El gran
peligro que amenaza hoy a los católicos y a una amplia parte de la jerarquía,
es el deseo de conciliar cosas que son inconciliables.
No me
refiero aquí a los que se ha dado en llamar progresistas, a los que ya no
quieren reconocer los dogmas, a los que niegan la resurrección de Cristo como
hecho histórico. En una palabra, a todos aquellos que determinan el objeto de
su fe a través de la ciencia y de las interpretaciones que de la ciencia hacen,
y no ya siguiendo la doctrina tradicional de la Iglesia y del Evangelio. No me
refiero a esos. Pienso en aquellos que desean seguir siendo fieles al depósito
de la fe católica, en los que profesando el credo del Papa Pablo VI aceptan al
mismo tiempo el mito del hombre moderno.
Algunos,
en efecto, no se dan cuenta de que declarando: “Debemos abandonar el ghetto
católico y adoptar una actitud más positiva en relación al mundo”, abren la
puerta al diablo, que les conduce a no ver ya el contraste, irreconciliable y
sin fin, entre el espíritu del Cristo y el espíritu del mundo.
(…)
La naturaleza de la
Pastoral.
El
desconocimiento de la verdadera naturaleza del aspecto pastoral va acompañado
de la preponderancia de lo pastoral con relación a lo dogmático. Si debemos
pensar que toda alteración de la Revelación de Cristo, escudada en motivos
pastorales, es una ofensa a Dios, hemos de pensar también que la pastoral
pierde su sentido y su justificación cuando se la coloca más alto que la verdad
divina de la Revelación. El objetivo de cualquier pastoral es, en efecto, que
cada alma llegue a un encuentro real con Cristo, y que se llene de la fe en la
verdad divina inalterada: que reciba la vida sobrenatural por los sacramentos y
que se santifique por la imitación auténtica de Cristo. Cualquier compromiso
por razones pastorales en la transmisión de la verdad divina imposibilita
conseguir el objetivo al que debe tender la pastoral; de ese modo la pastoral
pierde su sentido.
Al primado
funesto de lo pastoral mal entendido está ligado el desinterés en relación a la
Verdad Divina, el olvido de nuestro primer deber hacia Dios: darle Gloria. La
salvación se convierte en el único tema -como ya reprochaba Kierkegaard a
Lutero- y la glorificación de Dios –que es el sentido y la razón de nuestra
existencia y lo que objetivamente interesa antes que nada- se encuentra
relegada a un segundo plano. ¿Acaso no ha declarado expresamente la Iglesia que
el fin último primordial del hombre es la asimilación –similitudo- con Dios y
que la beatitud –beatitudo- es el fin último secundario?
Amor al prójimo y
comunidad humana.
Otro error
es la confusión entre el amor al prójimo y comunidad religiosa. En efecto, la
caridad con el prójimo se extiende también a aquellos con los que no tenemos ni
el derecho ni el deber de entrar en comunidad, entendiendo ese término de
comunidad en sentido estricto. Si entendemos de ese modo comunidad
–comunicación, relacionarse establemente, formar una unidad-, hay que concluir
que eso, en determinados casos, no es solo imposible, sino que es un mal. Yo no
puedo ni debo tener comunidad con los malos. No tengo derecho a comportarme
como si su desviación moral no tuviese importancia; no puedo pasar por encima
de eso y entrar en una comunidad personal con él, como puedo y debo hacerlo con
otros. Hablando de malos no pienso, evidentemente, en el pecador. Eso sería un
increíble fariseísmo: querer alejarse del pecador sería hacer lo contrario de
lo que ha hecho Cristo. El malo al que me refiero aquí no es el débil que cae,
el publicano, la mujer adúltera; es el enemigo declarado de Dios, el que odia a
Dios y se dedica a envenenar las almas de los demás. También a éste se extiende
la caridad, pero no tenemos derecho a entrar en comunidad con él. Esto se
expresa claramente cuando el gran Apóstol de la caridad nos dice: “Si un
herético viene a nosotros, hemos de abstenernos incluso de saludarlos” (2
Juan, 10, 11).
La
comunidad en la que nos alegramos de estar con alguien, o aquella otra en la
que nos sentimos simplemente relacionados con otro de una forma más general
–intercambio de ideas, diálogo…- no ha de extenderse al malo, al enemigo de
Dios. No debemos actuar como si su posición y su actuación –que hacen de él un
instrumento de Satanás- no tuvieran la menor importancia para nosotros.
Algunos, piensan, sin embargo, que comportarse de ese modo –no darle
importancia- es un signo privilegiado de su ausencia de prejuicios; imaginan
así que son tolerantes, aprecian su propia bondad, se vanaglorian de haber
superado las oposiciones.
Es preciso
hacer otra distinción. La comunidad de la que hablamos aquí abarca algo que va
desde la conciencia profunda de estar relacionados, pasando por la simple
colaboración, hasta el amable comer juntos. Este tipo de comunidad implica que
yo supero esa separación: la que, en el caso del malo, arranca de su enemistad
con Dios. Implica que yo ignoro ese abismo, que trato al otro como si fuera un
buen hijo de Dios y no ya a ese malo del que dice San Pablo que no le debemos
tolerar en nuestra comunidad religiosa.
Las cosas
son muy diversas cuando alguien se acerca al malo, con la esperanza de
conducirlo a Dios. El contacto que entonces se intenta para cumplir ese acto
eminente de amor al prójimo, no reviste el carácter de aceptación del otro en
una comunidad que quiera ignorar que él es enemigo de Dios o pase olímpicamente
por encima de ese hecho. Al contrario: el motivo del contacto con un hombre así
es precisamente el profundo dolor que se experimenta ante su enemistad con
Dios, el deseo ardiente, que se origina en la caridad, de conducir a ese
hombre, con la ayuda de Dios, a la conversión. En este caso no se pasa por alto
el hecho de la aversión a Dios y a la verdad; se trata de hacer del enemigo de
Dios, un servidor de Dios. Este contacto está motivado por el celo de la gloria
de Dios, por el amor a Dios y al prójimo. La comunidad que no tenemos ni el
derecho ni el permiso de establecer con él es, al contrario, esa
pseudo-magnanimidad a expensas de los intereses de Dios. Es lo opuesto a la
caridad, indiferencia profunda hacia la salvación eterna del prójimo. Estamos
aquí en presencia de una especie de honradez burguesa: se trata simplemente de
malearse juntamente con el otro. Y para esto se cita –horribile dictu- la
palabra de Cristo. Ut sint unum.
Hemos
visto que el amor al prójimo –a diferencia de la comunidad con él- debe
extenderse a cada ser humano, también a los enemigos de Dios. Un amor así
presupone en nuestra alma mucho más que el consentimiento de establecer una
comunidad con él. Sólo es posible con fruto de un amor ardiente a Cristo, de
una comunidad personal de Tú y Yo con Cristo, que llena nuestros corazones de
su amor santo. Pero no presupone nada en el prójimo al que va nuestro amor.
Estar en comunidad con alguno presupone mucho menos en nosotros, pero mucho más
en la persona con la que nos relacionamos: cuanto más profunda y más íntima es
la comunidad, más dignidad presupone en la persona con la que establecemos esa
comunidad.
La unidad no está por encima
de la verdad.
Una
tendencia muy extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad;
eso lleva a considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la
invasión del error y de la herejía en la Iglesia. Considerando
esencial la paz de los creyentes, si verdaderos discípulos de Cristo alzan la
voz, para defender el depósito de la fe católica contra las falacias de nuevas
interpretaciones que despojan de su contenido sobrenatural el mensaje del Verbo
encarnado, son considerados por muchos prelados como perturbadores incómodos.
Poner la
unidad por encima de la verdad es un error de raíz. Por lo demás, una unidad
real y verdaderamente humana no puede encontrarse sino en la verdad. Toda
comunidad presupone un bien común que hace la unidad. Sólo cuando ese bien
tiene un valor auténtico –y no ilusorio o incluso un anti valor- puede nacer
una verdadera unidad, una concordia que es también un valor. Aristóteles lo
había visto claramente en su capítulo sobre la amistad –libro VII y IX de la
Ética a Nicómaco-. La unidad fundada sobre la enemistad con Dios no es una
unidad verdadera. No unifica verdaderamente el corazón: lo unifica tan poco
como la unidad que existe entre los miembros de una banda de criminales. El
valor de la unidad está indisolublemente ligado al valor del bien que unifica.
Toda
unidad verdadera presupone, como acabamos de decir, que el bien unificador sea
un bien de verdad y no una ilusión o un pseudo-bien, y mucho menos el ídolo
mentiroso de un valor negativo. El P. Werenfried Van Straaten afirma con razón:
“Todos se preocupan por la unidad; pero muchos prefieren la unidad a la verdad
y olvidan que la verdadera unidad no puede ser obtenida sino en la verdad. La
oración de Jesús: Que todos sean una sola cosa, implica que los hombres sean
uno con El; por eso esas palabras no pueden separarse de estas otras: “El que
no entra por la puerta en el rebaño, ése es un ladrón y un salteador…Yo soy la
puerta”.
Toda
unidad entre creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una
pseudo-unidad; en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la fraternidad social, el
vivir bien juntos y el no molestar a nadie por encima de la fidelidad a Dios.
Esa es precisamente la actitud contraria a la de todos los grandes adversarios
del arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de Poitiers.
Nadie,
como Pascal, ha desenmascarado tan clara y profundamente el falso irenismo que
pone la unidad por encima de la verdad. Escribe: “¿No se ve con claridad que,
como es un crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es
permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay, pues, un tiempo en el que
la paz es justa y otro en el que es injusta. Está escrito que ‘Hay tiempo de
paz y tiempo de guerra’: es el interés de la verdad el que los discierne. Pero
no hay tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que ‘la
verdad de Dios permanece eternamente’ Por eso Jesucristo, que dice que ha
venido a traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no
dice que ha venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la
primera regla y el último fin de todas las cosas (Pensées, 949)”.
Dietrich von Hildebrand,
publicado
en France Catholique, 21-4-1972 y en “Iglesia-Mundo” 8-12-1973.
Visto
en Videoteca Reduco.