De todo corazón os damos la
bienvenida, queridos recién casados, a quienes parece haber conducido a Nos la
Virgen del Santísimo Rosario, en este mes consagrado a ella. Nos place mirarla
con los ojos del espíritu – como la han visto algunos santos privilegiados –
inclinada hacia vosotros con una sonrisa (para ofreceros aquel simple y devoto
objeto que, a través de una cadena de anillos flexibles y ligeros que no
recuerda sino una servidumbre de amor, reúne por decenas sus pequeños granos,
llenos de un invisible jugo sobrenatural), mientras que en vuestro canto,
arrodillados ante ella, prometéis honrarla, ofreciéndose con la mayor
frecuencia posible, en todas las vicisitudes de la vida familiar, el tributo de
vuestra piedad.
I.‑ El rosario, según la
etimología misma de la palabra, es una corona de rosas, cosa encantadora que
en todos los pueblos representa una ofrenda de amor y un símbolo de alegría.
Pero estas rosas no son aquellas con que se adornan con petulancia los impíos,
de los que habla la Sagrada Escritura[1]:
“Coronémonos de rosas – exclaman – antes de que se marchiten”. Las flores del
rosario no se marchitan; su frescura es incesantemente renovada en las manos
de los devotos de María; y la diversidad de la edad, de los países y de las
lenguas, da a aquellas rosas vivaces la variedad de sus colores y de su perfume.
En este rosario universal y
perenne, habéis tomado parte desde vuestra infancia. Vuestras madres os enseñaron
a hacer correr lentamente entre vuestros dedos infantiles los granos del
rosario y a pronunciar al mismo tiempo las sencillas y sublimes palabras de la
oración dominical y de la salutación angélica. Un poco más tarde, con ocasión
de vuestra primera comunión, fuisteis consagrados a vuestra Madre celestial,
recitando el rosario, recibido en regalo como recuerdo de aquel gran día, con
un fervor ingenuamente aumentado por la delicada belleza de sus perlas.
¡Cuántas veces, después, habréis renovado vuestra doble ofrenda, a Jesús y a
su Divina Madre, ante el tabernáculo eucarístico o en la Congregación Mariana!
Y ahora, con el sacramento del matrimonio celebrado en este mes dedicado a
María, nos parece que toda vuestra vida por venir será como una mata de rosas,
un rosario cuyo rezo perseverante y concorde comienza cuando a los pies del
altar habéis unido vuestros corazones, obligados así por deberes nuevos y más
graves, que con vuestro consentimiento nupcial bendito por Dios habéis
libremente contraído.
Vuestro “sí” sacramental, tiene
en realidad algo del “Pater noster” por el compromiso que implica de santificar
el nombre de Dios en la obediencia a sus leyes (“sanctificetur nomen tuum”), de
establecer su reino en vuestro hogar doméstico (“adveniat regnum tuum”) de
perdonar todos los días, el uno a la otra, las mutuas ofensas o faltas (“et
dimitte nobis... sicut es nos dimittimus...”), de combatir las tentaciones
(“et ne nos inducas in tentationem”), de huir del mal (“sed libera nos a malo)
y sobre todo el “fiat” resuelto y confiado con que os presentáis al encuentro
de los misterios del porvenir. Aquel “sí” es también como un reflejo de la
salutación angélica, porque os abre una nueva fuente de gracia, de la que
María, “gratia plena” es la soberana dispensadora, y que es la habitación de
Dios en vosotros (“Dominus tecum”); es una prenda especial de bendiciones no
sólo para vosotros, sino también para los frutos de vuestra unión; un nuevo
título de remisión de los pecados durante la vida y de asistencia materna en
la hora suprema (“nunc et in hora...”). Así pues, permaneciendo fieles a los
deberes de vuestro nuevo estado, viviréis en el espíritu del santo rosario, y
vuestras jornadas se desenvolverán como una concatenación de actos de f e y de
amor hacia Dios y hacia María, a través de los años, que os deseamos numerosos
y ricos de favores celestes.
II.‑ Pero un rosario, queridos
hijos e hijas, significa también que los misterios de vuestro porvenir no serán
siempre y únicamente hechos de alegrías; tendrán también acaso providenciales
dolores. Es la ley de toda vida humana, como de todo ramo de rosas, que las
flores estén mezcladas con las espinas. Vosotros vivís ahora los misterios
gozosos, y os auguramos que gustéis largamente su dulzura, porque la felicidad
se ha prometido a quien teme al Señor y pone todas sus delicias en sus mandamientos[2],
está prometida a los mansos, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a
los pacíficos[3],
y vos otros esperáis que la Providencia, cuyos secretos designios os han traído
el uno hacia la otra, derramará sobre vuestro hogar la bendición prometida a
los patriarcas, cantada por la Iglesia en la liturgia del matrimonio; la bendición
alegre de la fecundidad: “matrem filiorum laetantem”[4].
De igual manera que habéis recibido
y recibiréis las alegrías – las de hoy y las de mañana – con filial reconocimiento
y prudente moderación, acogeréis con espíritu de fe y sumisión los misterios
dolorosos del porvenir, cuando llegue su hora. ¿Misterios? Es el nombre que el
hombre da con frecuencia al dolor, porque sí no acostumbra a buscar una
significación a sus gozos, querría en cambio, con su corta vista, saber la
razón de sus desventuras, y sufre doblemente cuando no ve aquí abajo su por
qué. La Virgen del Rosario, que es también la del “Stabat” en el Calvario, os
enseñará a estar en pie bajo la cruz, por muy densa que pueda ser su sombra, porque
comprenderéis con el ejemplo de esta “Mater dolorosa” y reina de los mártires,
que los designios de Dios superan infinitamente los pensamientos de los
hombres, y que aun cuando hieren el corazón, están inspirados por el más tierno
amor de nuestras almas.
III.‑ ¿Podréis esperar, deberéis
desear que haya también en el rosario de vuestra vida misterios gloriosos? Sí,
si se trata aquí de la gloria que sólo la fe puede percibir y gustar. Los
hombres se paran con frecuencia ante los resplandores humeantes del nombre que
se dan o se disputan entre ellos con altisonantes palabras o acciones. Ser
alabados, ser célebres: he aquí en lo que consiste para ellos la gloria.
“Gloria est frequens de aliquo fama cum laude”, escribía Cicerón[5].
Pero los hombres no se cuidan con frecuencia de la gloria que sólo Dios puede
dar, y por eso, según la palabra de nuestro Señor, no tienen la fe: “¿Cómo es
posible, decía el Redentor a los judíos, que creáis, vosotros que andáis
mendigando gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que de sólo
Dios procede?”[6].
La gloria del mundo se marchita, como las flores del campo, exclamaba Isaías[7];
y por boca de este mismo Profeta, anunciaba el Dios de Israel que humillaría a
los grandes de la tierra[8].
¿Qué hará, pues, el Dios encarnado, aquel Jesús que se decía “humilde de
corazón”[9] y que no había jamás buscado su propia gloría?[10].
Elevad, pues, vuestra mirada más
arriba, o mejor aún, penetrad más profundamente con los ojos de la fe, y a la
luz de las Sagradas Escrituras, en lo íntimo de vuestras almas. “Es una gran gloria,
os dirá el Espíritu Santo, seguir al Señor”[11]. En
una familia donde Dios es honrado, “corona de los ancianos son los hijos e
hijas, y gloria de los hijos son sus padres”[12].
Cuanto más puros sean vuestros ojos, jóvenes madres de mañana, tanto más
veréis en los queridos pequeñines confiados a vuestros cuidados almas
destinadas a glorificar con vosotros el único objeto digno de todo honor y de
toda gloria. Entonces, en lugar de perderos, como tantas otras, en sueños
ambiciosos sobre la cuna de un recién nacido, os inclinaréis con mente devota
sobre el frágil corazón que comienza a palpitar, y pensaréis, sin vanas
inquietudes, en los misterios de su porvenir, que confiaréis a la ternura –
¡más maternal, todavía y cuánto más poderosa que la vuestra! – de la Virgen del
Rosario.
De este modo, el santo Rosario
os enseña que la gloria del cristiano no tiene lugar en su peregrinación terrestre.
Interrogad la serie de los misterios: gozosos y dolorosos, desde la anunciación
a la crucificación, dibujan como en diez cuadros toda la vida del Salvador; los
misterios gloriosos no comienzan sino el día de Pascua, y ya no cesan; ni para
Jesús resucitado, que sube a la diestra del Padre y envía al Espíritu Santo a
presidir, hasta el fin de los siglos, la propagación de su reino; ni para María
que, arrebatada al Cielo sobre las alas ardientes de los ángeles, recibe allí de
las manos del Padre celestial la corona eterna.
De este mismo modo os ocurrirá a vosotros,
queridos hijos e hijas, si permanecéis fieles a las promesas hechas a Dios y a
María, y observáis lealmente las obligaciones que habéis adquirido el uno
respecto de la otra. No os avergoncéis del Evangelio[13]; y
en un tiempo en que muchas almas débiles y vacilantes se dejan vencer por el
mal, no imitéis su extravío, sino triunfad del mal, según el consejo de San
Pablo, haciendo el bien[14].
Así, el rosario de vuestra vida, continuado por una cadena de años, que os
deseamos largos y benditos, tendrá su término feliz cuando caiga para vosotros
el velo de los misterios en la glorificación luminosa y eterna de la Santísima
Trinidad: “Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto, Amen!”.
[1] Sap.
II, 8.
[2] Salmo
CXI, 1.
[4] Salmo
CXII, 9.
[5] De inventione, L. II, c. 55 §166.
[6] Jn. V,
44.
[7] Is. XL,
6.
[8] Is.
XLV, 2.
[10] Jn.
VIII, 50.
[11] Eccli. XXIII,
33.
[12] Prov.
XVII, 6.
[13] Cf. Rom. I, 16.
[14] Cf. Rom. XII, 21.