viernes, 10 de mayo de 2013

El humor y su fuente.



Alguien me dijo: -”Vos tenés que escribir cosas de humor” - después de leer un pequeño escrito mío hecho con ese espíritu. Pero es difícil escribir algo de humor desde Buenos Aires, la ciudad del tango triste y amargo. Fruto de una visión sensiblera y superficial de la vida. Fruto de una mentalidad resentida por la ignorancia de lo verdadero y por la inmadurez del alma. Estamos hoy, además, asediados por el rock, esa bestia que no solo desconoce lo que es la alegría, la verdadera alegría, la cual debiera ser la manifestación normal y natural de la gente joven,  sin embargo esta “música” odia la vida misma y ama la muerte. Ama el suicidio. Su música, la del rock, suena como los gritos de los condenados en el infierno. No es una buena música. No hace bien. No puede hacer bien. Al menos no está creada para hacer algún bien. A no ser que sea considerado un bien el rebelarse contra la existencia y contra todo. A no ser que se considere un bien instalar el infierno aquí mismo. Sus “conciertos” son un aquelarre. Una noche de brujas. Un ritual satánico. Allí no hay ni alegría, ni buen humor. Sino un ambiente irrespirable de humo, llamas de bengalas, oscuridad, aturdimiento, gritos rabiosos, confusión, aullidos desesperados, imágenes infernales y desasosiego. Esto no puede nunca engendrar alegría de la vida, sino una acedia ante la vida.
Si, parece haber muerto definitivamente el humor  en Buenos Aires - me refiero al buen humor. Porque yo vivo aquí, me crié aquí, en esta ciudad, y lo sé. Aunque me atrevería a decir que parece haber muerto el buen humor no solo en Buenos Aires, sino en todo el mundo (pues también nací y me crié en este mundo).  Y, me refiero al buen humor. Tal vez se deba esto a que el mundo está enfermo, muy enfermo. Pues el humor, el buen humor, es como un síntoma de salud, de buena salud. De buena salud del espíritu. De buena salud del alma. De buena salud de la mente. El buen humor nace de un equilibrio interior, en donde las pasiones no luchan entre sí, sino que conviven en armonía. Están contenidas. No destruidas. Las pasiones conservan todas sus fuerzas pero están ubicadas cada una en su sitio  (aunque, a veces, alguna de ellas, reclame una supremacía indebida sobre las otras). De allí viene el término: “estar  contento”. Estar contento significa estar contenido, es decir, dueño de sí mismo. A un río al que le quitaran de pronto las paredes de su  cauce que le contiene, perdería no solo la fuerza de su caudal sino que dejaría de ser río, perdería su ser,  desaparecería con la dispersión de sus aguas. Sería absorbido por la tierra. Estar contenido. No arrastrado por los vientos, vengan estos desde afuera o desde adentro. Es el señorío sobre sí mismo. Es la alegría de la victoria en el interior nuestro, desbordando luego, generosamente, en el buen humor. El buen humor no significa carcajadas ni ruido exterior. Es una alegría en paz. Es una alegría serena  producida por la paz interior. Jamás es ruido que aturde. En cambio, la mala salud, que es una ruptura del equilibrio homeostático, como dicen los homeópatas, se manifiesta en el síntoma de la tristeza y del mal humor, o en un humor resentido y amargo. La mala salud es la manifestación de algo que se ha roto adentro. El buen humor es como una manifestación de la alegría interior producida por una plenitud del ser. El desborde de una abundancia de vida interior. El desborde de una riqueza interior.


El buen humor cuando se muestra se dirige al intelecto. El buen humor no es “lo cómico”. Lo cómico se dirige más bien a los sentidos. Es más exterior. Por eso produce manifestaciones más ruidosas, como la carcajada. El buen humor es más interior, va al goce de la inteligencia. Puede producir una sonrisa, nunca una carcajada. Y estamos siempre refiriéndonos al buen humor. No al humor “ácido o corrosivo” de nuestros días, tan elogiado como una gran manifestación “intelectual” cuando no es más que el producto del resentimiento y del odio más carnal y material. Y, lo intelectual, no reside allí, sino en el espíritu. Es cierto y está bien aplicarle el calificativo de “corrosivo” porque su “misión” consiste en corroer, en destruir a modo de un ácido. E intenta destruir, generalmente, lo que él mismo considera como “malo” por oposición a sus propios gustos o intereses (porque no existen solo intereses económicos) también existen intereses morales o, mejor dicho, inmorales. Son aquellos intereses adulantes de nuestras pasiones, de nuestras malas inclinaciones, de nuestras debilidades, de nuestras secretas envidias, de nuestro orgullo y amor propio. Ocultos, muchas veces, bajo apariencias de justicia, de altruismo, de filantropía, y todo ello, ni siquiera es el verdadero objeto de su afán destructivo y corrosivo, sino el de favorecer alguna pasión propia, algún “pecadito” favorito. Muchas veces, como dijimos, este “humor corrosivo y disolvente” sirve a modo de encubrimiento de sus verdaderos deseos: la liberación de las propias pasiones y, especialmente, del egoísmo y el orgullo. El humor corrosivo y amargo no brota de una rica plenitud y alegría interior, ni tampoco es el producto de un gozo y plenitud  interior, tal como el del buen humor. Este humor es incapaz de generar una sonrisa, a lo sumo  engendra una mueca de dientes apretados antes que una sonrisa. El buen humor es como la buena música que armoniza con los misteriosos y profundos acordes de nuestra alma. El buen humor nos hace exclamar: “¡Qué bueno que está esto!”. El humor corrosivo, en cambio, dice: “Realmente esto debe ser pisoteado, destruido”. El humor ácido nace de un desencanto de la vida. No cree que nada pueda ser bueno. Que nada merezca existir. Elogia el poder del mal como el único real y digno de tener en cuenta en este mundo. Y lo elogia burlándose de lo realmente bueno porque no lo comprende y,  lo que es peor, no quiere comprenderlo. Envidia lo bueno como una quimera inalcanzable. Como una ilusión. Se burla de él. Y la burla tiene algo de satánico. No nace de un buen espíritu. Es el “humor” del desesperado. Del que ha perdido ya toda esperanza y se refugia en el odio. Como es incapaz de amar, opta por el odio. Como si éste fuera un valor real. El odio no tiene esencia propia. Su designio es destruir lo que está construido. Su afán es destruir el ser. Ama el no ser. Ama la nada. Es diabólico. No cabe en su cabeza desquiciada el: “Y vio Dios que era bueno”, de su acto creador. Se elogia hoy en día al llamado “transgresor”, pero su oficio es solo destruir lo ya hecho. El elogiado “transgresor”  - elogiado por su fácil y aparente valentía (aunque no es valentía alguna saberse apoyado por “todo el mundo”  y sostenido por poderosos  interesados). El transgresor no es un creador. Eso significaría un esfuerzo que es incapaz de hacer, es simplemente un destructor. Destruir es siempre más fácil que crear. Su oficio es destruir lo que otros construyeron. Él no construye nada. No hace nada positivo. No crea nada. Si, por ejemplo, no existieran leyes, ¿Qué podría él transgredir? Si no existieran cosas construidas por otros que las crearon con esfuerzo ¿De qué viviría? ¿Cómo sería posible su propia existencia?
El buen humor no es tal porque es iluso o porque no ve la realidad. El buen humor no cree en “la ilusión”. Se goza con y en la realidad porque la ve desde su óptica divina. El único buen humor es sólido porque vive de lo real. Comprende, en cuánto está a su alcance, el fin o el destino de los seres y  de las cosas. Por eso mismo da gracias. Por eso puede alegrarse realmente y estar de buen humor, aún en medio de la lucha y de los reales sufrimientos de esta vida. No niega la “existencia” del mal en el mundo, pero tampoco niega el bien. El bien verdadero sobrepasa en calidad a la abundancia o cantidad de mal. Y no solo lo compensa sino que lo vence en el fondo… en el fondo y en el jardín, por decir así. En lo interior y en lo exterior. Y una de sus manifestaciones es precisamente el buen humor. A pesar de las llamativas y aparentes victorias del mal. A pesar del mal que existe como una carencia de ser en las cosas, sabe su sentido, sabe el “por qué”. Por eso puede seguir teniendo “buen humor”. No se trata de una autosugestión, ni tampoco de una ilusión inventada para poder soportar esta vida o darle un sentido. Por supuesto que la vida y todas las cosas en que nos movemos y existimos tienen un sentido, tienen un “por qué”,  pero no podemos reemplazar ese “por qué” con cualquiera otro “por qué” inventado por nuestro pobre y limitado ingenio humano. Solo puede bastarnos aquel que es el verdadero y real. Toda la creación es una sobreabundancia de la riqueza divina y del amor divino que busca darse. La Creación está coronada, a modo de estribillo,  en cada una de sus etapas, con esta expresión gozosa que nos reveló el mismo Creador: “Y vio Dios que era bueno”. Tenemos inevitablemente que meternos en el terreno teológico. No hay otro lugar adónde ir a buscar respuestas sobre qué significa “todo esto”. No lo hay ahora, ni lo hubo antes, ni lo habrá después. Buscando solo sobre la superficie del mar nunca conoceremos la profundidad del mar, qué cosa se esconde en sus profundidades. No esperemos respuestas de las solas ciencias que navegan solo sobre la superficie de las cosas ignorando su invisible, profundo y verdadero fundamento de ellas, que está en la mente creadora de Dios, sobrepasando infinitamente la inteligencia humana. Él les dio un sentido y un por qué a todas y a cada una de las cosas. Nada existe de por sí, ni porque si. Es una ilusión pensar que el hombre con solo la técnica experimental pueda llegar a conocer aquello que está infinitamente fuera de su campo. Buscar en las causas materiales lo que tiene su origen fuera de ellas es una empresa inútil. Los  “hallazgos” de las ciencias experimentales solo han servido para confirmar su inutilidad con respecto a las causas más profundas de su existencia y el misterio insondable de la inteligencia que tan sabiamente las produjo. Pero, claro, qué bueno sería si realmente nada existiera fuera de nosotros, esto nos convertiría ipso facto en dioses, es decir, en dueños supremos de nuestro destino. Nosotros mismos decidiríamos cuál sería nuestro destino. Nos inventaríamos uno y podríamos decidirlo de acuerdo a nuestro gusto. En realidad al gusto de cada uno. Así que habría tantas respuestas sobre este enigma de la existencia y destino de las cosas como hombres en el mundo. Tantas teorías como los antojos de cada uno. Pero los hombres somos seres sociales. Cada uno de nosotros necesita de todos los otros. Hemos sido hechos así. Hemos sido creados así. Pero vivir en sociedad sería imposible entre seres que se condujeran cada uno solo según sus antojos y caprichos. ¿Qué sería entonces “lo bueno” y qué “lo malo”? Cosas innumerablemente distintas para unos y para otros según su egoísmo. Pero ¿Quién puede decir qué es bueno y qué malo para la naturaleza del hombre sino aquél que lo creó con un fin determinado dentro de toda la creación? Ningún hombre, por el solo hecho de serlo, posee de por sí la autoridad para decidirlo. Porque el hombre es solo una criatura. Solo un ser creado. Pequeño e insignificante ante el todo. Absolutamente prescindible por sí mismo. Terrible humillación para el orgullo de muchos. “El principio de la sabiduría está en el temor de Dios” dice la Escritura Sagrada. Reconocer en un acto de humildad esta verdad básica para todo hombre, paradójicamente, es un  principio de real liberación. Es el inicio del camino hacia la luz y hacia la verdadera liberación. Porque es el inicio del camino hacia nuestro verdadero destino que está más allá de lo que podemos imaginar. Allí hallaremos por fin la comprensión del por qué nos puso Dios aquí. No son un capricho divino, por ejemplo, los mandamientos que Él nos reveló. Responden a las reales necesidades de nuestra naturaleza creada de seres individuales y sociales y dependientes. Los mandamientos de la ley de Dios completan y enriquecen nuestro ser. Le mantienen en el recto camino de su realización, individual y colectiva. El comenzar a  vivir esto es comenzar a entenderlo todo. Eso produce en nosotros la paz y la alegría interior. Esto produce también el buen humor (hablando solo desde un punto de vista puramente humano) porque “los frutos del Espíritu son gozo y paz”, dice San Pablo. Y también el buen humor tiene que ver con ello, a modo de un estado no solo espiritual sino también psíquico. Pero en sus honduras rastreamos algo mucho más profundo y elevado que es la vida del espíritu en comunión con Dios. No podremos, sin Dios, ni siquiera tener buen humor. El mal humor es una rebeldía hacia Dios y toda la creación, en cierto sentido. El llamado humor ácido es en general una expresión de este estado de espíritu. Usando de este humor se busca corroer y destruir todo lo que queda de las instituciones tradicionales, nacidas de una cosmovisión de la vida. Rechazarlas solo logra el suicidio de la sociedad. ¿Es más feliz la sociedad por este camino? Solo basta mirar alrededor. Las manifestaciones artísticas - verdadero testigo y manifestador del espíritu que alienta en una sociedad - han caído en lo bajo, lo vulgar, lo cruel, lo deshonesto, lo impúdico, lo superficial, lo estúpido, la desesperación, el nihilismo, el odio hacia lo bueno y santo, la burla de lo sacro, lo diabólico y, desde allí, nos auguran un negro y amenazante futuro, dominado por la frialdad de la máquina y la tecnología. Un futuro inhumano. No hecho para el hombre. Un mundo sin buen humor. Con estúpidas distracciones “para pasar el tiempo”, para tapar ese vacío de cálida humanidad. Un mundo futuro no hecho para seres de carne y espíritu sino para máquinas, u hombres máquinas: para robots. Los esclavos en la antigüedad aún podían rebelarse como seres humanos que eran, pero los hombres-robots no se rebelarán. Han perdido partes esenciales de su humanidad. Mejor dicho, han sepultado su verdadera humanidad debajo de toneladas de tornillos y de acero, conformados y estructurados por las frías ideologías racionalistas y ateas. No podrán rebelarse a esto. La única cosa que hace posible la libertad es el conocimiento de la Verdad y la Verdad solo se revela o desvela al espíritu, no a la carne y, menos a un robot, a un hombre programado para obedecer a sus amos tecnocráticos. Un robot jamás podrá tener ni siquiera buen humor.


El humor y la caridad

Podríamos decir que el humor, el buen humor, es también una de las manifestaciones de la caridad, de la generosidad y de la magnanimidad del corazón. La caridad es como la amalgama de la sociedad y, el buen humor es como una de las facetas visibles de la caridad. El buen humor une, atempera la ira y busca siempre alguna “excusa” para justificar, de algún modo, al que le ha ofendido, o creemos que lo ha hecho. Enancha el corazón. El buen humor puede ser también una característica de la humildad. Reírse de sí mismo es bueno, en la medida en que es verdadero, es decir en la medida en que parte de un conocimiento real y más profundo de sí mismo,  de nuestra nada, es una gracia especialísima de Dios. Ello nos enseña ciertamente a tener paciencia con nosotros mismos y nos impide, de algún modo, de caer en la desesperanza o desesperación, que es una falta de fe en la misericordia divina y en su siempre positivo auxilio. Es una gracia de Dios muy grande vernos, aunque sea un  poco, en nuestra real dimensión, en nuestra real pequeñez. Nos acercamos así más a Cristo. Y Cristo mismo tuvo hacia nosotros un santísimo y especialísimo buen humor. Un humor cargado de misericordia y amor hacia nosotros, sus pequeños – como nos llamó muchas veces.
No hay mención, en los Santos Evangelios, de que Cristo haya reído. Sin embargo mucho de sus consejos no pudieron proferirse sin una sonrisa. Y esto no hacía falta de ser mencionado siquiera. Y menos en la sobriedad y en lo escueto de los Evangelios. Está muy bien, por ejemplo, en esa obra de arte que es la película de Mel Gibson, La Pasión de Cristo, cuando, en uno de sus “flash back”, nos muestra a Nuestro Señor en su sermón de la Montaña diciendo: “Porque si amáis solo a los que os aman ¿qué hacéis de más?” remarcando este “¿qué hacéis de más?” con una sonrisa y un gesto amable. “Amable” de, dado con caridad, con amor.
El buen humor es signo de un buen espíritu. Y buen espíritu quiere decir tener en cuenta al prójimo como a quién siempre que hay darle un bien. Sea éste material o espiritual, o aún meramente psicológico, “hacerlo sentir bien”. Antes solía decirse de una persona, a modo de elogio, que era alguien “muy atento”. Significábase con ello que se trataba de alguien preocupado justamente de hacer sentir bien a los demás atendiendo a sus necesidades del momento. Recuerdo a san Pablo cuando decía “me hago todo con todos, para salvarlos a todos”, significando el mayor bien que se le puede ofrecer a alguien: el conocimiento de la Verdad y, con ello, la Salvación eterna.  Y nuestro Señor nos enseñó a ver en el prójimo, a Él mismo: “Cuando disteis un vaso de agua a quien os lo pidió, conmigo lo hiciste”. Sería como carente de “algo” (algo inasible tal vez, pero, sin embargo, sentido) si no se hiciera esta acción  de dar el vaso de agua, con un gesto buen humor, de buena voluntad,  con un gesto amable, con un gesto de caridad y nobleza de corazón.
Hay la anécdota de un santo, Santo Tomás Moro, quien no quiso hacer sentir mal ni siquiera al verdugo que, en instantes, le cortaría la cabeza. Le dijo, entregándole una moneda, (creo que esto de la moneda era uso común en estos casos, en aquellos tiempos) diciéndole: “No temas hacer tu trabajo que, de un solo golpe, me mandas a Dios”. Sus envidiosos y malhumorados (el mal humor suele engendrarse en un mal interior, como dijimos más arriba). Sus malhumorados  enemigos, al escucharle, le espetaron: “¿Cómo estáis tan seguro de que Dios te recibirá?”  Calificando así a Tomás de presuntuoso. A lo cual Tomás respondió, seguramente inspirado por el Espíritu Santo: “Dios no puede rechazar a quien con tanto amor va hacia Él.”  Santo Tomás Moro dijo esto seguramente con la sencillez de su buen humor. Pues éste es, justamente, no solo el santo del buen humor sino quien compuso hasta una oración pidiendo este don a Dios, el don del buen humor.
Cerraremos estas pequeñas reflexiones con la oración de este gran Santo inglés:

Concédeme, Señor, una buena digestión,
y también algo que digerir.

Concédeme la salud del cuerpo,
con el buen humor necesario para mantenerla.

Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar
lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante
el pecado, sino que encuentre el modo de poner
las cosas de nuevo en orden.

Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento,
las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no
permitas que sufra excesivamente por ese ser tan
dominante que se llama: YO.

Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas,
para que conozca en la vida un poco de alegría y
pueda comunicársela a los demás.

Así sea.

Carlos Pérez Agüero