Técnica o espíritu
Mons. Tihamer Toth
Segunda Parte Génesis
I, 26-28 – “VENGA A NOS EL TU REINO”, CAP. IX
Hay una contradicción misteriosa en la vida del
hombre, que le atenacea. Cada vez que ha intentado perfeccionar su existencia
terrena, sólo consiguió, al final, perjudicarla y empobrecerla. Cada uno de los
descubrimientos, cada uno de los inventos, en materia mecánica o financiera,
se convierte, a la postre, en un nuevo obstáculo, en una nueva cadena, en un
nuevo motivo de inquietud. Cada deseo satisfecho, crea nuevas necesidades.
Hemos alcanzado mayor precisión en nuestros cálculos.
Hemos ahondado en las investigaciones científicas, y simultáneamente, nos
tornamos detallistas, presuntuosos e incapaces de alcanzar pensamientos de
alto vuelo.
El hombre moderno es un millonario en el campo de
la ciencia; y un miserable en el terreno de la sabiduría. Posee la técnica,
carece de moral. Está sepultado en telas lujosas, no conoce la felicidad. Vive
en el confort, se desespera en la intranquilidad. Los pueblos apartados, son
vecinos en la distancia; se alejan e ignoran en el espíritu.
Una vez más se cumple la tragedia de Prometeo. Aparece
en la mitología como iniciando la primera civilización, después de haber
robado fuego del cielo. Porque carecía de una elemental delicadeza, porque era
despiadado, sus mejores deseos se frustraron, y clavado en el Cáucaso por
orden de Júpiter, vio su hígado devorado por los buitres.
Dios ha permitido al hombre, más aún le ha encomendado,
el dominio de los elementos. Pero error fatal es envanecerse de ello. Nunca
debiéramos olvidar que la conducción de las fuerzas naturales, sólo importa por
parte del hombre su administración, ya que su dueño es solamente Dios.
A veces lo olvidamos, y entonces el torrente avasallador
que se desprende de una montaña, los vómitos de lava de un volcán, las aguas
que se agitan en furiosa inundación, el rayo que zigzaguea en el cielo y
fulmina cuanto nos rodea, el terremoto que hunde la tierra bajo nuestros pies,
nos vuelve a la realidad. Los ataúdes de millares de víctimas, nos recuerdan
otra vez, que no poseemos la tierra, que sólo la habitamos por la generosidad
de su único y verdadero dueño absoluto.
Son reflexiones que tratamos en el capítulo
anterior, y que continuaremos en éste. El reino del hombre, desprendido del
reino de Dios, carece de valor.
Vamos a considerar estos tres asuntos.
I. — Nuestra credulidad en la suficiencia de la
técnica.
II. — Errónea identificación de la técnica con la
cultura.
III. — El espíritu de la cultura, radica en la
cultura del espíritu.
I
NUESTRA CREDULIDAD EN LA
SUFICIENCIA DE LA TECNICA
Tenemos el derecho de perfeccionar el reino
humano, pero nunca prescindiendo del reino celestial.
A) No tiene ejemplo la admiración entusiasta con
que el hombre, en la pasada centuria, acogió el advenimiento del maquinismo y
el portentoso resplandor de la técnica.
a) Entonces todo era aplauso para ella.
Lógicamente. Al comienzo sólo se observaba el anverso de la medalla, el lado
favorable del progreso. Debiera haber sido así. El maquinismo debería haber
proporcionado al hombre una vida fácil y confortable, haberle facilitado el
verdadero dominio de su reino. Estaba ello autorizado y aun ordenado por Dios:
“Creced y multiplicaos, y henchid la tierra y enseñoreaos de ella.” (Génesis I,
28). ¿Quién es el culpable entonces de que esa posibilidad de dominio, se haya
convertido en ruina?
b) No es precisamente la máquina, sino el
hombre que la utiliza erróneamente. La dinamita, que destroza montañas y
facilita la apertura de caminos en la tierra, se utiliza también para la
destrucción de ciudades y para el asesinato de los hombres. La culpa no es de
la dinamita. El gas facilita la iluminación y la cocción de los alimentos;
puede también producir incendios y asfixiar a criaturas. La culpa no será del
gas.
Es lógico entonces comprender, que si la técnica,
lejos de producir frutos de bendición, se ha constituido en una verdadera
maldición, la culpa de ese fin contraproducente radica en el uso indebido
practicado por el hombre, que la idolatró. Mareado por sus propios inventos,
el hombre creyó reproducir la Torre de Babel, y desalojar a Dios de su
Reinado.
B) Dice San Lucas (I, 37)' que “para Dios
nada es imposible”. Envanecido con la técnica, el hombre modificó las Sagradas
Escrituras. Y estampó la soberbia afirmación: Para el hombre nada es
imposible.
a) Embriagado con sus descubrimientos, el hombre
creyó que la técnica era omnipotente. Con ella podía prescindir de Dios, de la
Religión, de las plegarias, de los Sacramentos, de la Redención. Y en ese
pensamiento, la técnica absorbió el alma del hombre.
Se produjo en el hombre lo que temían los indios
de la leyenda. Deseaba un pintor retratarlos, pero ellos se opusieron, temiendo
que al trasladarlos a la tela, transfiriese también sus existencias, y que de
reflejo al quedar retratados murieran.
Aunque aquel temor parezca ingenuo, es muy parecido
a lo que le ocurrió al hombre frente a la primera máquina. A ella transfirió su
alma. Es innegable la producción y aun la creación que debemos a la técnica.
Son visibles y tangibles los valores materiales de que nos ha rodeado. Pero,
simultáneamente, ha destruido múltiples valores espirituales que dignificaban
al hombre. Y lo ha hecho porque nosotros mismos los sacrificamos en su altar.
En ese mismo instante, perdimos la ruta. En ese
mismo instante lo que hubiera constituido nuestra bendición se convirtió en
maldición terrible.
b) Habíamos pregonado la redención por la técnica
¿de qué había de redimirnos? Que nos ha librado de muchos esfuerzos, de muchas
incomodidades, de muchas infecciones, 110 nos atrevemos a dudarlo.
Más esto no constituye una redención. Hay que redimir
al hombre, sí. Pero no únicamente, ni en primer término, de los sufrimientos
físicos, sino de las potencias satánicas que aherrojan su espíritu. Hay que
librarlo de la sensualidad, del egoísmo, de la avaricia, de las muchas pasiones
que le encadenan.
La técnica ¿puede lograr esta redención? La
máquina consigue contener los elementos, desarmar el rayo, frenar la
inundación, detener el fuego. Mas resulta impotente para desarmar los odios,
frenar las pasiones, para contener la irritación. Y si no conseguimos estas
contenciones ¿qué va a ser de nosotros? La ira, el odio, la pasión, son más
espantosos, cuanto más potentes son los instrumento que el progreso de la
técnica coloca en sus manos.
La desmedida ambición de riquezas materiales y el
olvido c ignorancia en que se tiene a los verdaderos valores del espíritu, en
la civilización Occidental, ha permitido a un escritor del Oriente, Rabindrana
Tagore, tejer una fábula de sutil ironía. Pinta una jirafa cuyo pescuezo
hipertrofiado se desarrolla hasta levantar su cabeza por encima de la copa de
los árboles más altos. Su apetito es insaciable, porque el alimento ingerido,
demora tanto en llegar al estómago, que la sobrealimentación no alcanza a
nutrir sus órganos. Y la anemia le invade. ¿Comprenderás, hombre hipertrofiado
por la máquina, que la técnica no alcanza a nutrirte, a redimirte? Creíste que
la máquina lo alcanzaba todo. ¿Comprenderás ahora que no es ella la cultura?
ERRONEA IDENTIFICACION DE LA
TECNICA CON LA CULTURA
A) En una reliquia histórica, proveniente de la
guerra de los treinta años, se lee una inscripción que dice: vivet ut vivas.
Vive para que puedas vivir.
a) ¿Cuál es el significado de esta frase? Quiere
decir, que lo más importante de la existencia, es la existencia misma. Por
eso es una necedad el ritmo nervioso con que los hombres viven hoy, afanados
día y noche en atrapar instrumentos de vida y olvidándose por ello mismo de
vivir. Pareciera que el jadeo de las máquinas nos asfixiase y restándonos
humanidad nos imprimiesen su ritmo mecánico.
Noble aspiración humana es la libertad. Los
hombres quieren ser libres. Las naciones también. Pero la libertad hay que
merecerla, pues adquirida antes de la madurez, puede tornarse
contraproducente. Los pueblos y las naciones que no están capacitados para
manejarse solos, debieran preferir una dirección extraña antes que una libertad
desordenada. Porque arma de muchos filos, la libertad puede resultar peligrosa
para quienes no saben manejarla.
b) Así nos sucedió con las máquinas. Aparecieron
repentinamente. Se multiplicaron los progresos de la ciencia y los adelantos
técnicos, sin estar la humanidad espiritualmente educada para manejarlos. Por
eso no ha sabido utilizarlos correctamente y beneficiarse con ellos.
En la máquina el hombre sólo vio un instrumento de
enriquecimiento rápido. La persecución del lucro, invirtió los valores y
confundió el fin con los medios. De un instrumento hizo el hombre un fin. La
máquina era un instrumento.' Debió ser utilizada para servir al hombre. Y en
cambio se ha reducido al hombre esclavizándolo al servicio de la máquina.
B) ¿Qué consecuencias ha traído esa inversión? Que
junto al desarrollo vertiginoso de la civilización, ha quedado estancada y
anémica la cultura.
a) No es lo mismo civilización que cultura.
Inventar un aparato que puede cubrir enormes distancias en breve tiempo, como
el avión, es, ciertamente, realizar un aporte a la civilización. Para llegar a
la cultura es necesario que ese descubrimiento esté al servicio de finalidades
dignas, por ejemplo, que permita acercar a los
hombres.
Los más complicados instrumentos científicos, las
más dilatadas líneas férreas, las más completas usinas, eléctricas, materia en
sí, no constituyen más que civilización. Los fines a los que los destinemos,
podrán ser, cultura o no, si se ponen al servicio de ideales nobles o si se
aplican para alcanzar ruina o destrucción. Observando con este criterio el
mundo de nuestros días, podemos sí sorprendernos de los avances maravillosos de
la civilización. Pero tendremos que reconocer que se registra un alto grado de
pauperismo en la cultura.
Hay una noble preocupación por desterrar el analfabetismo.
Pero al tiempo que crecen los alfabetos letrados, notamos también, con dolor,
el aumento de analfabetos morales, de individuos que poseen la técnica para
escribir y leer, pero que desgraciadamente la utilizan para empaparse y para
propagar ideas que reflejan corazones desprovistos de nobles sentimientos. Esos
individuos, esclavos de pasiones miserables, poseen evidentemente la
civilización. Pero, carecen, desgraciadamente, de cultura:
b) Falta la cultura porque la civilización al
esclavizarnos asfixió, despiadadamente, los más preciosos elementos de
cultura. La civilización, fría en sí misma, es, en ese sentido estéril. Sólo la
cultura, como madre amorosa, puede educarnos y ennoblecernos.
Hay una leyenda griega que habla de un hombre aparentemente
hospitalario. Este individuo concedía, generosamente, alojamiento a los
viajeros que pasaban por su casa. Pero si el huésped excedía en sus dimensiones
el largo de la cama, le cortaba con tranquilidad, los pies o las piernas hasta
la medida del lecho; y si era pequeño de estatura lo estiraba hasta alcanzar
igualmente sus límites. Procusto, era el nombre de este monstruo. Procusta
podríamos llamar hoy a nuestra civilización, que corta sin piedad el organismo
de nuestra cultura, sacrificándolo a las dimensiones estrechas de sus
instrumentos. La vida eterna es la finalidad de nuestras existencias. Pero
deslumbrados por las luces de la civilización, son muchos los que permanecen
con los ojos cerrados ante esa finalidad y olvidan sus mejores anhelos espirituales,
porque no pueden ver la luz suprema.
A este respecto son dignas de meditación, para el
hombre de nuestros días, las palabras de Gardonyi, escritor húngaro: “La
mayoría de los hombres malogran su existencia porque toman a la tierra por el
universo”.
El autor alude al pensamiento minúsculo, tan
frecuente. Se explica. Los escarabajos lo hacen así. Transcurrida su
existencia entre residuos inmundos, viven de la carroña y no persiguen otro
objeto que nutrirse de materia corrompida.
Ahora bien, el hombre no es un insecto. Está bien
que se alimente para nutrir su cuerpo. Su organismo necesita combustible. Pero
no hay ninguna máquina cuyo fin sea exclusivamente el consumo de combustible.
Tampoco el fin exclusivo del hombre es alimentarse. Su cuerpo está
destinado a más altos objetivos. El hombre debe vivir para sí y para el
prójimo. No debe servir a su cuerpo, sino que es su cuerpo el que ha de servirle.
Es decir, el hombre no ha sido creado para la tierra, sino que la tierra se ha
creado para servicio del hombre. El escritor antes citado, Gardonyi, dice: “No
estando en la tierra para la tierra, ésta no puede constituir para nosotros,
el universo”.
Sabia reflexión. Comprende, hombre de pensamiento
estrecho, que la máquina no es el universo. No es por lo tanto la cultura, y
menos su esencia. El espíritu de la cultura, es la cultura del espíritu.
III
EL ESPIRITU DE LA CULTURA
RADICA EN LA CULTURA DEL ESPIRITU
A) Para interpretar con exactitud esta
afirmación, se requiere comprender el concepto cristiano referente al reino
humano, a la economía, al comercio, a la industria.
a) Debemos partir de la base de que es bueno todo
lo creado por Dios. Lo dicen las Sagradas Escrituras: “Y vio Dios que lo hecho
estaba bueno” (Génesis I, 10). Describen los libros santos cómo era el caos y
cómo se transformó; de cómo la materia desordenada, alcanzó, por el Espíritu de
Dios, al mundo armonioso en que nos movemos. El Supremo Hacedor estableció
desarrollo paulatino, proporcionando al mundo las fuerzas necesarias para
permitirlo. De ahí entonces, que, conforme a la doctrina de la Iglesia, la
materia y las energías y leyes que la regulan están muy lejos de ser
vituperables.
Esta doctrina enseña también que el mundo que perciben
nuestros sentidos, bueno en sí mismo, no puede ser el último fin del hombre.
Porque junto a la materia, anida el espíritu. Y el hombre lo es precisamente
porque animando su cuerpo material posee un alma. Conservando la armonía y
correspondiente relación entre el alma y el cuerpo, entre la materia y el
espíritu, el equilibrio se habrá alcanzado y el orden será correcto, Mas
guardando, como es lógico, la jerarquía.
¿Cómo es la jerarquía?
Por encima de todo el Creador. A Él le rinden homenaje
los hombres. Y a los hombres le debe servidumbre el mundo de la materia.
Observada esta jerarquía, es posible abocarse a
las más difíciles labores. Se acata así la ley divina, Creado a imagen y
semejanza de Dios, el hombre activo se hace digno de su origen.
b) En el salmo (XVIII, 2) se lee: "Los cielos
publican la gloria de Dios”. Debieran pregonarla, también, los motores de la
aviación, las torres de las radiotelefonías, el crepitar de las fundiciones,
las cúpulas de las usinas.
La base de la técnica, la materia, la energía, y
las leyes que la regulan ha sido proporcionada por Dios; Él ordenó también
todas las especulaciones científicas al indicar a nuestros primeros padres:
“Creced y multiplicaos, y henchid la tierra y enseñoreaos de ella” (Génesis
I, 28).
Pero para que la técnica no se reduzca a la
civilización, para que no se estanque, sino que se convierta en cultura, para
que no constituya una maldición, sino por el contrario resulte beneficiosa, se
necesita, por sobre todas las cosas, que no asfixie la cultura del espíritu,
porque el espíritu de la cultura, está en la cultura del espíritu.
B) De tal manera, el reino de Dios, no se
contrapone al reino humano, a la civilización, al progreso. Por el contrario,
el reino de Dios los dignifica y los eleva a un plano superior.
a) El reino de Dios se propone mitigar la fiebre
enloquecedora a que nos llevó la técnica. El progreso mecánico, al
descubrirse a sí mismo, envolvió al hombre en vértigo orgulloso. El hombre
creyó que con la máquina, que con la civilización lo poseía todo: el confort,
el descanso, la felicidad. Creyó, en consecuencia, que ya no necesitaba de la
Religión. Pero levantar una cultura, prescindiendo de la Religión, es construir
castillos en la arena o estampar escrituras sobre el mar.
Eliminada la Religión de las disciplinas
culturales, queda suprimida su esencia y su base. Olvidada la concepción
religiosa del mundo, desaparecen los vínculos que permiten una tasación
verdadera de las acciones y de los símbolos de la cultura. Por eso el mundo de
nuestros días se agita en una cultura que puede hacer más hermosa y descansada
la existencia terrestre, pero que está muy lejos de satisfacer las más nobles
inquietudes que laten en el corazón del hombre.
Entiéndase bien. No hablamos de disminuir el
impulso creador, la inquietud por descubrir los misterios de la naturaleza, la
ambición de dominar sus energías; ya que al desenvolverse en esas disciplinas
el hombre cumple, simplemente, el mandato de Dios. Hablamos de la necesidad de
conservar la adecuada jerarquía, para que no se tornen contraproducentes.
b) Porque, desgraciadamente, son muchos los hombres
de nuestros días que no la conservan.
El hombre de hoy establece un abismo de
diferencias, en sus energías creadoras, con el hombre de antaño.
Antiguamente, el hombre ponía, al servicio de la cultura de su espíritu, su
labor creadora. Recuérdense las obras maestras de la pintura y de la
arquitectura; las catedrales góticas, los palacios, los vasos sagrados, los
gobelinos, los cuadros y la orfebrería que el hombre de nuestros días no sabe
trabajar.
No los realiza hoy, porque su orientación es
distinta. Ha descendido la puntería, y todos sus esfuerzos, todos sus
pensamientos los concentra en la fabricación incesante de máquinas. Mas lleva la
penitencia en el pecado.
Le ha ocurrido lo que al aprendiz de hechicero.
Este llamó en su auxilio a los espíritus. Mas no consiguió luego desprenderse
de ellos. Aquél está igualmente esclavizado a sus máquinas.
No podemos admitir otros valores en los progresos
de la técnica, que aquellos que proyectan un verdadero avance en la cultura del
espíritu, en el acendramiento de la virtud, en el ennoblecimiento del hombre.
No es posible levantar el reino humano
prescindiendo del reino de Dios. La técnica no es cultura, es solamente un
camino, un instrumento. Arma de muchos filos, puede utilizarse para el bien o
para el mal. La verdadera
cultura, es la que trabaja, vigoriza y mejora el espíritu del hombre, la que
ennoblece sus sentimientos, la que permite triunfar sobre el instinto.
La energía más vigorosa,
no es el vapor, sino la fe, no es la electricidad, sino el amor. Es el santo y
no el boxeador el ideal a seguir. Es el alma y no la máquina la más grande de
las riquezas que el hombre posee.
Es doctrina cristiana la afirmación popular de que
el hombre es corona de la creación. Por ello, si en el Padre nuestro pedimos
venga a nos el tu reino, tenemos también el derecho de procurar el
advenimiento del reino del hombre, mas de un reino que descanse sólidamente en
el de Dios y que a Él se oriente.
El lector dirá quién comprendió mejor la doctrina
cristiana referente a la corona de la creación. Si San Francisco de Asís, al
alzar piadosamente del suelo una lombriz para evitar que la pisaran los
caminantes; o el químico industrial que la despedaza sobre el microscopio para
estudiar la forma de extraer sus aceites.
El problema que nos planteamos en este capítulo, era establecer si la
técnica constituía una bendición o una maldición. Para resolverlo es necesario
saber antes, si la máquina estaba a nuestro servicio o si nosotros éramos
siervos de la máquina.
Hubo de ser una bendición; mas desde el instante
que perdimos su contralor, la felicidad se convirtió en desdicha. ¡Pobres de
nosotros, si convertimos en para mayor gloria de la máquina, el lema bajo el
que trabajaban nuestros padres: para mayor gloria de Dios!
Debemos emplear todos nuestros esfuerzos en el advenimiento
del reino del hombre, pero debemos igualmente orar y trabajar, para que se
construya sobre el reino de Dios y para que éste Venga a nos.
No necesitamos destruir las máquinas. Lo que debemos
hacer es ponerlas a nuestro servicio, más aún, al servicio del alma. Porque el
espíritu de la cultura, radica en la cultura del alma.
Visto en El
Emboscado.