[XL
Semanal, 20-Sep-2015]
SANTA IRA
A veces recibo
reconvenciones de hipócritas que reprochan mis palabras gruesas e injuriosas,
mis intemperancias y raptos coléricos; aunque, más frecuentemente, los
hipócritas, en lugar de decírmelo a la cara, se dirigen a quien puede hacerme
más daño. Es cierto que a veces deslizo expresiones agrias en mis
artículos; pero siempre van dirigidas contra iniquidades que claman al cielo, o
contra los canallas que las conciben y ejecutan, por lo que mucho más
escandaloso sería callar. Pero el hipócrita, bajo sus modales suavones
y sus afectaciones pazguatas, es siempre un monstruo de iniquidad que
desea que las iniquidades queden impunes. Mucho me repugnan los reproches de
los hipócritas; pero mucho más todavía me repugna que, para reconvenirme, me
digan melifluamente que es «muy poco cristiano» adoptar actitudes arriscadas,
porque lo que Jesús deseaba es que fuésemos mansos y pusiésemos la otra
mejilla.
Tal sonsonete
se funda, naturalmente, en una imagen totalmente tergiversada de Cristo, quecuando
exhortaba a la mansedumbre no nos estaba pidiendo que fuésemos unos eunucos con
horchata en las venas, ni unos pánfilos miramelindos, ni unos
moderaditos inofensivos, sino personas que acatan dócilmente la voluntad
divina. Tampoco cuando emplea la imagen retórica de poner la otra mejilla nos
está pidiendo Cristo que nos convirtamos en unos seres pasivos que se dejan
vapulear por sus agresores, sino que nos recuerda que Dios está con
quien recibe una agresión por su causa; y que debemos hacérselo ver al
agresor, para que entienda que el daño de su bofetada es ínfimo, comparado con
el beneficio de la caricia divina. Que Jesús fue misericordioso y compasivo
ante las debilidades del prójimo es algo que está fuera de toda duda; pero que
fuese ese ser almibarado y merengosín que pretenden ciertos hipócritas, una
especie de paladín del pacifismo más bobalicón y soplagaitas, es falso de toda
falsedad. Jesucristo fue el Cordero de Dios, pero también el León de
Judá; y de sus rugidos y zarpazos están llenos los Evangelios, que
basta leer para que este falso Jesucristo de pitiminí que los hipócritas han
construido se derrumbe ante nuestros ojos. Cuando leemos los Evangelios
descubrimos, por ejemplo, que Jesús empleaba palabras consoladoras para sanar a
los afligidos; pero descubrimos que también empleaba silencios enigmáticos,
respuestas irónicas, parábolas terribles, discursos airados y hasta arrebatos
coléricos. Jesús, en fin, nada tiene que ver con un predicador capón y melifluo
que sonríe condescendiente ante las travesuras de los hombres, a los que mira
con plácida benignidad; por el contrario, se revuelve viril y enojado contra
los hombres cuando los sorprende en falta, los maldice e increpa con palabras
acres, los reprende sin paños calientes y, llegado el caso, se lía a
zurriagazos con ellos.
Esta santa
ira nos sobrecoge a veces por su ferocidad; pero nos sobrecoge todavía
más porque estalla cuando menos lo esperamos. Así, por ejemplo, en el Cenáculo,
cuando Pedro se pone suavón y pazguato y lo invita a rehuir la Pasión, Jesús le
lanza un anatema brutal (sobre todo teniendo en cuenta que antes lo ha elegido
su vicario en la Tierra): «Apártate de mí, Satanás». No tiene empacho
Jesús en llorar amorosamente sobre la ciudad que está a punto de inmolarlo;
pero tampoco tiene empacho en profetizar que Cafarnaum y Betsaida padecerán
mayor condena que Sodoma. A la higuera estéril la maldice, aunque como el mismo
evangelista reconoce «no era tiempo de higos». A los mercaderes que se habían
instalado en el atrio del templo los expulsa sin miramientos, armado de un
látigo. Y a los fariseos les lanza una portentosa filípica, sin recatarse de
acribillarlos con las palabras más gruesas e injuriosas: «Raza de víboras,
sepulcros blanqueados», etcétera.
Y, en fin, no
encontramos en toda la predicación de Cristo ninguno de los tópicos habituales
a favor de la paz que tanto gustan de atribuirle los hipócritas. No hallamos en
sus palabras ninguna execración de la guerra; y hasta llegó a cultivar cierta
amistad con algunos soldados romanos. La paz que repartía a manos
llenas entre sus seguidores nada tiene que ver con la paz del mundo, sino con
la paz del alma, que se llena de la fragancia de los nardos cuando Dios
anida dentro de ella. Y, en fin, Jesús nos advierte sin ambages que no ha venido
a traer la paz, sino la espada, y a revolver al hijo contra el padre y a la
nuera contra la suegra. Nada más natural, pues, para afrontar tales batallas,
que armarse de santa ira. El León de Judá nunca dejó de mostrarse airado ante
quienes lo merecían; y reservó sus iras mayores para los bellacos hipócritas.