La batalla de Colombia
Por
César Félix Sánchez Martínez
A lo que ocurrió el domingo 2 de octubre
en Colombia le quedan cortos los clichés de «hecho histórico» o «un antes y un
después». No recuerdo ninguna otra elección donde los resultados de las
encuestas oficiosas discrepasen tanto con el resultado final. Las encuestas
aseguraban dos tercios de apoyo para el Sí.
Por otro lado, de manera en algo semejante a los comicios previos al Brexit, el coro unánime de los medios de
comunicación nacionales e internacionales apostó por el caballo equivocado, con
excepción de un misterioso ramalazo de
rechazo de último momento por parte de algunos espacios menores influidos por
el lobby del exilio cubano, usualmente dentro de medios mainstream norteamericanos a favor del acuerdo.
Hemos explicado en un artículo
anterior las muchas iniquidades del acuerdo de paz. La sorpresa, por tanto, es
que los colombianos hayan podido darse cuenta de lo evidente, cosa que es
bastante meritoria en un mundo signado por las presiones e intoxicaciones
mediáticas (como nos consta en las últimas elecciones presidenciales nuestras),
que tratan de empequeñecer espiritualmente a los pueblos con espantajos como el
«prestigio internacional» y el «riesgo-país». Pero el pueblo colombiano ha
demostrado su valía, incluso ante una lid bastante desigual.
Santos, que había declarado días
atrás que votar por el no significaba,
no la posibilidad de una renegociación, sino la continuación irremediable de la
guerra, ahora acaba de asegurar en mil idiomas que «respeta la decisión» y que
la paz no se encuentra comprometida y sigue en camino, bajo nuevos términos de
consenso nacional. Evidentemente no se puede esperar coherencia –gracias a Dios
–en un personaje que declaró también que si perdía el sí acabaría renunciando. Timochenko ha asegurado prácticamente lo
mismo. Parece que la noticia del inminente Apocalipsis que anunciaban es un poquito exagerada.
Lo
más sorprendente de todo fue que no todos los días pierden juntos una misma
elección las FARC, la izquierda internacional (bolivariana, bolchevique y
posmoderna), ETA –que elogió el acuerdo y lo vio como un modelo –, la ONU, Obama,
Vargas Llosa, Raúl Castro, PPK e incluso el papa Francisco –que llegó a
declarar, con su usual vehemencia, que «Santos
se jugaba entero por la paz», condicionando prácticamente su viaje -«para enseñarles la paz a los colombianos» -
a la firma del acuerdo.
¿Qué
unía a tan diversos personajes en el apoyo a esta causa? Pues parece que se
desarrollaba una gran maniobra del ajedrez global. El atlanticismo, el núcleo
duro del llamado Nuevo Orden Mundial, pretendía establecer un laboratorio
hemisférico de un experimento geopolítico osado. Una «primavera colombiana»,
bajo medios inéditos pero con un fin semejante a las árabes. Como se sabe, el
bloque bolivariano colapsa de manera irremediable. Cuba, eternamente colonial, lo sabe, y ha empezado a
escuchar los cantos de sirena de Obama, ante los buenos oficios de Francisco
(muy curiosamente las relaciones fueron restablecidas el día de cumpleaños del
Sumo Pontífice). Parece ser, entonces, que Rusia –el gran enemigo del
atlanticismo – se queda sin cabezas de playa en el hemisferio de Estados
Unidos. Las ganancias de Rusia en otros lugares del mundo –la pervivencia de El
Assad, el relativo appeasement de
Erdogan (una relativa compensación por la relativa deriva hacia «el Imperio» de
Raúl Castro) – debían resarcirse con una pérdida en Sudamérica. Diseñar
controladamente una Colombia progresista,
gobernada por una izquierda al estilo Democratic
Party –moderadamente controlista en la economía, radical en la reingeniería
social anticristiana y en la demagogia mediática populista – serviría a la
perfección para los intereses de Estados Unidos: crear y controlar una nueva
izquierda latinoamericana postbolivariana, dejarla que caotice y fragmente el patio trasero, pero reconducirla al campo
sutil de la dominación geopolítica, sin que Rusia pudiese ya contar con sus
viejos amigos hemisféricos, reciclados por el enemigo, y, por tanto, sin
facilidades para restablecer sus cabezas de playa. Este copamiento de las
izquierdas latinoamericanas por parte de EEUU era un proceso que venía desde
hace mucho, bajo el paraguas de USAID y el National Democratic Institute, y a
través, también, de la transformación, bastante rociada de dinero, de los
bolcheviques sudamericanos en «ideólogos de género» y «defensores de los
derechos sexuales».
Sin embargo, la maniobra arreció especialmente
en el 2013, luego del estancamiento de la «primavera árabe». Allí se pudo ver
cómo, por obra de mágicas consignas, algunas figuras se convirtieron de rábidos
antibolivarianos en figuras dialogantes y empáticas con los caudillos
populistas latinoamericanos, quizá en busca de conducirlos a los pastos más verdes de Washington D. C. El
ejemplo más característico es el del cardenal Bergoglio, enemigo de los
Kirchner y de su corte de los milagros (Bonafini et al.) y luego como,
Francisco, su entusiasta y hospitalario amigo. Tanto los primeros informes del cónclave –donde se filtró el
entusiasmo del gran elector norteamericano Dolan por la candidatura del
argentino –, el hecho de que su semblanza, cuando fue proclamado hombre del año
por Time, estuviese a cargo de Obama,
la filtración de correos hackeados a
George Soros (prócer atlanticista y
pionero del copamiento de las izquierdas) que revelaban su apoyo económico a la visita del Papa a EEUU y la inusual ira
del Pontífice ante la figura de Trump y las recientes maniobras militares
ruso-sirias en Alepo, hablan claramente de cuál es la filiación verdadera de
Francisco.
El esperado golpe de popularidad que tendría Santos
con el acuerdo de paz –y el posible Premio Nobel- , las loas de dignatarios y
la visita del Papa en un país todavía visceralmente católico servirían para una
transmisión controlada del poder (casi semejante a su entronización de hace
algunos años por parte de Uribe) y quizá un cogobierno con la izquierda, con el
apoyo tímido –para no escandalizar – de la flamante bancada de las FARC. En
verdad, una nueva Colombia estaba en
ciernes, cuyo modelo sería fácilmente exportable a una nueva Venezuela.
Sin
embargo, no contaban con los imponderables del sufragio universal. Los corifeos
del Nuevo Orden Mundial manejan con maestría el llamado «arte real», el arte de
manipular sutilmente las conciencias y las acciones, enseñado desde antiguo en
las logias. Los grandes medios de comunicación y los intelectuales y artistas
dóciles –incluso y especialmente dóciles en su aparente rebeldía e iconoclastia –
son los instrumentos privilegiados para esta «fabricación del consenso», en
palabras de Noam Chomsky. El único problema es que la gente ya no les cree. En
Europa, la gota que derramó el vaso fue el sistemático y grotesco engaño
respecto de la crisis de los seudorefugiados, último gran favor turco al
atlanticismo, y al escamoteo de sus consecuencias delincuenciales. El Brexit, el crecimiento de Trump, el auge
del Partido de la Libertad austríaco y este referéndum demuestran que su
capacidad de manipulación ya no es omnímoda, como hace quince años.
El
Nuevo Orden Mundial, organizado en torno al complejo industrial y militar
norteamericano y el poder financiero británico –atlanticismo-, difundido por la
ONU y sus organismos y dirigido espiritualmente por cierta «sociedad de
pensamiento» cosmopolita de
viejísimos orígenes hebraicos, tiene como objetivo acelerar el camino a una ecumene materialista antropocéntrica (el
hombre como Dios para el hombre, anunciado por Francis Bacon) y a un
gobierno mundial, sutilísimo, primero, y luego abierto. Es una versión más,
quizás la más peligrosa, de la perenne revolución anticristiana. Versiones más
antiguas o limitadas de esta, quizá incluso surgidas del N. O. M en sus épocas
primigenias, son ahora viejos escollos para su marcha desesperada, a infiltrar
y transbordar o a destruir.[1]
Por alguna razón que sus fautores mismos no alcanzan a explicar, el N.O.M
presiente que se le acaba el tiempo.
¿Qué
hará, entonces, ahora, en que el triunfo se le escurrió de las manos en Colombia,
en la misma Colombia, donde Estados Unidos arraigó desde hace bastante tiempo
una influencia inmensa en el ámbito de la inteligencia estratégica? En primer
lugar, no perder la calma y reactivar y estimular a sus aliados olvidados en la
derecha liberal colombiana y latinoamericana.
En segundo lugar, retroceder tácticamente y luego afianzar una ofensiva, quizá
esta vez con intentos de desestabilización de sus enemigos más intensos y
directos en otros frentes. Este retiro táctico también significará el abandono
de sus empleados y aliados en los que invirtió y que se han demostrado más
inútiles de lo esperado. Es en ese sentido que, en un artículo reciente,
Antonio Socci habla del pánico de Francisco por una posible derrota demócrata.
Muy probablemente, el Departamento de Estado le baje el dedo y el episcopado
norteamericano –el de la Costa Este, que es el que parte el pastel – le
retire sus apoyos, lo que dejará al pontífice argentino en las manos ávidas de
venganza de las partes todavía no desarticuladas del Episcopado italiano y de
los restos de la Curia. Quizá le espere a la Sede Romana una fase de
anarquización que hará palidecer a la behetría actual en la que está envuelta.
¿Qué le queda, por su parte a Rusia? Quizá ya ha llegado la hora de darse cuenta de
que el arquetipo del revolucionario latinoamericano
–pequeñoburgués e inorgánico – no significa más una alternativa viable y
estable para sus intereses. Quién sabe si no está en ciernes la aparición de
una opción hispanoamericana auténticamente popular, cristiana y patriótica, que
sirva como una suerte de palo en la rueda del mundialismo en el hemisferio. Y
quizá esta reacción pueda comenzar en Colombia, que parece, en estos días,
haber sido tocada especialmente por la Providencia.
[1] Uno de estos
casos es el del sionismo conservador,
junto con su brazo colonial, el Republican
Party, que parecen estar a punto de ser descartados.