El Superior General de la FSSPX, Mons. Bernard Fellay, emite una declaración con relación al documento omitido luego del Sínodo de los obispos sobre la familia, aparecida en DICI,
28-Oct-2015.
Foto ©DICI
Declaración sobre la Relación final del Sínodo de la familia
La Relación final de la segunda
sesión del Sínodo de la familia, publicada el 24 de octubre de 2015, lejos de
manifestar un consenso de los padres sinodales, constituye la expresión de un
compromiso entre posturas profundamente divergentes. En ella se puede ver que
se recuerdan ciertos puntos doctrinales sobre el matrimonio y la familia
católica, pero también se notan lamentables ambigüedades y omisiones, y sobre
todo brechas abiertas en la disciplina en nombre de una misericordia pastoral
relativista. La impresión general que se desprende de este texto es la de una
confusión que no dejará de ser explotada en un sentido contrario a la enseñanza
constante de la Iglesia.
Por esta razón, nos parece
necesario reafirmar la verdad recibida de Cristo sobre la función del Papa y de
los obispos (1) y sobre la familia y el matrimonio (2), cosa que hacemos en el
mismo espíritu que nos llevó a dirigir al Papa Francisco una súplica antes
de la segunda sesión de este Sínodo.
1 – La función del Papa y de
los obispos[1]
Como hijos de la Iglesia
Católica, creemos que el obispo de Roma, sucesor de San Pedro, es el Vicario de
Cristo, al mismo tiempo que es la cabeza visible de toda la Iglesia. Su poder
es en sentido propio una jurisdicción a la que, tanto los pastores como los
fieles de las Iglesias particulares, cada uno de ellos por separado o todos
ellos reunidos, incluso en concilio, en sínodo o en conferencias episcopales,
quedan obligados por un deber de subordinación jerárquica y de verdadera
obediencia.
Dios ha dispuesto así las cosas
para que, manteniendo con el obispo de Roma la comunión y la profesión de una
misma fe, la Iglesia de Cristo no sea sino un solo rebaño bajo un solo pastor.
La Santa Iglesia de Dios ha sido divinamente constituida como una sociedad jerárquica
en la que la autoridad que gobierna a los fieles viene de Dios, a través del
Papa y de los obispos que le están sometidos. [2]
Cuando el Magisterio pontificio
supremo ha dado la expresión auténtica de la verdad revelada, tanto en materia
dogmática como en materia disciplinar, no les corresponde a los organismos
eclesiásticos con autoridad de rango inferior –como las conferencias
episcopales– introducir modificaciones en él.
El sentido de los sagrados dogmas
que ha de conservarse a perpetuidad es el que el magisterio del Papa y los
obispos han enseñado de una vez por todas y del que nadie puede jamás
separarse. Por consiguiente, la pastoral de la Iglesia cuando ejerce la
misericordia ha de comenzar remediando la miseria de la ignorancia al dar a las
almas la verdad que las salva.
En la jerarquía instituida así
por Dios, en materia de fe y de magisterio, las verdades reveladas han sido
confiadas como un depósito divino a los Apóstoles y a sus sucesores, el Papa y
los obispos, para que lo guarden fielmente y lo enseñen con autoridad. Este
depósito está contenido, como en sus fuentes, en los libros de la Sagrada
Escritura y en las tradiciones no escritas que, recibidas por los Apóstoles de
boca del propio Cristo o transmitidas como de mano en mano por los Apóstoles
por dictado del Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros.
Cuando la Iglesia docente declara
el sentido de estas verdades contenidas en la Escritura y la Tradición, lo
impone con autoridad a los fieles para que lo crean como revelado por Dios. Es erróneo
decir que al Papa y a los obispos corresponde ratificar lo que les sugiere el sensus
fidei o la experiencia común del Pueblo de Dios.
Como ya habíamos escrito en
nuestra Súplica al Santo Padre: «Nuestra inquietud brota de la condenación que
San Pío X hizo, en su encíclica Pascendi, de la acomodación del
dogma a pretendidas exigencias contemporáneas. Pío X y vos, habéis recibido la
plenitud del poder de enseñar, de santificar y de gobernar en la obediencia a
Cristo, que es el Jefe y el Pastor del rebaño en todo tiempo y en todo lugar, y
de quien el Papa debe ser el fiel vicario sobre esta tierra. Lo que ha sido
objeto de una condenación dogmática no puede convertirse, con el tiempo, en una
práctica pastoral autorizada».
Esto es lo que llevó a Mons. Marcel
Lefebvre a escribir en su Declaración
del 21 de noviembre de 1974: «Ninguna autoridad, ni siquiera la más alta en
la jerarquía, puede obligarnos a abandonar o a disminuir nuestra fe católica,
claramente expresada y profesada por el magisterio de la Iglesia desde hace
diecinueve siglos. «Si ocurriese —dice san Pablo— que yo
mismo o un Ángel bajado del cielo os enseñase otra cosa distinta a lo que yo os
he enseñado, sea anatema». [3]
2 – El matrimonio y la familia
católica
Acerca del matrimonio, Dios ha
provisto al crecimiento del género humano instituyendo el matrimonio, que es la
unión estable y perpetua de un hombre y de una mujer [4]. El matrimonio de
los bautizados es un sacramento, ya que Cristo lo elevó a esta dignidad; por lo
tanto, el matrimonio y la familia son de institución divina y natural.
El fin primario del matrimonio es
la procreación y la educación de los hijos, que ninguna voluntad humana podría
excluir realizando actos que le son opuestos. El fin secundario del matrimonio
es la ayuda mutua que se dan los cónyuges, así como el remedio de la
concupiscencia.
Cristo estableció que la unidad
del matrimonio sería definitiva, tanto para los cristianos como para todos los
hombres. Esta unidad goza de tal indisolubilidad que no puede romperse nunca,
ni por la voluntad de ambas partes ni por ninguna autoridad humana: «lo
que Dios ha unido, no lo separe el hombre».[5] En el caso del matrimonio
sacramental entre bautizados, la unidad e indisolubilidad se explican, además,
por el hecho de ser el signo de la unión de Cristo con su esposa.
Todo lo que los hombres puedan
decretar o hacer contra la unidad e indisolubilidad del matrimonio no
corresponde ni a lo que exige la naturaleza ni al bien de la sociedad humana.
Además, los fieles católicos tienen el deber grave de no unirse únicamente por
el vínculo del matrimonio civil, sin tener en cuenta el matrimonio religioso
prescrito por la Iglesia.
La recepción de la eucaristía (o
comunión sacramental) requiere el estado de gracia santificante y la unión con
Cristo mediante la caridad; la comunión aumenta esta caridad y significa al
propio tiempo el amor de Cristo por la Iglesia, que le está unida como Esposa
única. Por consiguiente, las personas que deliberadamente viven juntas en una
unión de concubinato o incluso adúltera van contra las leyes de Dios y de la
Iglesia, porque dan el mal ejemplo de una falta de justicia y de caridad, no
pueden ser admitidas a la comunión eucarística y son consideradas como
pecadores públicos: «El que se casa con la repudiada por el marido,
comete adulterio». [6]
Para recibir la absolución de los
pecados en el ámbito del sacramento de la penitencia, se requiere tener el
firme propósito de no pecar más y, consiguientemente, los que se niegan a poner
término a su situación irregular no pueden recibir una absolución válida.[7]
En conformidad con la ley
natural, el hombre no tiene derecho a usar su sexualidad sino en el matrimonio
legítimo y respetando las leyes fijadas por la moral. Por lo tanto, la
homosexualidad contradice el derecho divino natural. Las uniones realizadas
fuera del matrimonio, de concubinato, de adulterio e incluso homosexuales, son
un desorden contrario a las exigencias de la ley divina natural y por lo tanto
constituyen un pecado. No puede reconocerse en ellas parte alguna de bondad
moral, ni siquiera disminuida.
Ante los errores actuales y las
legislaciones civiles contra la santidad del matrimonio y la pureza de las
costumbres, la ley natural no admite excepciones, pues Dios, en su sabiduría
infinita, al darnos su ley ha previsto todos los casos y circunstancias, a
diferencia de los legisladores humanos. Por ello no puede admitirse una moral
denominada de situación, que se propone adaptar las reglas de conducta dictadas
por la ley natural a las diferentes culturas. La solución de los problemas de
orden moral no ha de someterse tan sólo a la conciencia de los esposos o de los
pastores, y la ley natural se impone a la conciencia como regla del obrar.
La solicitud del Buen Samaritano
con el pecador se manifiesta por medio de la misericordia que no transige con
su pecado, lo mismo que el médico que quiere ayudar eficazmente a un enfermo a
recuperar la salud no transige con su enfermedad, sino que le ayuda a
deshacerse de ella. Es imposible liberarse de la ley evangélica en nombre de
una pastoral subjetiva que, aunque recordara universalmente tal ley, la
aboliría caso por caso. Nadie puede conceder a los obispos la facultad de
suspender la ley de la indisolubilidad del matrimonio ad casum sin
exponerse a que se vuelva sosa la doctrina del Evangelio y quede troceada la
autoridad de la Iglesia. Pues, en esta perspectiva errónea, lo que se afirma
doctrinalmente podría negarse pastoralmente, y lo que está prohibido de
jure podría estar autorizado de facto.
En esta confusión extrema, le
corresponde en adelante al Papa –conforme a su cargo y en los límites que le ha
fijado Cristo– volver a expresar con claridad y firmeza la verdad católica quod
semper, quod ubique, quod ab omnibus [8], e impedir que esta verdad
universal sea práctica y localmente contradicha.
Siguiendo el consejo de Cristo: orate
et vigilate, rezamos por el Papa: oremus pro pontifice nostro
Francisco,y permanecemos vigilantes: non tradat eum in manus
inimicorum ejus[9], para que Dios no lo entregue en manos de sus enemigos.
Suplicamos a María, Madre de Iglesia, que le conceda las gracias que le
permitan ser el fiel intendente de los tesoros de su divino Hijo.
Menzingen, 27 de octubre de 2015
+ Bernard FELLAY
Superior General de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X
+ Bernard FELLAY
Superior General de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X
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[1] Concilio de Trento,
sesión 4ª; concilio Vaticano I, constitución Dei Filius; decreto Lamentabili,
n° 6.[2] Mt 16, 18-19; Jn 21, 15-17; constitución Pastor aeternus del concilio Vatican I.
[3] Gál 1, 8.
[4] Gén 2, 18-25
[5] Mt 19, 6.
[6] Lc 16, 18.
[7] León XIII, Arcanum divinae sapientiae; Pío XI, Casti connubii.
[8] San Vicente de Lerins, Commonitorium.
[9] Oración pro summo Pontifice.