lunes, 3 de febrero de 2014

Técnica o espíritu



Técnica o espíritu
Mons. Tihamer Toth

Segunda Parte Génesis I, 26-28 – “VENGA A NOS EL TU REINO”, CAP. IX

Hay una contradicción misteriosa en la vida del hom­bre, que le atenacea. Cada vez que ha intentado per­feccionar su existencia terrena, sólo consiguió, al final, perjudicarla y empobrecerla. Cada uno de los descubri­mientos, cada uno de los inventos, en materia mecánica o financiera, se convierte, a la postre, en un nuevo obstáculo, en una nueva cadena, en un nuevo motivo de inquietud. Cada deseo satisfecho, crea nuevas nece­sidades.
Hemos alcanzado mayor precisión en nuestros cálcu­los. Hemos ahondado en las investigaciones científicas, y simultáneamente, nos tornamos detallistas, presun­tuosos e incapaces de alcanzar pensamientos de alto vuelo.
El hombre moderno es un millonario en el campo de la ciencia; y un miserable en el terreno de la sabi­duría. Posee la técnica, carece de moral. Está sepultado en telas lujosas, no conoce la felicidad. Vive en el con­fort, se desespera en la intranquilidad. Los pueblos apar­tados, son vecinos en la distancia; se alejan e ignoran en el espíritu.
Una vez más se cumple la tragedia de Prometeo. Apa­rece en la mitología como iniciando la primera civiliza­ción, después de haber robado fuego del cielo. Porque carecía de una elemental delicadeza, porque era despia­dado, sus mejores deseos se frustraron, y clavado en el Cáucaso por orden de Júpiter, vio su hígado devorado por los buitres.
Dios ha permitido al hombre, más aún le ha enco­mendado, el dominio de los elementos. Pero error fatal es envanecerse de ello. Nunca debiéramos olvidar que la conducción de las fuerzas naturales, sólo importa por parte del hombre su administración, ya que su dueño es solamente Dios.
A veces lo olvidamos, y entonces el torrente avasa­llador que se desprende de una montaña, los vómitos de lava de un volcán, las aguas que se agitan en furiosa inundación, el rayo que zigzaguea en el cielo y fulmina cuanto nos rodea, el terremoto que hunde la tierra bajo nuestros pies, nos vuelve a la realidad. Los ataúdes de millares de víctimas, nos recuerdan otra vez, que no poseemos la tierra, que sólo la habitamos por la gene­rosidad de su único y verdadero dueño absoluto.
Son reflexiones que tratamos en el capítulo anterior, y que continuaremos en éste. El reino del hombre, des­prendido del reino de Dios, carece de valor.
Vamos a considerar estos tres asuntos.

I. — Nuestra credulidad en la suficiencia de la técnica.
II. — Errónea identificación de la técnica con la cul­tura.
III. — El espíritu de la cultura, radica en la cultura del espíritu.


I

NUESTRA CREDULIDAD EN LA SUFICIENCIA DE LA TECNICA

Tenemos el derecho de perfeccionar el reino humano, pero nunca prescindiendo del reino celestial.
A) No tiene ejemplo la admiración entusiasta con que el hombre, en la pasada centuria, acogió el adveni­miento del maquinismo y el portentoso resplandor de la técnica.
a)  Entonces todo era aplauso para ella. Lógicamen­te. Al comienzo sólo se observaba el anverso de la me­dalla, el lado favorable del progreso. Debiera haber sido así. El maquinismo debería haber proporcionado al hombre una vida fácil y confortable, haberle facilitado el verdadero dominio de su reino. Estaba ello autori­zado y aun ordenado por Dios: “Creced y multiplicaos, y henchid la tierra y enseñoreaos de ella.” (Génesis I, 28). ¿Quién es el culpable entonces de que esa posibi­lidad de dominio, se haya convertido en ruina?
b)  No es precisamente la máquina, sino el hombre que la utiliza erróneamente. La dinamita, que destroza montañas y facilita la apertura de caminos en la tierra, se utiliza también para la destrucción de ciudades y para el asesinato de los hombres. La culpa no es de la dinamita. El gas facilita la iluminación y la cocción de los alimentos; puede también producir incendios y as­fixiar a criaturas. La culpa no será del gas.
Es lógico entonces comprender, que si la técnica, lejos de producir frutos de bendición, se ha constituido en una verdadera maldición, la culpa de ese fin contrapro­ducente radica en el uso indebido practicado por el hom­bre, que la idolatró. Mareado por sus propios inventos, el hombre creyó reproducir la Torre de Babel, y desalo­jar a Dios de su Reinado.
B)  Dice San Lucas (I, 37)' que “para Dios nada es imposible”. Envanecido con la técnica, el hombre modi­ficó las Sagradas Escrituras. Y estampó la soberbia afir­mación: Para el hombre nada es imposible.
a) Embriagado con sus descubrimientos, el hombre creyó que la técnica era omnipotente. Con ella podía prescindir de Dios, de la Religión, de las plegarias, de los Sacramentos, de la Redención. Y en ese pensamiento, la técnica absorbió el alma del hombre.
Se produjo en el hombre lo que temían los indios de la leyenda. Deseaba un pintor retratarlos, pero ellos se opusieron, temiendo que al trasladarlos a la tela, transfiriese también sus existencias, y que de reflejo al que­dar retratados murieran.
Aunque aquel temor parezca ingenuo, es muy pare­cido a lo que le ocurrió al hombre frente a la primera máquina. A ella transfirió su alma. Es innegable la producción y aun la creación que debemos a la técnica. Son visibles y tangibles los valores materiales de que nos ha rodeado. Pero, simultáneamente, ha destruido múl­tiples valores espirituales que dignificaban al hombre. Y lo ha hecho porque nosotros mismos los sacrificamos en su altar.
En ese mismo instante, perdimos la ruta. En ese mis­mo instante lo que hubiera constituido nuestra bendi­ción se convirtió en maldición terrible.
b) Habíamos pregonado la redención por la técnica ¿de qué había de redimirnos? Que nos ha librado de muchos esfuerzos, de muchas incomodidades, de muchas infecciones, 110 nos atrevemos a dudarlo.


Más esto no constituye una redención. Hay que redi­mir al hombre, sí. Pero no únicamente, ni en primer término, de los sufrimientos físicos, sino de las potencias satánicas que aherrojan su espíritu. Hay que librarlo de la sensualidad, del egoísmo, de la avaricia, de las muchas pasiones que le encadenan.
La técnica ¿puede lograr esta redención? La máquina consigue contener los elementos, desarmar el rayo, fre­nar la inundación, detener el fuego. Mas resulta impo­tente para desarmar los odios, frenar las pasiones, para contener la irritación. Y si no conseguimos estas contenciones ¿qué va a ser de nosotros? La ira, el odio, la pasión, son más espantosos, cuanto más potentes son los instrumento que el progreso de la técnica coloca en sus manos.
La desmedida ambición de riquezas materiales y el olvido c ignorancia en que se tiene a los verdaderos va­lores del espíritu, en la civilización Occidental, ha permitido a un escritor del Oriente, Rabindrana Tagore, tejer una fábula de sutil ironía. Pinta una jirafa cuyo pescuezo hipertrofiado se desarrolla hasta levantar su cabeza por encima de la copa de los árboles más altos. Su apetito es insaciable, porque el alimento ingerido, demora tanto en llegar al estómago, que la sobrealimen­tación no alcanza a nutrir sus órganos. Y la anemia le invade. ¿Comprenderás, hombre hipertrofiado por la máquina, que la técnica no alcanza a nutrirte, a redi­mirte? Creíste que la máquina lo alcanzaba todo. ¿Com­prenderás ahora que no es ella la cultura?


ERRONEA IDENTIFICACION DE LA TECNICA CON LA CULTURA

A) En una reliquia histórica, proveniente de la guerra de los treinta años, se lee una inscripción que dice: vivet ut vivas. Vive para que puedas vivir.
a) ¿Cuál es el significado de esta frase? Quiere de­cir, que lo más importante de la existencia, es la exis­tencia misma. Por eso es una necedad el ritmo nervioso con que los hombres viven hoy, afanados día y noche en atrapar instrumentos de vida y olvidándose por ello mismo de vivir. Pareciera que el jadeo de las máquinas nos asfixiase y restándonos humanidad nos imprimie­sen su ritmo mecánico.
Noble aspiración humana es la libertad. Los hombres quieren ser libres. Las naciones también. Pero la liber­tad hay que merecerla, pues adquirida antes de la ma­durez, puede tornarse contraproducente. Los pueblos y las naciones que no están capacitados para manejarse solos, debieran preferir una dirección extraña antes que una libertad desordenada. Porque arma de muchos filos, la libertad puede resultar peligrosa para quienes no sa­ben manejarla.
b) Así nos sucedió con las máquinas. Aparecieron repentinamente. Se multiplicaron los progresos de la ciencia y los adelantos técnicos, sin estar la humanidad espiritualmente educada para manejarlos. Por eso no ha sabido utilizarlos correctamente y beneficiarse con ellos.
En la máquina el hombre sólo vio un instrumento de enriquecimiento rápido. La persecución del lucro, in­virtió los valores y confundió el fin con los medios. De un instrumento hizo el hombre un fin. La máquina era un instrumento.' Debió ser utilizada para servir al hombre. Y en cambio se ha reducido al hombre esclavizándolo al servicio de la máquina.
B) ¿Qué consecuencias ha traído esa inversión? Que junto al desarrollo vertiginoso de la civilización, ha que­dado estancada y anémica la cultura.
a) No es lo mismo civilización que cultura. Inventar un aparato que puede cubrir enormes distancias en bre­ve tiempo, como el avión, es, ciertamente, realizar un aporte a la civilización. Para llegar a la cultura es nece­sario que ese descubrimiento esté al servicio de finali­dades dignas, por ejemplo, que permita acercar a los hombres.                                        
Los más complicados instrumentos científicos, las más dilatadas líneas férreas, las más completas usinas, eléc­tricas, materia en sí, no constituyen más que civiliza­ción. Los fines a los que los destinemos, podrán ser, cultura o no, si se ponen al servicio de ideales nobles o si se aplican para alcanzar ruina o destrucción. Ob­servando con este criterio el mundo de nuestros días, podemos sí sorprendernos de los avances maravillosos de la civilización. Pero tendremos que reconocer que se registra un alto grado de pauperismo en la cultura.
Hay una noble preocupación por desterrar el analfa­betismo. Pero al tiempo que crecen los alfabetos letra­dos, notamos también, con dolor, el aumento de anal­fabetos morales, de individuos que poseen la técnica para escribir y leer, pero que desgraciadamente la uti­lizan para empaparse y para propagar ideas que reflejan corazones desprovistos de nobles sentimientos. Esos in­dividuos, esclavos de pasiones miserables, poseen evi­dentemente la civilización. Pero, carecen, desgraciada­mente, de cultura:
b) Falta la cultura porque la civilización al esclavi­zarnos asfixió, despiadadamente, los más preciosos ele­mentos de cultura. La civilización, fría en sí misma, es, en ese sentido estéril. Sólo la cultura, como madre amorosa, puede educarnos y ennoblecernos.
Hay una leyenda griega que habla de un hombre apa­rentemente hospitalario. Este individuo concedía, gene­rosamente, alojamiento a los viajeros que pasaban por su casa. Pero si el huésped excedía en sus dimensiones el largo de la cama, le cortaba con tranquilidad, los pies o las piernas hasta la medida del lecho; y si era pequeño de estatura lo estiraba hasta alcanzar igualmente sus límites. Procusto, era el nombre de este monstruo. Procusta podríamos llamar hoy a nuestra civilización, que corta sin piedad el organismo de nuestra cultura, sacri­ficándolo a las dimensiones estrechas de sus instrumen­tos. La vida eterna es la finalidad de nuestras existen­cias. Pero deslumbrados por las luces de la civilización, son muchos los que permanecen con los ojos cerrados ante esa finalidad y olvidan sus mejores anhelos espi­rituales, porque no pueden ver la luz suprema.
A este respecto son dignas de meditación, para el hombre de nuestros días, las palabras de Gardonyi, es­critor húngaro: “La mayoría de los hombres malogran su existencia porque toman a la tierra por el universo”.
El autor alude al pensamiento minúsculo, tan frecuen­te. Se explica. Los escarabajos lo hacen así. Transcu­rrida su existencia entre residuos inmundos, viven de la carroña y no persiguen otro objeto que nutrirse de materia corrompida.
Ahora bien, el hombre no es un insecto. Está bien que se alimente para nutrir su cuerpo. Su organismo nece­sita combustible. Pero no hay ninguna máquina cuyo fin sea exclusivamente el consumo de combustible.
Tampoco el fin exclusivo del hombre es alimentarse. Su cuerpo está destinado a más altos objetivos. El hom­bre debe vivir para sí y para el prójimo. No debe servir a su cuerpo, sino que es su cuerpo el que ha de ser­virle. Es decir, el hombre no ha sido creado para la tie­rra, sino que la tierra se ha creado para servicio del hombre. El escritor antes citado, Gardonyi, dice: “No estando en la tierra para la tierra, ésta no puede cons­tituir para nosotros, el universo”.
Sabia reflexión. Comprende, hombre de pensamiento estrecho, que la máquina no es el universo. No es por lo tanto la cultura, y menos su esencia. El espíritu de la cultura, es la cultura del espíritu.



III

EL ESPIRITU DE LA CULTURA RADICA EN LA CULTURA DEL ESPIRITU

A)  Para interpretar con exactitud esta afirmación, se requiere comprender el concepto cristiano referente al reino humano, a la economía, al comercio, a la in­dustria.
a) Debemos partir de la base de que es bueno todo lo creado por Dios. Lo dicen las Sagradas Escrituras: “Y vio Dios que lo hecho estaba bueno” (Génesis I, 10). Describen los libros santos cómo era el caos y cómo se transformó; de cómo la materia desordenada, alcanzó, por el Espíritu de Dios, al mundo armonioso en que nos movemos. El Supremo Hacedor estableció desarrollo paulatino, proporcionando al mundo las fuerzas necesa­rias para permitirlo. De ahí entonces, que, conforme a la doctrina de la Iglesia, la materia y las energías y leyes que la regulan están muy lejos de ser vituperables.
Esta doctrina enseña también que el mundo que per­ciben nuestros sentidos, bueno en sí mismo, no puede ser el último fin del hombre. Porque junto a la materia, anida el espíritu. Y el hombre lo es precisamente porque animando su cuerpo material posee un alma. Conservan­do la armonía y correspondiente relación entre el alma y el cuerpo, entre la materia y el espíritu, el equilibrio se habrá alcanzado y el orden será correcto, Mas guardando, como es lógico, la jerarquía.
¿Cómo es la jerarquía?
Por encima de todo el Creador. A Él le rinden ho­menaje los hombres. Y a los hombres le debe servidum­bre el mundo de la materia.
Observada esta jerarquía, es posible abocarse a las más difíciles labores. Se acata así la ley divina, Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre activo se hace digno de su origen.
b) En el salmo (XVIII, 2) se lee: "Los cielos pu­blican la gloria de Dios”. Debieran pregonarla, también, los motores de la aviación, las torres de las radiotelefo­nías, el crepitar de las fundiciones, las cúpulas de las usinas.
La base de la técnica, la materia, la energía, y las leyes que la regulan ha sido proporcionada por Dios; Él ordenó también todas las especulaciones científicas al indicar a nuestros primeros padres: “Creced y mul­tiplicaos, y henchid la tierra y enseñoreaos de ella” (Gé­nesis I, 28).
Pero para que la técnica no se reduzca a la civiliza­ción, para que no se estanque, sino que se convierta en cultura, para que no constituya una maldición, sino por el contrario resulte beneficiosa, se necesita, por sobre todas las cosas, que no asfixie la cultura del espíritu, porque el espíritu de la cultura, está en la cultura del espíritu.
B)  De tal manera, el reino de Dios, no se contrapone al reino humano, a la civilización, al progreso. Por el contrario, el reino de Dios los dignifica y los eleva a un plano superior.
a) El reino de Dios se propone mitigar la fiebre enlo­quecedora a que nos llevó la técnica. El progreso mecá­nico, al descubrirse a sí mismo, envolvió al hombre en vértigo orgulloso. El hombre creyó que con la máquina, que con la civilización lo poseía todo: el confort, el des­canso, la felicidad. Creyó, en consecuencia, que ya no necesitaba de la Religión. Pero levantar una cultura, prescindiendo de la Religión, es construir castillos en la arena o estampar escrituras sobre el mar.

Eliminada la Religión de las disciplinas culturales, queda suprimida su esencia y su base. Olvidada la con­cepción religiosa del mundo, desaparecen los vínculos que permiten una tasación verdadera de las acciones y de los símbolos de la cultura. Por eso el mundo de nues­tros días se agita en una cultura que puede hacer más hermosa y descansada la existencia terrestre, pero que está muy lejos de satisfacer las más nobles inquietudes que laten en el corazón del hombre.
Entiéndase bien. No hablamos de disminuir el impulso creador, la inquietud por descubrir los misterios de la naturaleza, la ambición de dominar sus energías; ya que al desenvolverse en esas disciplinas el hombre cum­ple, simplemente, el mandato de Dios. Hablamos de la necesidad de conservar la adecuada jerarquía, para que no se tornen contraproducentes.
b) Porque, desgraciadamente, son muchos los hom­bres de nuestros días que no la conservan.
El hombre de hoy establece un abismo de diferencias, en sus energías creadoras, con el hombre de antaño.
Antiguamente, el hombre ponía, al servicio de la cultura de su espíritu, su labor creadora. Recuérdense las obras maestras de la pintura y de la arquitectura; las catedrales góticas, los palacios, los vasos sagrados, los gobelinos, los cuadros y la orfebrería que el hombre de nuestros días no sabe trabajar.
No los realiza hoy, porque su orientación es distinta. Ha descendido la puntería, y todos sus esfuerzos, todos sus pensamientos los concentra en la fabricación ince­sante de máquinas. Mas lleva la penitencia en el pecado.
Le ha ocurrido lo que al aprendiz de hechicero. Este llamó en su auxilio a los espíritus. Mas no consiguió luego desprenderse de ellos. Aquél está igualmente esclavizado a sus máquinas.
No podemos admitir otros valores en los progresos de la técnica, que aquellos que proyectan un verdadero avance en la cultura del espíritu, en el acendramiento de la virtud, en el ennoblecimiento del hombre.
No es posible levantar el reino humano prescindiendo del reino de Dios. La técnica no es cultura, es solamente un camino, un instrumento. Arma de muchos filos, pue­de utilizarse para el bien o para el mal. La verdadera cultura, es la que trabaja, vigoriza y mejora el espíritu del hombre, la que ennoblece sus sentimientos, la que permite triunfar sobre el instinto.
La energía más vigorosa, no es el vapor, sino la fe, no es la electricidad, sino el amor. Es el santo y no el boxeador el ideal a seguir. Es el alma y no la máquina la más grande de las riquezas que el hombre posee.
Es doctrina cristiana la afirmación popular de que el hombre es corona de la creación. Por ello, si en el Padre­ nuestro pedimos venga a nos el tu reino, tenemos tam­bién el derecho de procurar el advenimiento del reino del hombre, mas de un reino que descanse sólidamente en el de Dios y que a Él se oriente.
El lector dirá quién comprendió mejor la doctrina cristiana referente a la corona de la creación. Si San Francisco de Asís, al alzar piadosamente del suelo una lombriz para evitar que la pisaran los caminantes; o el químico industrial que la despedaza sobre el microscopio para estudiar la forma de extraer sus aceites.
El problema que nos planteamos en este capítulo, era establecer si la técnica constituía una bendición o una maldición. Para resolverlo es necesario saber antes, si la máquina estaba a nuestro servicio o si nosotros éra­mos siervos de la máquina.
Hubo de ser una bendición; mas desde el instante que perdimos su contralor, la felicidad se convirtió en des­dicha. ¡Pobres de nosotros, si convertimos en para mayor gloria de la máquina, el lema bajo el que trabajaban nuestros padres: para mayor gloria de Dios!
Debemos emplear todos nuestros esfuerzos en el ad­venimiento del reino del hombre, pero debemos igual­mente orar y trabajar, para que se construya sobre el reino de Dios y para que éste Venga a nos.
No necesitamos destruir las máquinas. Lo que debe­mos hacer es ponerlas a nuestro servicio, más aún, al servicio del alma. Porque el espíritu de la cultura, radica en la cultura del alma.


Visto en El Emboscado.