lunes, 6 de mayo de 2013

El Estado imbécil del liberalismo.



El concepto de la libertad ilimitada y arbitraria, y el concepto agnóstico del mundo inasequible al entendimiento humano, donde se relegan las verdades religiosas, han producido como aplicación política un monstruo singular que se llama Estado neutro. ¡La neutralidad del Estado en materia religiosa! En una sociedad dividida en creencias, ya se refieran al orden natural o al sobrenatural, el Estado no puede tener más que tres posiciones y adoptar tres actitudes: puede representar la mayoría de creencias de esa sociedad, puede representar un fragmento, aun cuando sea la minoría de ellas, o puede intentar la representación de aquello en que coincidan todos.
En el primer caso, hará de lo común regla, que tratará de extenderse y convertirse en única. En el segundo, elevará la excepción a regla común, no expresando la opinión de los más, sino imponiendo la de los menos, aunque, por supuesto, invocando la democracia y la voluntad colectiva. En el tercer caso, la representación de lo que es común por encima de lo que es diferente, es la que suele invocarse para disfrazar el segundo, que es el que se practica. ¿Puede existir ese Estado neutral?
Cuando la división entre las creencias es tan honda que del orden sobrenatural trasciende a las primeras verdades del orden natural; cuando los hombres no están conformes ni acerca de su origen, ni de su naturaleza, ni de su destino, ni, por consiguiente, acerca de sus relaciones, ni de las normas de su conducta, entonces la oposición es tan grande, que el Estado que cruce los brazos en presencia de esas diferencias se encontrará colocado en una situación muy extraña: él se declarará indiferente ante las diferencias, y no será raro que los creyentes y los no creyentes le vuelvan la espalda y se declaren también indiferentes, con una indiferencia que haga causa común con el desprecio, hacia una entidad que no toma parte en aquellas cosas que más interesan a los hombres.
¡Estado neutral! Estado que no sabe nada ni afirma nada acerca de las creencias en un mundo sobrenatural y de las relaciones con él, que no sabe nada acerca del origen del hombre, que ignora cuál es la naturaleza humana, cuál es su destino y cuáles son las normas de su vida individual y social, es un Estado tan extraño, que, al no afirmar nada de lo que a los hombres más importa, al elevar a dogma la ignorancia, que por ser de cosas supremas es la suprema ignorancia, viene a declararse inútil e imbécil.
Imbécil, sí, porque el Estado idiota, como le llamaba gráficamente Campoamor, es aquel que no sabe nada de los problemas que el sepulcro plantea y de los problemas que el sepulcro resuelve. Se declara incapaz de gobernar a nadie quien dice, refiriéndose al orden religioso y al orden moral y al fundamentalmente jurídico: “Yo no puedo afirmar nada de esas cosas, porque no sé nada”. ¿Y cuál es la consecuencia inmediata de ese concepto de Estado neutro? La de no intervenir en esos problemas que él mismo declara que ignora, la de declararse incompetente y dejarlos a los que los conocen, puesto que él se expide a sí mismo patente de incompetencia y hasta de imbecilidad.
Y, sin embargo, hace todo lo contrario. Es el Estado que más interviene. ¿Y por qué interviene? Porque su neutralidad en relación con todas las creencias que luchan y que combaten en la sociedad, no es más que el resultado de un juicio en que las declara dudosas, reduciéndolas a meras opiniones; y al trasladar su parecer a los actos y a las leyes, impone ese juicio, afirmando la negación o la duda, es decir, imponiendo la impiedad, o imponiendo el escepticismo como dogmas negativos de un Estado que, después de ser idiota, viene a declararse Pontífice al revés.
Ese Estado interviene en la enseñanza; y ¡cosa singular, señores! El Estado, que no es agricultor; el Estado, que no es industrial; el Estado, que no es comerciante, aunque tenga la obligación de cooperar y de favorecer al comercio, a la agricultura y a la industria, el Estado se declara a sí mismo, no cooperador ni fomentador de la enseñanza, sino pedagogo supremo y hasta maestro único. ¡Y qué contradicción tan singular! No sabe nada de los problemas más transcendentales, de los que han sido siempre los primeros en todos los momentos de la Historia, y al mismo tiempo no tolera competencias y quiere ser ¡el maestro único! De las generaciones presentes y venideras. Se concibe que un Estado que afirme un orden natural y sobrenatural, que un Estado creyente como el de las edades cristianas, y hasta un Estado budista, o un Estado musulmán, trate, sirviendo como de instrumento a la creencia que profesa, de llevarla a la práctica y de infundirla; pero que un Estado que se declara a sí mismo interconfesional, que declara que no sabe nada de lo que no debe ignorar nadie, ni por obligación, ni por cultura, se declare a sí mismo incompetente, primero, y el más competente, después, para intervenir en la enseñanza, eso es el absurdo. Y, sin embargo, ved cómo interviene. La gradación es la siguiente: primero se declara potestativa en la enseñanza la enseñanza religiosa; después se declara neutra la escuela, y más tarde se suprime la religión hasta en las escuelas privadas, centralizando la enseñanza en las públicas, y dispersando a los maestros religiosos para que detrás de la ignorancia religiosa venga el odio de la escuela francamente atea.

Juan Vázquez de Mella. Examen del nuevo derecho a la ignorancia religiosa. Visto en El Martiner Carlí.