Es difícil seguir de modo exacto
la evolución de la idea del sacerdocio y de sus consecuencias. Haría falta, tal
vez, remontarse 30 años y recordar la infiltración en los seminarios de ideas
subversivas en torno a la función del sacerdote y a sus relaciones con el
mundo. Pero nos limitaremos a los 10 últimos años, los del Concilio y después
del él.
Como en todos los cambios
ocurridos durante este período, se apoyaron en la evolución del mundo para
hacerle creer al sacerdote que también él tenía que cambiar su modo de ser. Era
fácil crearle un complejo de aislamiento, de frustración y de ser extraño a la
sociedad. Se le decía que tenía que volver a unirse al mundo y abrirse a él. Se
acusaba a su formación y a la forma anticuada de vestir y vivir.
El lema que ayudó a asimilar al
sacerdote al mundo fue fácil: “El sacerdote es un hombre como los demás”. Dado esto
por sentado, tenía que vestir como los demás, ejercer como ellos una profesión,
tener libertad de opción sindical y política, y finalmente, tener libertad de
poderse casar. Los seminarios no tenían más que adaptarse a este nuevo “tipo de
sacerdote”.
Por desgracia, este lenguaje no
estaba sólo en labios de los enemigos tradicionales de la Iglesia, sino en
labios de sacerdotes y obispos.
Las consecuencias no se han hecho
esperar: el abandono de todo distintivo eclesiástico, la búsqueda de una profesión,
la transformación del culto para halagar el gusto del mundo; y al cabo de pocos
años, la pérdida de la fe, desembocando en la abjuración de miles de
sacerdotes.
Éste es sin duda el signo más
doloroso de esta reforma: la pérdida de la fe en el sacerdote. Porque éste es, esencialmente,
el hombre de la fe. Si ya no sabe lo que es, pierde la fe en sí mismo y en lo
que es su sacerdocio.
Se ha modificado radicalmente la
definición del sacerdocio dada por san Pablo y por el Concilio de Trento. El sacerdote
ya no es el que sube al altar y ofrece un sacrificio de alabanza a Dios por la
remisión de los pecados. Se ha invertido el orden de los fines. El sacerdocio
tiene un fin primario, que es ofrecer el sacrificio; y un fin secundario, que
es la evangelización. Ahora la evangelización se impone al sacrificio y a los
sacramentos. Se convierte en un fin en sí mismo. Este grave error tiene
trágicas consecuencias. En efecto, la evangelización, al perder su fin, queda
enteramente desorientada y busca motivos que agraden al mundo, como la falsa
justicia social o la falsa libertad, que adquieren nombres nuevos: desarrollo,
progreso y construcción del mundo. Estamos plenamente dentro del lenguaje que
lleva a todas las revoluciones. El sacerdote descubre en sí un papel primordial
en la revolución mundial contra las estructuras políticas, sociales,
eclesiásticas, familiares y parroquiales. No tiene que quedar nada de ellas. El
comunismo no encontró nunca agentes más eficaces que esos sacerdotes. Los
sacerdotes han perdido la fe; constatación dolorosa si la hay, en quien es el
hombre de la fe.
Dentro de esta óptica nueva del
sacerdote, todo se deduce lógicamente: el abandono de la sotana, el deseo de ejercer
una profesión y la posibilidad del matrimonio[1].
Mons. Marcel Lefebvre,
tomado de la obra “Monseñor Lefebvre.
Vida y doctrina de un obispo católico”.
Anexo de Stat Veritas:
Algunos ejemplos gráficos de esta crisis del sacerdocio de la cual habla Mons. Lefebvre, y por la cual, muchos han perdido el hábito y el sentido real de lo que es el sacerdocio católico:
El ex sacerdote Nicolás
Alessio, quién en tiempos del debate sobre el mal llamado “matrimonio”
homosexual, apoyaba públicamente dicha aberración contranatura. Dejó la vestimenta eclesiástica para vestir ropa más acorde a su pensamiento.
[1] Un Evêque parle, t. I, págs. 149-151.