Son muchos los lectores que me
escriben inquietos, algunos muy lastimados en sus creencias, otros en un estado
de angustia próximo a la pérdida de la fe, suplicándome que me pronuncie sobre
tal o cual desvarío eclesiástico. Durante muchos años ofrecí mi jeta desnuda
para que me la partieran los enemigos de la fe; hasta que, cierto día,
empezaron a partírmela también (¡y con qué saña!) sus presuntos guardianes. Hoy
atravieso una noche oscura del alma de incierta salida; por lo que, sintiéndolo
mucho, no puedo atender las solicitudes de mis lectores angustiados, sino en
todo caso sumarme a su tribulación; en cambio, les recordaré un pasaje de las
Escrituras que, en momentos tenebrosos, conviene tener presente, para que no
muera la esperanza. Y estas líneas serán las últimas que dedique a esta
cuestión desgarradora.
En una de las visiones del
Apocalipsis se nos habla de la Gran Ramera, que “fornica con los reyes de la
tierra” y “embriaga a las gentes con el vino de su inmoralidad”. Esta Gran
Ramera es la religión adulterada, falsificada, prostituida, entregada a los poderes
de este mundo; y es la antítesis de la otra mujer que aparece en el
Apocalipsis, la parturienta vestida de sol y coronada de estrellas que tiene
que huir al desierto, perseguida por la Bestia. Si la Gran Ramera simboliza la
religión genuflexa ante los “reyes de la tierra”, la Parturienta representa la
religión fiel y mártir. Estas dos facetas de la religión, que para Dios son
perfectamente distinguibles, no lo son siempre para los hombres, que con
frecuencia confunden a la una con la otra (a veces por candor, a veces por
perfidia); y sólo serán plenamente distinguibles en el día de la siega, cuando
se separen el trigo y la cizaña. Entretanto, para tratar de distinguir esta
religión prostituida hemos de guiarnos por los indicios que nos brindó Cristo: es
la religión convertida en sal sosa, es la religión que calla para que griten
las piedras, es la religión que permite la “abominación de la desolación”,
adulterando, ocultando y hasta persiguiendo la verdad. “Os expulsaran de la
sinagoga –profetizó Cristo, en un último aviso a navegantes--. Y, cuando os
maten, pensarán que están haciendo un servicio a Dios”. Evidentemente, no se
estaba refiriendo a la persecución decretada por los reyes de la tierra, sino a
la persecución mucho más pavorosa –misterio de iniquidad sumo— impulsada por la
Gran Ramera.
¿Cómo fornica la Gran Ramera con los
reyes de la tierra? Allanándose ante sus leyes, transigiendo ante su dictadura
ideológica, callando ante sus aberraciones, codiciando sus riquezas y honores,
aferrándose a los privilegios y brillos con que la han sobornado, para tenerla
a sus pies; en resumen, poniendo los poderes de este mundo en el lugar que le
corresponde a Dios. ¿Y cómo embriaga a las gentes con el vino de su
inmoralidad? Adulterando el Evangelio, reduciéndolo a una lastimosa papilla
buenista, enturbiando la doctrina milenaria de la Iglesia, cortejando a los
enemigos de la fe, disfrazando de misericordia la sumisión al error, sembrando
la confusión entre los sencillos, condenando al desconcierto y a la angustia a
los fieles, a los que incluso señalará como enemigos ante las masas
cretinizadas, que así podrán lincharlos más fácilmente. Al final esos fieles
serán muy pocos; pero, a cambio, serán terriblemente visibles, provocando el
odio de la religión prostituida, que los perseguirá hasta el desierto: “Y
seréis odiados por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ése
será salvo”.
Entretanto, Dios mantendrá sus
promesas sobre la permanencia e infalibilidad de sus palabras: “Cielo y tierra
pasarán, mas mis palabras no pasarán”. Y esa última luz será nuestro único
consuelo, mientras nos invade la noche oscura del alma.
Juan Manuel de Prada, Publicado en originalmente ABC,
3-Jul-2016.