Por dos veces me dijeron los
enviados de la Santa Sede: «Ya no es posible en nuestro tiempo la Realeza
Social de Nuestro Señor; hay que aceptar definitivamente el pluralismo de las
religiones». Fueron sus palabras.
Pues bien, yo no pertenezco a
esta religión. Es una religión liberal, modernista, que tiene su culto propio,
sus sacerdotes, su fe, sus catecismos, su Biblia ecuménica, traducida en
común por católicos, judíos, protestantes, anglicanos, mudando y guardando la
ropa a un tiempo, dando satisfacción a todo el mundo, es decir, sacrificando
con frecuencia la interpretación del magisterio. Nosotros no aceptamos esta
Biblia ecuménica. Existe la Biblia de Dios, su Palabra, que no tenemos el
derecho de mezclar con la palabra de los hombres.
Cuando yo era niño, la Iglesia
tenía en todas partes la misma Fe, los mismos Sacramentos, el mismo Sacrificio
de la Misa. Si me hubieran dicho entonces que esto cambiaría, no lo habría
podido creer. En toda la Cristiandad se oraba a Dios de la misma manera. La
nueva religión liberal y modernista ha sembrado la división.
Los cristianos están ya divididos
dentro de una misma familia a causa de esta confusión que ha sido instaurada:
no van a la misma misa, no leen los mismos libros. Hay sacerdotes que ya no
saben qué hacer: o bien obedecen ciegamente lo que sus superiores les imponen y
así pierden en cierta forma la Fe de su infancia y de su juventud, y renuncian
a los votos que hicieron en el momento de su ordenación como su juramento
antimodernista, o bien resisten, pero con la impresión de separarse del Papa,
que es nuestro Padre y el Vicario de Cristo. En ambos casos ¡qué
desgarramiento! Son muchos los sacerdotes que han muerto prematuramente de
dolor.
Y ¡cuántos otros se han visto
obligados a abandonar sus parroquias, en las que hacía tantos años ejercían su
ministerio, por estar expuestos a una abierta persecución por parte de sus
jerarquías, y a pesar del apoyo de sus fieles, a quienes se les arrancaba su
pastor! Tengo a la vista el emocionante adiós de uno de ellos, a los feligreses
de dos parroquias de las cuales era el párroco: «En la conversación del…, el
señor Obispo me ha dirigido un ultimátum: aceptar o rehusar la nueva religión;
yo no tenía escape posible. Por tanto, para mantenerme fiel al compromiso de mi
sacerdocio, para mantenerme fiel a la Fe eterna… me vi obligado, forzado,
contra mi voluntad, a retirarme… La simple honestidad y, sobre todo, mi honor
sacerdotal, me obligaron a ser leal precisamente en esta materia de gravedad
divina (la Misa). Esta prueba de fidelidad y de amor es la que debo dar a Dios
y a los hombres, y sobre ella seré juzgado el último día, como también todos
aquéllos a quienes se confió este mismo depósito».
La división afecta hasta las
menores manifestaciones de piedad. En el Val-de-Marne, el obispado hizo
expulsar por la policía a 25 católicos que rezaban el rosario en una iglesia,
privada de cura titular desde hacía años. En la diócesis de Metz el Obispo hizo
intervenir al alcalde comunista para que fuera suspendido el préstamo de un
local concedido a un grupo de tradicionalistas. En el Canadá 6 fieles fueron
condenados por el tribunal, que la ley de este país permite intervenir en esta
clase de asuntos, por haberse obstinado en comulgar de rodillas. El Obispo de
Antigonish los acusó de perturbar voluntariamente el orden y la dignidad de un
servicio religioso. (…) ¡De parte del Obispo, prohibido a los cristianos doblar
la rodilla ante Dios! El año pasado, la peregrinación de jóvenes a Chartres
terminó con una misa en los jardines de la Catedral, porque estaba prohibido
celebrar dentro la misa de San Pío V. Pero, quince días después, se abrieron
las puertas para un concierto de música espiritual, en el curso del cual fueron
ejecutadas danzas por una excarmelita.
Se enfrentan dos religiones; nos
encontramos en una situación dramática, es necesario llevar a cabo una
elección, pero esta elección no es entre la obediencia y la desobediencia. Lo
que se nos propone, a lo que se nos invita expresamente, por lo que se nos
persigue, es escoger una apariencia de obediencia. Porque el Santo Padre, en
efecto, no nos puede pedir que abandonemos nuestra fe.
Nosotros elegimos pues guardarla
y no podemos equivocarnos en seguir fieles a lo que la Iglesia ha enseñado
durante dos mil años. La crisis es profunda, sabiamente organizada y dirigida
de modo que se puede en verdad creer que el maestro de esta obra no es un
hombre, sino el mismo Satanás. Es un golpe magistral de Satanás haber logrado
hacer que los católicos desobedezcan a toda la Tradición en nombre de la
obediencia. Un ejemplo típico nos lo da el “aggiornamento” de las sociedades
religiosas: por obediencia, se hace desobedecer a los religiosos y religiosas a
las leyes y constituciones de sus fundadores, que juraron observar cuando
hicieron su profesión. La obediencia en este caso debería ser categóricamente
negativa. Ni siquiera la autoridad legítima puede imponer un acto reprensible,
malo. (…) Lo mismo que nadie puede hacer que nos hagamos protestantes o
modernistas.
Monseñor Marcel Lefebvre, tomado de su “Carta abierta a los
católicos perplejos”, cap. XVIII.