durante el año, sobre el escándalo del obispo Juan Carlos Maccarone.
28 de Agosto del 2005.