Primeramente, definamos en pocas palabras el
liberalismo, cuyo ejemplo histórico más típico es el protestantismo. El
liberalismo pretende liberar al hombre de toda restricción no querida o
aceptada por él mismo.
Primera liberación: la que libera a la inteligencia
de toda verdad objetiva impuesta. La verdad debe ser aceptada diferentemente
según los individuos o los grupos de individuos; por tanto, debe ser
necesariamente repartida. La verdad se hace y se busca sin fin. Nadie puede
pretender tenerla exclusivamente y en su totalidad. Es de imaginar cómo se
opone eso a Nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia.
Segunda liberación: la de la Fe que nos impone
dogmas, formulados de manera definitiva y a los cuales la inteligencia y la
voluntad deben someterse. Los dogmas, según el liberal, deben ser pasados por
la criba de la razón y de la ciencia, y eso de modo permanente, dados los
progresos científicos. Resulta, pues, imposible admitir una verdad revelada
definida de una vez para siempre. Se advertirá la oposición de este principio a
la revelación de Nuestro Señor y a su autoridad divina.
Por último, tercera liberación: la de
la ley. La ley, según el liberal, limita la libertad y le impone una coacción,
primero, moral, y luego, física. La ley y sus restricciones salen al paso de la
dignidad humana y de la conciencia. La conciencia es la ley suprema. El liberal
confunde libertad con licencia. Nuestro Señor Jesucristo es la Ley viviente;
vemos, pues, cuán honda es la oposición del liberal a Nuestro Señor.
Consecuencias
del liberalismo.
Los principios liberales tienen por
consecuencia la destrucción de la filosofía del ser y el rechazo de toda
definición de los seres para encerrarse en el nominalismo o en el
existencialismo y el evolucionismo. Todo está sujeto a mutación, a cambio.
Una segunda consecuencia, igualmente grave —si
no más— es la negación de lo sobrenatural; por lo tanto, del pecado original,
de la justificación por la gracia, del verdadero motivo de la Encarnación, del
Sacrificio de la Cruz, de la Iglesia, del sacerdocio.
Toda la obra realizada por Nuestro Señor se
falsea y ello se traduce en una visión protestante de la Liturgia del Sacrificio
de la Misa y de los Sacramentos, que ya no tienen por objeto la aplicación de
la Redención a las almas, a cada alma, con el fin de comunicarle la gracia de
la vida divina y prepararla para la vida eterna por la pertenencia al cuerpo místico
de Nuestro Señor, sino que en lo sucesivo tienen por centro y motivo la
pertenencia a una comunidad humana de carácter religioso. Toda la reforma
litúrgica se resiente de esa orientación.
Otra consecuencia: la negación de toda
autoridad personal, participación en la autoridad de Dios. La dignidad humana
exige que el hombre no esté sometido sino a lo que él consiente. Como una autoridad
resulta indispensable para la vida de la sociedad, el hombre no admitirá más
que la autoridad aceptada por una mayoría, porque representa la delegación de
la autoridad de los individuos más numerosos en una persona o en un grupo
determinado, dado que siempre la autoridad no es más que delegada.
Ahora bien: esos principios y sus
consecuencias, que exigen la libertad de pensamiento, la libertad de enseñanza,
la libertad de conciencia, la libertad de elegir su religión; esas falsas
libertades que suponen la laicidad del Estado, la separación de Iglesia y
Estado, han sido constantemente condenadas, a partir del Concilio de Trento,
por los sucesores de Pedro y, en primer término, por el propio Concilio de
Trento.
Condenación del liberalismo por al Magisterio de la
Iglesia.
La oposición de la Iglesia al liberalismo
protestante provocó el Concilio de Trento, lo cual explica la notable
importancia que tuvo ese Concilio dogmático en lo referente a la lucha contra
los errores liberales, a la defensa de la verdad, de la Fe, y en particular a
la codificación de la Liturgia del Sacrificio de la Misa y de los Sacramentos
mediante las definiciones relativas a la justificación por la gracia.
Enumeraremos algunos documentos entre los más
importantes, que han completado y confirmado la doctrina del Concilio de
Trento:
— La Bula “Auctorem fidei” de Pío VI
contra el Concilio de
Pistoia.
— La Encíclica “Mirari vos” de
Gregorio XVI contra
Lamennais.
— La Encíclica “Quanta cura” y el “Syllabus”
de Pío IX.
— La Encíclica “Immortale Dei” de León
XIII, que condena
el derecho nuevo.
— Las Actas de San Pío X contra Le Sillon y el
modernismo, en especial el decreto “Lamentabili” y el juramento
antimodernista.
— La Encíclica “Divini Redemptoris” del
Papa Pío XI contra
el comunismo.
— La Encíclica “Humani generis” del
Papa Pío XII.
Por lo tanto, el liberalismo y el catolicismo
liberal siempre han sido condenados por los sucesores de Pedro en nombre del
Evangelio y de la Tradición apostólica. Esa conclusión evidente tiene primordial
importancia para determinar nuestra actitud y manifestar nuestra unión indefectible
al magisterio de la Iglesia y a los sucesores de Pedro. Nadie más que nosotros
tiene hoy mayor adhesión al sucesor de Pedro cuando se hace vocero de las
tradiciones apostólicas y de las enseñanzas de todos sus predecesores.
Porque en la definición misma del sucesor de
Pedro está guardar el depósito y transmitirlo fielmente. Sobre ese punto el
Papa Pío IX proclama
en Pastor AEternus: “En efecto, el Espíritu Santo no ha sido prometido a los
sucesores de Pedro para permitirles publicar, según sus revelaciones, una doctrina
nueva, sino para custodiar estrictamente y exponer fielmente con su asistencia
las revelaciones transmitidas por los Apóstoles, es decir, el depósito de la Fe”.
Influencia del liberalismo en el Concilio Vaticano
II.
Llegamos ahora a la cuestión que nos
preocupa: ¿Cómo explicar que en nombre del Concilio Vaticano II se pueda presentar oposición a
tradiciones seculares y apostólicas, poniendo de esa forma en tela de juicio al
propio sacerdocio católico y su acción esencial, el santo Sacrificio de la
Misa?
Un grave y trágico equívoco pesa sobre el
Concilio Vaticano II, presentado
por los Papas mismos en términos que favorecieron ese equívoco: Concilio del aggiornamento,
de la “actualización” de la Iglesia, Concilio pastoral, no
dogmático, como acaba de decir el Papa hace apenas un mes. Esa presentación,
en la situación de la Iglesia y del mundo en 1962, ofrecía enormes peligros a
los cuales el Concilio no consiguió escapar. Resultó fácil traducir esas
palabras de modo tal que los errores liberales se infiltraran en gran medida
en el Concilio. Una minoría liberal entre los Padres conciliares, y sobre todo
entre los Cardenales, tuvo gran actividad, se organizó en alto grado y encontró
gran apoyo en una pléyade de teólogos modernistas y en numerosos secretariados.
Pensemos en la enorme producción de impresos del IDOC, subvencionada por las
Conferencias Episcopales alemana y holandesa.
Tuvieron la astucia de pedir inmediatamente
la adaptación al hombre moderno, es decir, el hombre que quiere liberarse de
todo, de presentar a la Iglesia como inadaptada, impotente, de echarle la culpa
a los predecesores. Se mostró a la Iglesia tan culpable de las desuniones de
otrora como los protestantes y los ortodoxos. La Iglesia debía pedir perdón a
los protestantes presentes. La Iglesia de la Tradición era culpable por sus
riquezas, por su triunfalismo; los Padres del Concilio se sentían culpables de
estar fuera del mundo, de no ser del mundo; sus insignias episcopales, y muy
pronto sus sotanas, ya les causaban sonrojo.
Ese ambiente de liberación enseguida invadió
todos los terrenos y se reflejó en el espíritu de cole-gialidad, que disimulaba
la vergüenza que provoca ejercer una autoridad personal, tan contraria al espíritu
del hombre moderno —léase el hombre liberal—. Los Papas y los Obispos ejercerán
su autoridad colegiadamente en los sínodos, en las conferencias episcopales,
en los consejos presbiterales. En último término, la Iglesia debe abrirse a los
principios del hombre moderno. También la Liturgia debía liberalizarse,
adaptarse, someterse a las experimentaciones de las conferencias episcopales.
La libertad religiosa, el ecumenismo, la
investigación teológica, la revisión del derecho canónico, atenuarán el
triunfalismo de una Iglesia que se proclamaba única arca de salvación. La
verdad se encuentra repartida en todas las religiones; una investigación común
hará progresar a la comunidad religiosa universal en torno de la Iglesia. Los
protestantes en Ginebra —Marsaudon en su libro “L’oecuménisme vu par un
franc-maçon”—, los liberales como Fesquet, triunfan. ¡Por fin terminará la
era de los estados católicos! ¡El derecho común para todas las religiones! ¡“La
Iglesia libre en el Estado libre”, según la fórmula de Lamennais! ¡La
Iglesia adaptada al mundo moderno! ¡El derecho público de la Iglesia y todos
los documentos citados anteriormente se vuelven piezas de museo propias de
épocas perimidas! Leed al comienzo del esquema sobre “La Iglesia en el mundo”
la descripción de los tiempos modernos en transformación, leed las
conclusiones: son del más puro liberalismo. Leed el esquema sobre “La
libertad religiosa” y comparadlo con la encíclica “Mirari vos” de
Gregorio XVI, con “Quanta
cura” de Pío IX, y
podréis comprobar la contradicción casi palabra por palabra. Decir que las
ideas liberales no han influido sobre el Concilio Vaticano II equivale a negar la evidencia.
La crítica interna y la crítica externa lo prueban con creces.
Influencias del liberalismo en las reformas y
orientaciones conciliares.
Si pasamos del “Concilio” a las “reformas”
y a las “orientaciones”, las pruebas son contundentes. Ahora
bien: observemos que en las cartas de Roma que nos piden un acto de pública
sumisión, las tres cosas se presentan indisolublemente unidas. Se equivocan
torpemente los que afirman que se trata de una mala interpretación del
Concilio, como si el Concilio en sí mismo fuera perfecto y no pudiera ser
interpretado a través de sus reformas y orientaciones. Las reformas y
las orientaciones oficiales posconciliares manifiestan más palpablemente
que cualquier otro escrito la interpretación oficial y deseada del
Concilio.
No tenemos necesidad de extendernos: los
hechos hablan por sí solos, y por desgracia, con triste elocuencia. ¿Qué queda
en pie de la Iglesia preconciliar? ¿Dónde no ha operado la autodemolición?
Catequesis, seminarios, congregaciones religiosas, Liturgia de la Misa y de los
Sacramentos, constitución de la Iglesia, concepto del sacerdocio: las
concepciones liberales lo han devastado todo y han llevado a la Iglesia más
allá de las concepciones del protestantismo, para estupefacción de los protestantes
y reprobación de los ortodoxos.
Una de las comprobaciones más espantosas de
la aplicación de esos principios liberales es la apertura a todos los errores,
y en particular al más monstruoso jamás surgido del espíritu de Satanás: el
comunismo. El comunismo hizo su entrada oficial en el Vaticano, y su revolución
mundial se ve singularmente facilitada por la pasividad oficial de la Iglesia,
más aún, por apoyos frecuentes a la revolución, a pesar de las desesperadas
advertencias de los Cardenales que han sufrido los zarpazos comunistas.
La negación de este Concilio pastoral a
condenar oficialmente el comunismo bastaría por sí sola para cubrirlo de
vergüenza ante toda la historia, cuando se piensa en las decenas de millones de
mártires, en los individuos despersonalizados científicamente en los
hospitales psiquiátricos para servir de cobayos a todos los experimentos. Y el
Concilio pastoral, que reunió a 2.350 Obispos, ha guardado silencio, a pesar de
las 450 firmas de Padres que pedían esa condena, firmas que yo mismo llevé a
Monseñor Felici, secretario del Concilio acompañado por Monseñor Sigaud, Obispo
de Diamantina.
¿Hay que seguir con el análisis para llegar a
la conclusión? Me parece que bastan estas líneas para que podamos negarnos a
seguir a este Concilio, sus reformas, sus orientaciones, en todo lo que tienen
de liberalismo y de neomodernismo.
Querernos responder a la objeción —no faltará
quien nos la haga— referente a la obediencia, a la jurisdicción de aquéllos que
quieren imponernos esa orientación liberal. Respondemos: en la Iglesia, el
derecho y la jurisdicción están al servicio de la Fe, finalidad primera de la
Iglesia. No hay ningún derecho, ninguna jurisdicción que pueda imponernos una
disminución de nuestra Fe.
Aceptamos esa jurisdicción y ese derecho
cuando están al servicio de la Fe. Pero, ¿quién puede juzgarlo? La Tradición,
la Fe enseñada desde hace dos mil años. Todo fiel puede y debe oponerse a
quienquiera que en la Iglesia pretenda afectar su fe, la fe de la Iglesia de
siempre, basada en el Catecismo de su infancia.
Defender su fe es el primer deber de todo
cristiano, con mayor razón de todo sacerdote y de todo obispo. En el caso de
todo orden que comporte un peligro de corrupción de la Fe y de las costumbres,
la “desobediencia” es un deber grave. Como estimamos que nuestra fe se
halla en peligro merced a las reformas y las orientaciones posconciliares,
tenemos el deber de “desobedecer” y conservar la Tradición. El más
grande servicio que podemos prestar a la Iglesia Católica, al sucesor de Pedro,
a la salvación de todas las almas y de la nuestra, es rechazar la Iglesia
reformada y liberal, porque creemos en Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios
hecho hombre, que no es liberal ni reformable.
Una última objeción: este Concilio es un
Concilio como los otros. Por su ecumenicidad y su convocación, sí lo es; por
su objeto —y eso es esencial— no lo es. Un Concilio no dogmático puede no ser
infalible; lo es sólo cuando recoge verdades dogmáticas tradicionales.
¿Cómo justificáis vuestra actitud con
respecto al Papa?
Somos los más ardientes defensores de su
autoridad como sucesor de Pedro, pero regulamos nuestra conducta de acuerdo
con las palabras de Pío IX ya citadas. Aplaudimos al Papa vocero de la Tradición y fiel a la
transmisión del depósito de la Fe. Aceptamos las innovaciones que están conformes
con la Tradición y la Fe. No nos sentimos sujetos por obediencia a innovaciones
que van en contra de la Tradición y amenazan nuestra Fe. En ese caso, nos
colocamos a favor de los documentos pontificios citados anteriormente. No
vemos, en conciencia, cómo un católico fiel, sacerdote u obispo, puede tener
otra actitud frente a la dolorosa crisis por la que atraviesa la Iglesia. “Nihil
innovetur nisi quod traditum est”, que no se innove nada sino que se
transmita la Tradición. ¡Que Jesús y María nos ayudan a permanecer fieles a
nuestros compromisos episcopales! “No digáis que es verdad lo que es falso,
no digáis que es bueno lo que es malo”. Eso es lo que se nos dijo en
nuestra consagración.
Contamos, pues, con el auxilio de vuestras
oraciones y de vuestra generosidad para proseguir, a pesar de las pruebas, esta
formación sacerdotal indispensable para la vida de la Iglesia. No es la Iglesia
ni el sucesor de Pedro los que nos atacan, sino hombres de Iglesia imbuidos de
errores liberales, que ocupan cargos elevados dentro de la Iglesia y
aprovechan su poder para hacer desaparecer el pasado de la Iglesia e instaurar
una nueva Iglesia que no tiene nada de católica.
Así pues, es menester que salvemos a la
verdadera Iglesia y al sucesor de Pedro de ese ataque satánico que hace pensar
en las profecías del Apocalipsis. Oremos sin cesar a la Virgen María, a San
José, a los Santos Angeles Custodios y a San Pío X, para que vengan en nuestro auxilio, a fin de
que la Fe católica triunfe sobre los errores. Permanezcamos unidos en esa Fe,
evitemos la polémica, amémonos los unos a los otros, reguemos por los que nos
persiguen y devolvamos bien por mal.
Y que Dios os bendiga.
Mons. Marcel Lefebvre, Arzobispo. Carta a los Amigos y Benefactores N° 9, octubre de 1975, publicada en “Un Obispo Habla”.