Vivimos en un
tiempo en que la sociedad, después de haber sido católica durante siglos, se ha
hecho totalmente profana y pagana. Pareciera que la Cristiandad, después de
haber sido la Ciudad de Dios, esto es, la Ciudad del amor de Dios hasta la
entrega de sí mismo, haya vuelto a ser la Ciudad de Caín, esto es, la Ciudad
del amor propio hasta el desprecio de Dios.
En este
combate que el infierno despliega contra la Cristiandad, los pueblos ya se han
perdido. Si algo queda, son algunas familias católicas, aunque con heridas y
tristísimas bajas, ya que tiemblan las columnas de los hogares, y se
resquebrajan las paredes.
¿De dónde,
entonces, podrán sacar las familias la firmeza necesaria en esta contienda? De
la Iglesia Católica, a través del sacerdocio católico. Así como al Papa le toca
confirmar la Cristiandad, así también les toca a los obispos confirmar a los
pueblos, a las parroquias confirmar a las familias, y a los sacerdotes
confirmar a las almas. De este modo la Iglesia, siempre a través del
sacerdocio, dota a la familia de las cuatro notas de que goza ella misma: la
verdadera familia es una, santa, católica y apostólica.
1º Unidad.
La unidad de
la Iglesia tiene su fundamento en la unidad de la Fe, sostenida por el
ejercicio del Magisterio infalible de la Iglesia.
No es difícil
ver cuánto confirma la unidad de la familia su pertenencia a la Iglesia. Lo
propio del hombre es ser racional, y por eso el bien humano por excelencia es
la verdad. El hombre debe regir su conducta por cierta sabiduría, que le haga
conocer los fines últimos por los que vive y le permitan discernir lo que está
bien de lo que está mal. La Iglesia le comunica al padre y a la madre esta
sabiduría de manera altísima, certísima y pedagógica, como ningún filósofo lo
hubiera podido hacer. Padre y madre tienen resueltos todos los asuntos más
fundamentales que pueden influir en la dirección de la vida: religiosos,
morales, sociales, etc. Es poco y secundario lo que puede quedar en discusión.
De manera que la familia, a la luz de esta Sabiduría cristiana, tiene una
notabilísima unidad de operación.
Pero la
iluminación de la familia católica no es sólo desde fuera. Así como el
sacramento del Orden establece la sociedad eclesiástica, así el sacramento del
Matrimonio establece la sociedad doméstica. Y así como el primer don que el sacramento
del Orden confiere a la jerarquía sacerdotal es el carisma del Magisterio, por
el que la sabiduría de Jesucristo asiste al Papa y a los obispos, así también
las primeras gracias que el sacramento del Matrimonio confiere a la jerarquía
doméstica, al padre y a la madre, por un carisma que va más allá de su propia
gracia y virtud, son luces de sabiduría y prudencia, un
suplemento de luz sacramental.
La
unidad firmísima de la familia cristiana, entonces, se funda en
esta Sabiduría que recibe de la Iglesia, y no es más que participación de
la unidad de la Iglesia. Ahora bien, por poco que se piense, se hace evidente
que depende esencialmente del sacerdocio católico. En primer lugar, porque
la Sabiduría cristiana ha sido expuesta con la autoridad del mismo Cristo por
el Magisterio de los Papas y Concilios. Pero además, ¿qué padres de familia
pueden estar tan instruidos en esta materia que no necesiten el consejo del
sacerdote, cuya ciencia propia es la Sabiduría cristiana, es decir, la
Teología? Los padres de familia deben instruirse en la Sabiduría cristiana y
alcanzar un sentir católico, pero sus ocupaciones les impiden dedicarse de
lleno a la Teología. A eso se dedica el sacerdote, con especial entrega, con
estudios y gracias especiales. Así como para la salud corporal los padres
tienen que estar suficientemente instruidos para el cuidado de sus hijos, pero
necesitan constantemente del consejo de los médicos, así también para la salud
espiritual necesitan de los sacerdotes, que confirman de esta manera la unidad
de la familia.
2º Santidad.
La segunda
nota de la Iglesia es la santidad; y la santidad fluye en la Iglesia de los
Sacramentos. La familia católica participa de esta nota de santidad
jus-tamente por el sacramento del Matrimonio, que no sólo santifica la
unión de los esposos, sino que hace del matrimonio un «gran misterio», al
insertarlo en el misterio de la Iglesia, como dice San Pablo: «Este misterio
es grande, pero yo lo entiendo en Cristo y en la Iglesia».
El fin por el
que se constituye la familia católica, el bien común que buscan los esposos al
unirse, es cierta y efectivamente la santidad; pues tienen bien claro que el
fin principal del matrimonio es engendrar una prole que hay que llevar al
cielo: es la santidad de los hijos; y que el fin secundario, la ayuda
mutua, es ayu-da en la mutua santificación, porque esta es su mayor
obligación en esta vida. Y así, el fin cierto, claro, efectivo, de la familia
católica es la santidad, aunque luego salga a relucir toda la incoherencia que
pone allí la debilidad de las personas.
A este
respecto, la virtud que aparece como la flor más hermosa, como el adorno y gala
principal de la familia católica, es la castidad. La atracción
sexual es ciertamente la pasión humana más fuerte, pues Dios la asoció a la
función más importante, que es transmitir la vida; y, por eso, en ella también
se manifiesta más el desorden del pecado original. Pero, al elevar las miras de
la unión conyugal, el matrimonio cristiano dignifica y eleva el mismo acto
conyugal, convirtiéndolo en medio de un fin santo. A esto contribuye
especialmente la gracia del sacramento. Y por eso en la familia católica, lo
relativo a la atracción de los sexos se conserva en el mejor equilibrio, ya que
se combate el desenfreno libertino sin caer en el ocultamiento puritano.
Además, la convivencia cristiana de muchos hijos e hijas, hace que la relación
de varones y mujeres se lleve con normalidad, sin mala curiosidad.
¿Tiene aquí
algo que hacer el sacerdote? Evidentemente. Después del magisterio, la
función más propiamente sacerdotal es la santificación. El ordenamiento a
la santidad puede recibir el nombre de «dirección espiritual», y es oficio
especial del párroco respecto de las familias. Normalmente, el párroco tiene la
dirección espiritual general de las familias a través de los sermones, y los
padres la dirección espiritual particular. Ciertamente los padres cristianos
deben preocuparse por la dirección espiritual de sus hijos, que forma parte de
la educación; y sería deseable que el esposo tenga mayor formación espiritual
que la esposa y pueda ayudarla en la santificación, aunque muchas veces pasa al
revés, que suelen ser más piadosas las mujeres. Aun así, en la medida en que un
alma es llevada por Dios a una mayor santidad, en esa misma medida necesita una
dirección espiritual superior que sólo puede darle un buen sacerdote. Asunto
delicado, es verdad, ya que el sacerdote ha de tener cuidado de no suplantar a
los padres en la educación de los hijos, y a los maridos en la dirección de las
esposas. Pero sí debe hacerse presente cuando des-cubre una vocación especial a
la santidad, sea en los hijos o en los padres.
3º Catolicidad.
La tercera
nota de la Iglesia es la catolicidad. Católico significa universal. La Iglesia
tiene una aptitud portentosa para integrar en la unidad familiar a gente de
toda nación y, en cada nación, de toda condición social. Y la familia cristiana
participa de este don. Podemos decir que la familia cristiana es
«integradora», y en esto es católica. Y la virtud de la que proviene
esta nota de la Iglesia es una virtud de doble faz: la caridad-obediencia.
La caridad,
que San Pablo inculca especialmente al padre («Maridos, amad a
vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla»),
es el amor divinizado. Por el amor natural los esposos aman de un modo
los hijos propios y de otro muy distinto los ajenos. Pero cuando la caridad
cristiana informa ese mismo amor natural, los padres dejan de ver a sus
hijos como algo propio, para verlos como algo de Nuestro Señor, como tesoros de
Dios que les son confiados. Y entonces entienden el valor infinito de un alma,
y el sentido que tiene el sacrificio de tener muchos hijos; entonces ya no
notan tanto la diferencia entre los hijos propios y los adoptados, o entre los
hijos y los sobrinos; entonces comienzan a darse cuenta que, a los ojos de
Dios, puede valer más la jovencita empleada como doméstica que los propios hijos,
y el trato pasa a ser de verdadero amor. Así es como la familia cristiana
integra y tiende a hacerse grande: tiene muchos hijos, tiene vínculo grande con
los primos, tiende a acoger como familia a los que trabajan en la casa. Y así
se hace socialmente fuerte.
La obediencia,
que es la otra cara de la caridad, debe brillar particularmente en la
esposa («Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el
marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia»). La
mujer ama al marido fácilmente porque es más afectiva, y también por necesidad,
pues queda atrapada por los hijos. Pero este amor ha de ser cristiano, marcado
por la humildad de la sumisión. En efecto, mientras que el esposo gobierna ad
extra, relacionando la familia con la sociedad, la esposa gobierna ad
intra, teniendo el ejercicio del ministerio del interior. Eso le da
un enorme poder, pues el esposo no sabe qué pasa en la casa sino a través de
los ojos de la esposa, y ella es la que puede abrirle el paso a los hijos y
hacer que respondan a su mando, o cerrárselo y armarle una revolución. ¿Qué
puede hacer un general sin capitanes fieles? La su-misión de la mujer es el
alma de la casa, y no puede existir sin humildad cristiana.
¿Cómo
confirma la parroquia la catolicidad de la familia? Por la espiritualidad eucarística.
No existe catolicidad, esto es, universalidad, sin la Eucaristía.
Ante todo, porque sólo participando del Sacrificio de Jesucristo por amor a
nosotros puede aprender el papá y la mamá a sacrificarse por amor a los suyos.
Además, sólo ante el Altar se manifiesta la dignidad cristiana de cada alma al
verla comulgar: porque allí se ve recibir a Dios por igual al poderoso y al
débil, al rico y al pobre, al hijo y al ajeno. El esposo se da cuenta de que
tiene que respetar a la esposa cuando la ve comulgar, porque ahí «ve» que ella
no es suya sino de Cristo; allí ven los padres que los hijos son de Cristo y no
propios; que los hijos ajenos son tan de Cristo como los suyos; que la empleada
doméstica no es menos que ellos ante el amor de Nuestro Señor. La Iglesia fue
capaz de hacerse Gran Familia por reunir a sus hijos en torno a la Mesa
Eucarística.
4º Apostolicidad.
La Iglesia se
dice apostólica porque Cristo la fundó sobre los doce Apóstoles: sobre sus
dones y doctrinas, transmitidos íntegra y fielmente de generación en
generación. Decir que la Iglesia es «apostólica» es lo mismo que decir que es
«tradicional». Y eso mismo hay que decir de la familia católica: que es
tradi-cional, porque en ella se transmite exactamente y en toda su
pureza lo mismo que se recibió: tanto la vida natural como la vida
sobrenatural; tanto la lengua y la cultura como la fe y el legado católico.
En ese
sentido, la familia es realmente la base de la patria, de todo el legado
acumulado por los padres, que ellos se encargan de transmitir fielmente después
de haberlo recibido. Y por eso la familia católica sabe que la clave de su
felicidad no está por descubrir, sino en seguir siendo como siempre fue. A esta
nota de la familia cristiana, pues, se le asocia otra doble virtud: la fidelidad
a lo recibido, y la perseverancia en transmitirlo.
Pero la
familia católica no recibe la herencia apostólica propiamente de sus abuelos,
sino de los sacerdotes, que son justamente los sucesores de los Apóstoles.
Ellos son los encargados de transmitir íntegra y fielmente la doctrina y los
sacramentos a las familias cristianas. Ellos son los «Padres» que transmiten la
herencia a los hijos. El que quiera ser «tradicionalista» sin sacerdotes, está
en una herética ilusión, porque la indefectible fidelidad de la Iglesia en la
transmisión del Depósito de la Fe está asociada por Jesucristo al sacerdocio.
Tomado de las Hojitas de Fe, N° 56.