Hemos visto el Domingo pasado que Judas
Tadeo, el Otro Judas, interrumpió el Sermón-Despedida de Cristo diciendo: “Y
bueno, vamos a ver, ¿por qué demonches te mostrarás a nosotros y al mundo no?”
Habla con la idea mesiánica vulgar del triunfo externo y terreno del Rey
Mesías; idea que a los fariseos los llevó al error y al furor, y que no estaba
ausente de los apóstoles: era uno de esos prejuicios comunes. Es exactamente lo
que dijeron cuando comenzó a hacer los primeros milagros: “¡Muéstrate al
mundo!” “¡Publicidad, publicidad! ¡Propaganda!” Ellos esperaban la “Epifaneia”,
la “Manifestación” espectacular y gloriosa — que en las mentes groseras o
apasionadas significaba el “nacionalismo”; o sea, la sublevación general, la
expulsión de los Romanos, la independencia, la instauración de la Nueva Israel
de los Profetas y de la Nueva Jerusalén, “Visión de Paz”.
Pero los Apóstoles
consternados estaban escuchando entonces una cosa diferente: Cristo hablaba de
otra clase de paz, no de la paz después de la victoria, sino de una misteriosa
derrota. Hablaba de caridad fraterna, no de guerra; del Espíritu Santo, no de
Judas Macabeo; de que el mundo iba a triunfar y ellos habían de entristecerse,
de que se iba y no lo verían más; del Príncipe de este mundo, el que no tiene
parte alguna en El, pero al cual no dice que El va a arrollar; al contrario.
Cristo habla de cosas desconocidas, lejanas y espirituales. ¿Y el Reino de
Israel?
Cristo no responde
directamente a Judas Tadeo, no discute: hubieran podido argüirle con el Rey de
sus Parábolas, con el Sultán que hace el convite de bodas y excluye
furiosamente a los remisos, el Sultán que hace pasar a cuchillo a los que se le
sublevan... ¿Jesús mismo no se había proclamado heredero Erecto de David y
mayor que Salomón?
Cristo responde
indirectamente: repite los cuatro o cinco temas de este Coloquio-Testamento,
como un gran sinfonista: su vuelta al Padre, la venida del Espíritu de Dios,
el momentáneo triunfo del mundo... añadiendo tres cosas raras, que son tres
grandes puntos teológicos: la inhabitación de Dios en el hombre (“si
alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos en él y
haremos en él mansión”); la función del Espíritu Santo (“el
Parácleto, que mandará el Padre en mi nombre, él os enseñará todo, y os
sub-recordará todas cuantas cosas yo os dije”) y por fin una palabra
inesperada: “El Padre es mayor que yo”.
La venida en nosotros
del Padre y el Hijo no es otra cosa que el Espíritu Santo: que es el lazo
inseparable del Padre y su Verbo, el amor de Dios en Dios. No fue desconocida
a los filósofos y místicos paganos una habitación de Dios en el hombre: “Est
Deus in nobis, agitante caléscimus illo”, dijo Ovidio, repitiendo un tema
poético común, que está ya en Lucrecio; y Séneca Estoico: “¿Te asombras de que
un hombre vaya a los dioses? Pues un dios viene a los hombres, más aún en
los hombres: ninguna sin un dios hay mente buena” (Epist. LXIII).
Mas el judío Filón habla continuamente del Dios que habita nuestra mente. Pero
hablan de una cosa muy distinta de la de Cristo, de esta presencia invisible,
personal y amorosa.
Lucrecio habla de
la naturaleza, y concretamente en este punto de la acción de Venus, la diosa
del instinto amoroso; Ovidio habla de la inspiración poética, atribuida a la
Musa Polimnia; Séneca de acuerdo a la teoría estoica entiende una especie de
moción general y providencia vaga; y Filón llama “dios” a la razón del hombre
bien informada y orientada hacia el bien. Cristo en cambio habla de la
gracia, una realidad que nos injerta en Dios como un sarmiento en una cepa;
de una vida humana vuelta divina de un modo humilde e imperceptible, como en la
Encarnación. Y esta presencia no es una nueva revelación, ni una visión, ni un
éxtasis metafísico pasajero, como en Plotino y los neo-platónicos; es algo que
está humildemente, cuotidianamente, prosaicamente en todos los que están en
gracia, por sencillos que sean: “si alguien me ama...”
Eso es el Espíritu
Santo en nosotros; no nos hace grandes filósofos. No hace nada nuevo: nos sub-giere,
nos “recuerda desde abajo” (como dice el texto griego) simplemente
todo lo que Cristo dijo. ¿Y para qué, entonces? ¿No basta decirlo Cristo? Y sin
embargo “nos enseña todo”, todo de nuevo. Porque una cosa es la voz
exterior, otra la voz interior: otra y la misma. Hemos visto que la fe se
compone como de dos elementos: primero los hechos históricos y la doctrina que
nos viene de afuera ; después (y al mismo tiempo) la iluminación y el
consentimiento que nosotros hacemos colaborando con Dios : el consentimiento a
la gracia. "¿Cómo creerán si no oyen? —dice San Pablo— ¿y cómo
oirán sin predicante? La fe viene del oído... “De hecho vemos que la
predicación en algunos no hace ningún efecto; porque un hombre puede llevar un
caballo al río, pero ni diez hombres pueden hacerlo beber si no quiere. O
mejor dicho, no es que no haga ningún efecto, es que hace efectos contrarios a
la fe, efectos de resistencia en muchos. Bajo la actual indiferencia religiosa,
un furor sordo o una nostalgia sorda encueva. Ella será invisible en las
masas, pero se abre lugar y sale a luz en la literatura contemporánea, por ejemplo,
sobre todo en el sector que hemos llamado “literatura de pesadilla”. La
desesperación actual no es la “desesperación pagana” del viejo Catulo o del
viejo Lucrecio: es más aguda y está orientada. Una sorda nostalgia de la fe
palpita en Kaffka o en Simona Weil; un furor contra la fe en Joyce o en
Andreief; y toda clase de ídolos muertos o supersticiones incluso pueriles en
las masas descristianadas. Lo que va a salir de esto, yo no lo sé. “El que
no me ama, no guarda mis palabras”. No tendrá paz, tendrá una paz falsa, “como
la da el mundo”. Yo os dejo la paz, os doy mi paz, no como la da el mundo.
“El Padre es mayor que yo”. Esta
es la palabra de que se prevalieron los arrianos para negar la divinidad de
Cristo: herejía de los primeros siglos, que duró cinco siglos, cundió en el
ejército romano y entre los reyes bárbaros (Leovigildo, Recaredo) y amenazó
ahogar la Iglesia; pero hay arrianos sutiles o burdos aún hoy: muchos de los
protestantes y modernistas (si no todos) son arrianos, o nestorianos o
socinianos hoy día. “Si me amárais, os alegraríais de que vaya al Padre; porque
el Padre es mayor que yo”. ¡Vaya una razón!
Cristo no se va a
contradecir cada diez minutos: estaba repiténdoles con insistencia que El y el
Padre eran uno, que lo que El les decía lo decía el Padre, que el que lo veía a
El veía también al Padre, y que el Espíritu Santo era el Espíritu de Él y del
Padre. Esta palabra divergente: "mi Padre es mayor que yo" tendrá
pues explicación... Tiene tres explicaciones.
Dicen algunos
Santos Padres (Atanasio, Gregorio Nacianzeno) y Tertuliano que Cristo se dice
menor que el Padre porque procede del Padre en la eterna generación divina. Eso
era llamarse "menor" en un sentido enteramente impropio y aun equívoco;
que por lo demás nada tiene que ver con el discurso actual y disuena de él.
¡Valiente consuelo para los Apóstoles! ¡Ininteligible! Por lo demás, tampoco
sabían ellos todavía la Trinidad claramente.
Segunda, decir que
Cristo entonces "habló como, hombre y no como Dios", evasiva con que
se descartan algunos comentaristas baratos, es justamente lo que diría un
arriano — y es absurdo en este caso. Jamás habló Jesús como puro hombre; ni
podía tampoco, sin fingir o mentir.
La exégesis de San
Cirilo de Jerusalén es la buena: Cristo habla como Dioshombre, y como hombre
que está en esa situación particular: frente a su Pasión y Muerte, presto a ser
hecho no sólo varón de dolores sino “gusano y no hombre”: cosas
que al Padre no podían alcanzar; mas cuando volviera al Padre, sería igual al
Padre aun en ese aspecto de la gloria ya inconmutable. Volvería a reasumir su
divinidad que nunca dejó, oculta ahora a los ojos de la carne, y como “vaciada”
según la palabra de San Pablo: “exinanivit semetipsum”, se aniquiló a
sí mismo, tomando figura de siervo. Mas lo que tenían los Apóstoles delante de
los ojos era esa figura de siervo; y de acuerdo a eso había que hablarles.
Entonces sí la frase
es un consuelo y encaja perfectamente en el contexto. Los Apóstoles podían alegrarse
por amor a Cristo de saber que iba a superar su dura tortura y derrota,
asimilándose después al Padre incluso con su misma naturaleza humana: “porque
mi Padre está ahora mejor que yo, aunque seamos iguales...” —quiso decir
Cristo.
¿Así que Dios mora
en nosotros? No me parece los días de viento Zonda. No se ve mucho Dios en Sisebuta.
No se ve la gracia los días de elecciones. “Creo en la gracia porque no la veo”,
dijo César Pico; lo cual es exacto; se cree lo que no se ve; pero si de ninguna
manera la viéramos, no podríamos creer en ella. La vemos a veces en sus
efectos, por lo menos en sus efectos totales. Los Apóstoles vieron venir al
Espíritu en forma de viento impetuoso y lenguas de fuego. Después del .día de
Pentecostés los Apóstoles cambian, parecen otros hombres: “iban gozosos
delante del Sinedrio a padecer por el nombre de Cristo contumelia” los que
no querían creer ni a la Magdalena ni a las Santas Mujeres ni a Pedro — los
que no acababan de creer ni el día de la Ascensión, los que huyeron
despavoridos del Sinedrio cuarenta días antes. Pedro negó a Cristo y después
fue mártir. Pablo persiguió a los cristianos y después convirtió a la
gentilidad. Una fuerza sobrehumana propaga y sostiene la Iglesia.
En la vida de
cualquier cristiano no hay milagros; pero puede ser que mirada en su conjunto
no deje de ser algo milagrosa. Vivió cristianamente, tropezó, cayó, se levantó,
creyó, esperó, acabó y se fue; no dejó nada en la historia; pero... hizo lo que
otros declaran imposible, perseveró en lo que otros tienen por locura, duró
derecho a través de las vicisitudes de la vida, no perdió la línea y temblaba
el suelo, fue una cosa igual a sí misma cuando en cada hombre hay tantos
hombres diversos, y en el mundo tantos contrastes e incoherencias. Parecía que
había una voz escondida en su fragilidad infinita, un silbo, un compás, un
Apoyo y un Coestante; que eso significa en griego Parácleto: el que está
junto: —el Apoyo, el Co-estante.
Cosa curiosa:
cuando creó a la mujer, Dios dijo que hacía una “ayuda” para el hombre; y la
palabra con que se designa aquí al Espíritu de Dios es “ayuda” — “Parácleto”:
puntal, soporte, refuerzo.
R.P. Leonardo
Castellani, Tomado de “El Evangelio de Jesucristo”.